Por Beatriz Eduarte
«Vicente: A nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres. Nosotros venimos brotando del manantial de las guitarras acogidas por el pueblo, y cada poeta que muere deja en manos de otro, como una herencia, un instrumento que viene rodando desde la eternidad, de la nada a nuestro corazón esparcido.
Ante la sombra de dos poetas nos levantamos otros dos, y ante la nuestra se levantarán otros dos de mañana. Nuestro cimiento será siempre el mismo: la tierra. Nuestro destino es parar en las manos del pueblo. Sólo esas honradas manos pueden contener lo que la sangre honrada del poeta derrama vibrante. (…) Los poetas somos el viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida y de muerte, nos empuja de un importante modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo», reza parte de la dedicatoria que le escribió el poeta Miguel Hernández, fallecido hoy hace ochenta y un años en el Reformatorio de Adultos de Alicante, a su amigo y otro gran poeta Vicente Aleixandre.
Miguel Hernández, nacido en Orihuela en el seno de una familia austera, que no pobre, conoció a temprana edad el lenguaje de la naturaleza, de esa herencia que se renueva año tras año, siglo tras siglo, en cada artista y cada poeta que asoma su inquietud y pasea su curiosidad por las obras y las palabras que fueron escritas antes de que él supiera siquiera pronunciarlas. Gustaba Miguel de pasearse por la calle de Arriba, donde se encontraba la casa en la que nació y vivió hasta su adolescencia, como me aconsejaron hacer a mí hace algún tiempo: “pies en el suelo, cabeza en el cielo”. Pero los pies bien anclados. A la tierra, a las raíces y, a partir de ahí, escarbar y arañar las entrañas para sembrar, esparcir las semillas; madurar y dar fruto. Y a pesar de recibir algún que otro latigazo con la correa de cuero que portaba su padre cuando le encontraba leyendo, en lugar de estar pendiente del ganado, Miguel dejaba volar y perder su imaginación en ese firmamento inefable y distante. Tan grande, tan inmenso como era, comenzó el joven poeta a sentir la necesidad de surcarlo, de fundirse con él y navegarlo. Por ello se empeñó en estudiar, en aprender latín y traducirlo, en aprender francés y entender a los simbolistas que, como Verlaine, eran sus referentes, y así poder declamar a viva voz la Canción de otoño del poeta francés que tanto le gustaba: “Los sollozos más hondos / del violín del otoño / son igual / que una herida en el alma / de congojas extrañas sin final. / Tembloroso recuerdo / esta huida del tiempo / que se fue. / Evocando el pasado / y los días lejanos / lloraré (…)”. O aquellos primeros versos de Serenata: “Como la voz de un muerto que cantara, / desde el fondo de su fosa, / amante, escucha subir hasta tu retiro / mi voz agria y falsa…”. Entonces no imaginaba Miguel que acabaría encerrado en varias fosas, llevado como ganado al matadero, para sufrir la muerte en vida que padecen los presos. ¿Cuántas veces no contempló el cielo puro y claro desde las “fauces de las voraces cárceles / donde el sol retrocede” albergando la esperanza de salir y abrazar a Josefina y a Manolito? Sean malditas todas las cárceles que se han tragado y han violado la cordura y la libertad de los hombres inocentes. De los poetas cuya pena de muerte, y trágico delito, tenía por nombre “adhesión a la rebelión” o alteración del orden provocada por la excitación y exaltación de un discurso; por el temperamento pasional del alma viva, hambrienta y ardiente de poesía. ¿En qué momento la libertad de pensamiento es delito? ¿En qué momento el pensamiento, intransferible, propio del hombre y de la mujer libre, le pertenece a otro? En otro tiempo, lejano, pero a ratos, demasiado parecido a este.
“Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
no le atarás el alma.
(…)
Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio,
tenso, conmocionado, con la oreja aplicada.
Porque un pueblo ha gritado ¡libertad!, vuela el cielo
Y las cárceles vuelan”.
Y las cárceles vuelan en las mentes de los hombres y las mujeres libres que las dinamitan; de quienes no se doblegan aunque se les niegue el agua y la comida. ¿Dónde queda la dignidad del hombre y de la mujer que no tiene con qué sustentar ni mantener a su familia? ¿Dónde queda? En el infierno de la vergüenza y la impotencia, del señalamiento, del juicio y la protesta. “Muramos por las ideas”, dice la canción de Brassens, “de acuerdo, pero de muerte lenta”. El que nace en la oscuridad, en permanente luto, como le pasó a Miguel, pone su vida, su ideal y su poesía al servicio y búsqueda de la luz, por eso El hombre acecha. Por eso persigue, sin detenerse, El rayo que no cesa; el rayo que es, que está, que brilla y deslumbra aunque lo nuble, lo oscurezca o lo oculte la tormenta. El hambre, la tortura, la angustia, la desesperanza…son los peores enemigos del hombre y de su alma; impidiéndole respirar, despiertan en él un pozo de envidia, veneno y aspereza al ver lo que otros tienen; lo que otros pueden gozar y gozan —del alimento, de la libertad—, pero tú no. Ay, se lamenta. Y en esos instantes de ceguera y penumbra; de soledad y oscuridad, al pájaro jilguero no le queda más remedio que callar, enmudecer, porque no encuentra la inspiración ni las fuerzas para cantar como solía hacer y, cuando lo intenta, apenas emite un falsete desafinado. Llora, derrama lágrimas, pero ni éstas le sirven de manantial para sobrellevar y colmar la tristeza que le embarga. Sus gritos, son ahogados. Nadie los escucha ni quiere escucharlos, únicamente sus compañeros de jaula, de celda. Presos y condenados que, como él, tienen los pulmones henchidos de malhumor y de rabia. No saben cómo vencer la opresión ni evitar sentir la venganza a flor de piel. Y todo eso lo ve Miguel en sus compañeros y en él. Lo ve aunque no tenga mendrugo que llevarse a la boca y haya perdido los pocos kilos que tenía antes de ser detenido y trasladado a la Cárcel de Torrijos, donde empezó una pesadilla que ya nunca acabaría; lo ve, porque en El tren de los heridos en el que está subido todavía cree que “en un rincón de carne cabe un hombre” y esa visión, única, que él tenía, nadie se la arrebataría. «Porque la poesía —y “su poesía”, con musculatura marina de grumete—, es, tan sólo, transmutación, milagro y virtud», escribe en Perito en lunas su querido Ramón Sijé, a quien Miguel le dedicaría una de sus más bellas Elegías:
“No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
(…)
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo…”
Y es que si todavía oímos los lamentos de Hernández, si todavía hallamos en sus quejíos, los nuestros, es porque cantó y compuso conquistando, principalmente, los tres abismos que se propuso: el del amor, el de la vida y el de la muerte. Pero también el del pueblo y sus gentes, coronando con sudor su frente para alumbrar después nuestra alma y nuestra mente. Y hacernos vibrar, alzando su pluma y su voz, provocando lo que toda palabra poética debiera despertar: temblor y sorpresa frente a lo que se ha expresado tantas veces, de tan diversas formas, pero jamás se había hecho sentir como hasta ahora. Ahí residía la fuerza conmovedora, sobrecogedora y sincera de Miguel que encontramos en Nanas de la cebolla, o en el Cancionero y romancero de ausencias, donde plasmó (entre otros) el sabor amargo de ese amor que al final No quiso ser, pero también en la Canción del esposo soldado:
“Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de
pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin
colmillos ni garras…”
Éste era Miguel Hernández en estado puro, poeta de la revolución y del ideal romántico, El poeta que afirmó que Nuestra juventud no muere porque “Una gota de pura valentía / vale más que un océano cobarde”, y se fue como voluntario al frente, “al fuego que me requiere”. El poeta que hoy, siendo de todos nosotros, estuvo dispuesto a morir por las ideas, sí, pero de muerte lenta, y alejado de su familia y amigos acabó muriendo de hambre, enfermedad y pena, aunque no sin dejarnos su mejor herencia: el testimonio vivo de su poesía.
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