Por Héctor M. Guyot
Hay una línea que une el discurso de Alberto Fernández en la Asamblea Legislativa y el ataque narco a la familia Roccuzzo y a Messi perpetrado el jueves en Rosario. Por un lado, tenemos un Presidente que asumió hace tres años con el mandato de quebrar la democracia republicana para consagrar la impunidad. Por el otro lado, bandas criminales que, con la complicidad de parte del poder político, invadieron un territorio donde hoy la violencia reemplaza a la ley. El hilo que une ambas fuerzas de choque es el problema de fondo más grave que tiene el país: la corrupción. El Presidente, como lo confirmó su diatriba del miércoles, vino a institucionalizarla, en tanto en Rosario ya echó raíces profundas y está dando sus frutos más amargos.
Ni una cosa ni la otra deberían sorprender demasiado, porque buena parte de la sociedad argentina –incluidas las instituciones– había naturalizado este avance del poder de hecho sobre la ley, que además goza del impulso inercial de un rancio corporativismo mediante el cual una elite privilegiada conserva sus negocios oscuros a costa de sembrar improductividad y pobreza.
El avance del Gobierno sobre el Estado de derecho hoy parece restringido a la violencia discursiva. Ejercida por el Presidente, no puede ir mucho más allá de un espectáculo cercano al patetismo. Fernández vive en una nube cambiante de palabras que nunca pasan al orden de los hechos. Su intento de insuflarle racionalidad al disparate es una anomalía del relato. La desmesura es por definición irracional, por eso nadie cree en lo que dice, y mucho menos la señora que el miércoles tenía sentada al lado, cuyo gesto pétreo transmitía desprecio. “No hay salud sin salud mental”, dijo Fernández cuando describía los “logros” de su gestión. Enseguida se abrazaba como nunca al relato. A esa fidelidad le debe su perdición. Y lo hizo a los gritos, acaso en una descarga de la violencia que recibe de Cristina Kirchner.
No vale la pena citar sus ataques a los miembros de la Corte Suprema y al Poder Judicial. Siguieron la lógica paranoica que está en la base del relato: proyectar en el otro los pecados que uno mismo comete. Con la impostada vehemencia del que sabe que miente, les atribuyó a los miembros de la Corte la embestida contra la división de poderes que el Gobierno busca perpetrar.
Podríamos sacar algún provecho de ese discurso desquiciado si lo aplicáramos a la comprensión de la “grieta” y al momento que vive el país. La necesidad de polarizar del kirchnerismo acaba tragándonos a todos, es verdad. Pero no hay grieta, sino una confrontación entre dos concepciones antitéticas que por su naturaleza no pueden convivir en paz. Esta antinomia subyace en la pugna entre los populismos y las fuerzas republicanas que, dentro de las democracias representativas, resisten su embate. El politólogo Benjamin Moffitt enumera algunas características del populismo que explican esta tensión: “Su oposición a las instituciones independientes como la Justicia o el cuarto Estado; su falta de respeto por los derechos individuales; su estilo antagonista y combativo; y su elección de las minorías como objetivo –describe–. Es evidente que estas tendencias entran en conflicto en el marco del compromiso liberal con el pluralismo, la transparencia y la protección de la libertad individual”. Allí donde estas dos concepciones políticas se enfrentan, entonces, surge un conflicto que solo llega a su fin cuando una de ellas se impone sobre la otra.
El populismo divide y ataca. Del otro lado, una república en ciernes resiste. Sin embargo, el kirchnerismo siempre usó esa reacción a su favor. Era paradójico: en lugar de debilitarlo, aunque describieran la realidad, las denuncias lo alimentaban. Es el núcleo perverso de la teoría de Laclau: la división fortalece. Los que denuncian, los que alzan la voz, son agentes o mercenarios de la “elite” que conspira contra “el pueblo” al que la revolución “nac&pop” vino a redimir. Incluida la Justicia no adicta. Pero actuar en defensa propia no es polarizar. Resistir el ataque, sin odio y bajo el amparo de la ley, no es avivar la grieta.
Por lo que se vio en el Congreso, parece que la resistencia se va imponiendo. El cuarto gobierno kirchnerista vino a liquidar la institucionalidad para asegurar la impunidad de Cristina Kirchner. Aunque es mucho el daño que provocó en el intento, no lo ha conseguido. Los juicios por corrupción avanzan y la vicepresidenta ya recibió una condena a seis años de prisión. Ella no quiere que le llenen el vaso de palabras, porque ya está lleno. Quiere efectividades conducentes que no han llegado. Durante su descarga, los gritos del Presidente trasuntaban impotencia. Lo que se vio el miércoles fue el fracaso del kirchnerismo y el triunfo (parcial, por ahora) de la resistencia contra el embate a la democracia republicana. La dignidad con la que los dos miembros de la Corte presentes en el acto soportaron los ataques del Presidente, anteponiendo su rol institucional a las emociones que sin duda habrán sentido, también es elocuente. Como dijo el fiscal, es corrupción o justicia. Y lo mismo en Rosario.
© La Nación
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