Por James Neilson |
Siempre fue de prever que sería un fracaso rotundo el gobierno armado por Cristina Kirchner luego de ubicar en la presidencia a un personaje que despreciaba. Obligado a elegir entre el servilismo rastrero y la independencia quijotesca, Alberto Fernández se las arreglaría para decepcionar tanto a quienes imaginaban que conseguiría liberarse de la tutela de una mujer vengativa como a los persuadidos de que, si bien no dejaría de ser un títere obediente, resultaría ser un administrador relativamente eficaz. Aunque últimamente, el hombre parece haber llegado a la conclusión de que le sería inútil procurar complacer a Cristina y sus allegados de La Cámpora, en la arenga farragosa con la que inauguró las sesiones ordinarias del Congreso trató vanamente de ablandarla.
Para muchos, aquel discurso, que luego de un pasaje tranquilizador entró en uno lleno de furia dirigido contra los jueces de la Corte Suprema que soportaron como estatuas el torrente de invectivas con que los cubrió, fue un mensaje de despedida, ya que Alberto sabrá que es virtualmente nula la posibilidad de que siga en el poder después del 10 de diciembre. Aun cuando se haya disminuido el riesgo de que una Asamblea Legislativa lo desaloje antes, el futuro inmediato parece tan sombrío que es bien posible que en las semanas próximas el panorama cambie radicalmente.
Hasta ahora, la ciudadanía ha tolerado con estoicismo ejemplar las consecuencias de una gestión protagonizada por individuos cuyas prioridades le son ajenas, pero no hay ninguna garantía de que la tregua así supuesta dure hasta que llegue la fecha fijada por la Constitución nacional para que asuma un gobierno de otro signo.
Antes de mudarse a la Casa Rosada y la residencia de Olivos, Alberto tenía la reputación de ser un operador político muy astuto que dominaba las artes oscuras de su oficio. Si tenía principios, eran los de un abogado criminalista que adoptaba pasajeramente aquellos de sus clientes. Y, hasta que un buen día la jefa de la incipiente dinastía de los K le ofreció la presidencia de la República, parecía entender que es una cosa ser un buen consigliere y otra muy diferente ser el padrino. Parecería que Cristina se había sentido tan impresionada por la palabrería del profesor de derecho que había acompañado a su marido que lo creía capaz de cambiar por completo el sistema legal vigente. Demás está decir que la dama se equivocaba. Enojados por los intentos de amedrentarlos, muchos jueces, comenzando con los de la Corte Suprema, y fiscales están aún más resueltos que antes a asegurar que termine debidamente condenada.
Alberto podrá consolarse notando que la influencia de la vicepresidenta está reduciéndose al darse cuenta cada vez más peronistas que someterse a sus caprichos ya no rinde tanto como en el pasado, pero sucede que sus propias acciones están en el piso, a diferencia de los de Sergio Massa que, poco a poco, están subiendo a pesar del huracán inflacionario que sigue barriendo todo en su camino. En opinión de muchos, el tigrense es el único integrante del equipo improvisado por el kirchnerismo que está interesado en gobernar.
Si ya estuvieran en el llano, los kirchneristas encabezarían las protestas contra la inflación que, si tenemos suerte, no superará el 120 por ciento anual mientras estén a cargo de la economía, la inseguridad callejera potenciada por el narcotráfico y el estado sumamente precario de las redes energéticas. Puesto que están en el poder, prefieren pasar por alto tales temas para concentrarse en lo que a su entender son las deficiencias del sistema judicial, de las que la más grave es la resistencia de la Corte Suprema a cohonestar la corrupción rampante que es una de las señas de identidad de los kirchneristas.
Para sorpresa de nadie, en su discurso Alberto se abstuvo de aludir a los asuntos que más preocupan a la mayoría, pero la realidad no tardó en advertirle que ningunearlos no sirve para nada. No bien dejó de arengar a los reunidos en el Congreso, diciéndoles, entre otras cosas, que la Argentina se preparaba para ser una gran fuente de energía para el resto del planeta, el país sufrió un apagón gigantesco que privó de electricidad a veinte millones de personas y en Rosario algunos sujetos balearon el supermercado de la familia política de Lionel Messi a fin de enviarle un mensaje nada cariñoso: “te estamos esperando, Javkin es narco, no te va a cuidar”.
¿Fueron narcos los responsables de la amenaza al deportista más célebre del mundo? Es posible, incluso probable, pero desde su punto de vista, se habrá tratado de una maniobra casi cómicamente contraproducente porque obligó a un gobierno que nunca ha manifestado mucho interés en el drama rosarino a reaccionar y prestar más atención a lo que está sucediendo en las cárceles que, gracias a la proliferación de celulares, capos narcos pueden usar como sus cuarteles generales, comunicándose diariamente con sus “soldados” con la connivencia de guardias y policías. De repetirse episodios como aquel de la semana pasada que tuvo repercusiones mundiales, no podrán sino intensificar las presiones para que las autoridades nacionales tomen mucho más en serio el peligro gravísimo planteado por el narcotráfico en Rosario, el conurbano bonaerense y otras partes del país.
Para incomodar todavía más a un gobierno cuyo ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, dice que “los narcos ganaron”, aunque agregó que “hay que revertir la situación”, el ataque a los familiares de Messi coincidió con una descabellada campaña kirchnerista para desacreditar al argentino más famoso del mundo -más aún que Jorge Bergoglio-, porque, además de aceptar compartir una foto con el satánico Mauricio Macri, lo sigue en Instagram. Para Cristina y los pensadores K, Maradona era pueblo, un buen proletario, y Messi, su sucesor como el mejor de todos, representa a la despreciada clase media o burguesía, y por lo tanto hay que consignarlo al infierno. Si bien es normal que políticos traten de aprovechar las hazañas de los ídolos deportivos, de ahí los esfuerzos un tanto ridículos de miembros del gobierno como Wado de Pedro por sacarse una foto con Messi y otros integrantes del seleccionado cuando llegaban a Ezeiza, les convendría no estallar de furia si fracasan sus intentos de incorporar a su propio equipo a los astros más populares.
Además de cumplir un papel fundamental en la lucha por el trofeo más codiciado del deporte mundial, sin proponérselo Messi ha hecho otro aporte significante al país forzando a Alberto a reconocer que los rosarinos son argentinos y que por lo tanto le corresponde al gobierno “hacer algo” para defenderlos contra los narcotraficantes que todos los días asesinan a miembros de bandas rivales o, sin motivo aparente, a hombres, mujeres y niños que mueren baleados.
Según el intendente Pablo Javkin, desde que los kirchneristas están en el poder, Rosario no ha recibido “un carajo de ayuda concreta”. Será porque Javkin es del Frente Progresista y el gobernador santafecino, Omar Perotti, un peronista que no se lleva muy bien con Alberto o Aníbal, a los que ambos acusan de haber abandonado Rosario a su suerte. Es que, fieles a su estilo, los kirchneristas nunca han vacilado en discriminar entre las jurisdicciones, colmando de beneficios a las que creen propias, como la provincia de Buenos Aires, y boicoteando, o peor, a otras, cuando es cuestión de repartir fondos federales o asumir responsabilidades directas.
Ahora bien, como se han enterado los mexicanos luego de años de una virtual guerra civil entre el ejército y carteles extraordinariamente sanguinarios, combatir el narcotráfico no es del todo fácil. Puede que sea escaso el poder de fuego de los sicarios en comparación con el de la policía, la gendarmería y las fuerzas armadas, pero se ve suplementado por cantidades fenomenales de dinero que usan para comprar comisarios, jueces, jefes militares y, huelga decirlo, políticos. En una sociedad tan acostumbrada a la corrupción como la argentina, y tan golpeada por la pobreza creciente, movilizarse para frenar a los narcos antes de que sea demasiado tarde requeriría la colaboración de una multitud de personas que suelen estar más dispuestas a subrayar sus diferencias que pensar en lo que tienen en común.
En circunstancias como estas, no habrá más alternativa que exigirle al Estado hacer uso de toda la fuerza que resulte necesaria contra las bandas criminales que están sembrando la muerte en Rosario y zonas de otras ciudades, pero es legítimo temer que una decisión consensuada en tal sentido desataría la violación sistemática de los derechos humanos más fundamentales. Es en parte por tal motivo que la propuesta de Patricia Bullrich, que quisiera que las Fuerzas Armadas ayudaran a aplastar a los narcos, ha desatado polémicas en el seno del Pro, si bien su actitud parece menos belicosa que la del peronista Daniel Scioli que se afirma “a la derecha de la derecha” cuando de enfrentar a los narcos se trata, lo que lo ubicaría al lado del mandatario salvadoreño Nayib Bukele que tiene un índice de aprobación del 92 por ciento merced a la forma expeditiva con la que ha acorralado a los pandilleros de las maras, enviando a los capturados a una “megacárcel” -un campo de concentración- en que cabrían por lo menos 40 mil maleantes.
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