Por Jorge Fernández Díaz |
“Esclavos de la consigna” es un genial verso del poeta Vicente Huidobro y es también el título de las memorias íntimas de un valiente que acaba de morir: Jorge Edwards. Ese verso tan significativo alude a los fanáticos, a los prisioneros de su propia ideología. “Nosotros éramos beatos de la izquierda –recordaba el gran novelista chileno, que también fungió como embajador de Salvador Allende–. Digo beatos porque la izquierda latinoamericana tiende a transformarse en religión, con sus semidioses y sus idólatras”.
Para Edwards, que tenía 91 años y falleció hace unos días en Madrid, “los fantasmas ideológicos tienen un poder tan terrible que no dejan ni dormir ni escribir” y el populismo se ha constituido en el problema más serio de la actualidad: es por eso que llamaba a poner una alerta temprana con la libertad de expresión y a examinar con cuidado cómo habían manejado ese tema fundamental y tan predictivo del “nivel de autoritarismo en sangre” no solo tiranías como Venezuela, Nicaragua y Cuba, sino también la Argentina de los Kirchner. Imagino lo que hubiera escrito esta semana al leer la frase pronunciada por la vicepresidenta de la Nación ante el patético Grupo Puebla: “Las sentencias se escriben en los medios de comunicación y luego un fiscal y un juez suscriben la acusación y la sentencia”. Si no estuviera tan desgastada su palabra, si no fuera tan burda la mentira, podríamos decir que se trata de una amenaza institucional de gravedad inusitada. Pero la sociedad tiene tan naturalizado el delirio y la ofensa que mira a la arquitecta egipcia como el vecino aburrido que ve llover. No funciona con tanta indolencia la pecera de los “esclavos de la consigna”, para quienes toda frase es una denuncia y un llamamiento. Leía una gran antología de artículos de Jorge Edwards mientras transcurrían estos graznidos en el Centro Cultural Kirchner; el libro en cuestión se llama “El whisky de los poetas”, y allí su autor explica que “Europa acepta para ella la noción de la gradualidad, de la reforma, del progreso posible, y suele pensar que América es el continente de los comienzos espectaculares, comienzos que tienen como inevitable reverso los finales apocalípticos”. Ese malentendido o esa simple mala fe consiste en respaldar desde lejos, y por cierto siempre a buen resguardo, regímenes radicalizados y líderes probadamente corruptos, y luego desentenderse de sus desastres. Hay en esa actitud, enraizada en determinado progresismo europeo, un escondido desdén por esos “salvajes” latinoamericanos, para los que no está destinada la democracia liberal ni la transparencia, y para quienes se pueden permitir y autorizar transgresiones institucionales, rapiñas e incluso caudillajes que tacharían de reaccionarios y abusivos en sus propios países.
Prefiero explicar con esta hipocresía de doble vara y esta soberana estupidez de la izquierda caviar el apoyo manifiesto y presencial a una mujer condenada y únicamente perseguida por el Código Penal por parte de uno de los peores expresidentes de España, José Luis Rodríguez Zapatero, y por el exjuez de toda ilustre progresía Baltasar Garzón, quienes habitualmente corren presurosos en defensa de chavistas en problemas. La otra explicación es corsaria –porque en el patio de atrás pagan muy bien a los figurones y lobistas–, pero esto realmente no me consta; quiero decir: no tengo conmigo las facturas. Me parece que las facturas del Grupo Puebla serían muy interesantes de revisar; barrunto que cuando salgan a la luz se armará un escándalo internacional de proporciones bíblicas.
Pero dejemos a los fenicios y regresemos a los fanáticos y a las supersticiones progres. Porque contra todos ellos se rebeló el premio Cervantes Jorge Edwards al publicar “Persona non grata”, un clásico de “la novela política sin ficción” que se estudia muy poco en las escuelas de periodismo de la región y que desnudó por primera vez el sistema policial de los hermanos Castro y los descomunales desaguisados de su organización económica. En 1970, Fidel le confesó: “Seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos”. Su obsesión consistía en luchar contra las “democracias burguesas”, que según él eran “dictaduras precariamente disfrazadas”. Fueron justo esas democracias –la Argentina nunca gozó de una plenamente republicana– las que trajeron prosperidad y una libertad inédita en buena parte de Occidente, mientras su sistema despótico –luego rebautizado genéricamente como “socialismo del siglo XXI”– no hizo otra cosa que generar aislamiento, miseria, exilio y dolor. Cuando Julio Cortázar –un ingenuo apolítico que de la noche a la mañana se volvió guevarista y que negaba la persecución a los disidentes en Cuba– se enteró del contenido de aquel libro estruendoso, le dijo a un periodista: “Ese Jorge Edwards es mi amigo, pero no tengo ganas de verlo”. Se trata de una respuesta para un psicólogo, y también un ejemplo de la ceguera ideológica del “intelectual comprometido”. De ayer, de hoy y de siempre, porque como se sabe los campeones de los derechos humanos denuncian a los enemigos por violarlos y protegen a los amigos que los violan. Edwards recuerda que sólo se reserva el carácter de pensador “comprometido” a quien se compromete con algunas variantes del palo, a los “esclavos de la consigna”; el resto por default pertenece directamente a la “derecha declarada o vergonzante”. También, que estos lenguaraces siguen blandiendo el vocablo “utopía”, en relación únicamente con su ideario, sin darse por enterados de que sus bondades fueron desmentidas repetidamente por los hechos. “La utopía es un excelente ejercicio literario, pero una referencia demasiado peligrosa en la vida política”, añade. Los fracasos y las catástrofes consecuentes no arredran esas creencias, que siempre necesitan una nueva oportunidad. Edwards proponía una revisión crítica de aquel invento sartreano acerca del compromiso, puesto que había conducido en su momento al sectarismo y a la rigidez, y porque había hecho comulgar a muchos seguidores de Sartre y al propio autor intelectual con algunas ruedas de la carreta del estalinismo. “¿A quién pertenece el compromiso, entonces, a qué lado del espectro? –se preguntaba–. ¿O será que las posiciones supuestamente conservadoras no están necesariamente en aquel espacio que solemos llamar derecha, ni las innovadoras en la llamada izquierda?”. El Grupo Puebla batalla denodadamente para que las dictaduras no caigan y para que los corruptos no paguen. Y persiste el progresismo cultural y universitario en una praxis que Edwards sufrió en carne propia: la cancelación silenciosa. Tal vez siguiendo la vieja idea de Fidel Castro, que según relata el cineasta cubano Pavel Giroud, decretó en un congreso: “A partir de hoy, para ser considerado un escritor y recibir premios, hay que ser revolucionario”. Era una orden interna, pero también una recomendación al mundo cultural y al establishment progre: solo reconozcamos a los propios, invisibilicemos a los ajenos. El talento literario de Edwards, que nadó siempre río arriba, consiguió doblegar esas trampas oscurantistas, y es muy gracioso leer en algunas necrológicas de la izquierda el modo en que lo despidieron: presentan al chileno como un ironista inclasificable y a su impugnación del régimen castrista como un mero “ajuste de cuentas”. Cuando Edwards fue esencialmente un demócrata y su acusación, un imprescindible grito a favor de los presos políticos, los disidentes, los torturados, los marginados y los empobrecidos de La Habana.
Todo este asunto está vivo en nuestra nación después de veinte años de hegemonía kirchnerista e inspiración bolivariana. La progresía local, que actúa como parte orgánica o como acompañante terapéutico de esta facción y recibe a cambio sus beneficios, convalida que se utilice la conmemoración del 24 de marzo para defender actos de corrupción, y permite que se bastardee la jornada con lemas como “democracia sin mafias” en boca de peronistas que han pactado y prohijado las mafias más poderosas del narco, la policía, los servicios, el fútbol y los distintos vampiros cartelizados de la obra pública. No solo son cautivos de la consigna, sino también de la caja y del descaro.
© La Nación
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