Por Pablo Mendelevich |
Los últimos meses del gobierno de Isabel Perón -recordar esto no tiene por qué ser malinterpretado en términos históricos- fueron un desastre.
En junio de 1975, el Rodrigazo había desatado una crisis que sería imparable y que volvería infructuosa la sucesión de seis ministros de Economía. La crisis económica dinamitó la política. La guerrilla, tanto marxista como peronista, generaba junto con la Triple A, prolegómeno del terrorismo de estado, una rutina de seis o siete crímenes políticos diarios.
Los militares habían asumido la tarea de “aniquilar” a las organizaciones armadas, la subversión en su léxico, por orden del gobierno constitucional. Desde empresarios hasta sindicalistas, todos abandonaban a la presidenta, quien pese a su ostensible debilidad anunciaba que iría por la reelección.
“Si tuviéramos que destapar ollas -decía ella en su último discurso, el 6 de marzo de 1976- no se podría andar por las calles. Si algunos de esos son de los nuestros, además de su conciencia está la justicia. Si no estuvieran aquí las cámaras de televisión podría seguir hablando de este tema”. Acto seguido se refirió de nuevo a los medios, aunque en esa época no se los llamaba así: “una forma de ayudarnos es que los peronistas no vayan a los diarios”.
Cuando la inflación ya se había consagrado indomable, de visita en la CGT la presidenta reclamó un aplauso para Emilio Mondelli, su último ministro de Economía, instante eternizado junto a Lorenzo Miguel y Casildo Herreras en una foto fellinesca.
Muchos gobiernos entraron en francos procesos de descomposición antes de ser derrocados. Cuando eso ocurre es inevitable que los historiadores pasen décadas preguntándose si la progresión geométrica del desgaste precipitó la caída o si fue el horizonte de la caída inexorable lo que aceleró la putrefacción. La pérdida de poder, está visto, funciona como un desorganizador eficaz.
Es probable que los procesos de descomposición que rodean a los gobiernos que pierden poder todos los días tengan no una sino tres causas. A la propia ruina y a la resignación frente a la evidencia de que el precipicio está a la vuelta de la esquina se suma la corrosión orquestada por los golpistas. Antiguamente se la llamaba acción psicológica.
Hay toda clase de papers académicos y libros sobre la acción psicológica perpetrada en los meses previos a los golpes de estado triunfantes. Un tema ideal, dicho sea de paso, para Netflix, por la ambientación conspirativa y la intervención de burdos servicios de inteligencia mezclados con políticos inescrupulosos y militares que se autodenominan patriotas.
Uno de los casos más estudiados es el de Illia, cuya imagen de presidente “lento” –reproche difícil de comprender fuera de las ilusiones algodonadas de los sesenta- fue fabricada por revistas como Primera Plana, Panorama, Análisis, Todo y Confirmado, en combinación con una movida sindical que sembraba tortugas en la Plaza de Mayo como si se tratara de una instalación artística vanguardista. Desde luego, también se sincronizaban maniobras más rudas, del estilo de las huelgas implacables, las tomas de fábricas o desestabilizaciones petardistas.
Hubo acción psicológica, también, antes del derrocamiento de Frondizi , si bien el clima golpista ese 1962 se hallaba mimetizado con el paisaje político. Perón mismo pasó tres meses terribles entre el bombardeo de Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955 y el derrocamiento efectivo, el 16 de septiembre, período en el que osciló, como si hubiera perdido la brújula, entre la renuncia,
las concesiones inesperadas a la oposición (que pudo hablar por radio por primera vez), la ira y el discurso desde el balcón del cinco por uno, el más violento de toda su carrera.
La cultura de los golpes de estado automatizó la idea de que los vacíos de poder se llenaban con un gobierno militar mesiánico. Eso marcó el ADN de la Argentina. Un día, acá hay que decir un buen día, un gran día, los golpes de estado se terminaron. Los militares dejaron de gobernar. Fue en diciembre de 1983, hace 40 años. Afortunadamente nunca más volvieron a hacerlo ni podrían, si alguien tuviera la fantasía de recrear el pasado, porque el partido militar dejó de existir.
Lo que no significa que haya desaparecido también la posibilidad de que existan presidentes que, por distintos motivos, se vuelven débiles. ¿Y qué fue de ellos? Uno, Alfonsín, renunció antes de hora y adelantó la entrega del poder a quien había ganado las elecciones. Dos cayeron, el radical De la Rúa y el peronista Rodríguez Saá Y otro, Duhalde, zafó mediante un ardid de dudosa puntillosidad constitucional, se autoacortó el mandato.
Pero sucede que ahora mismo hay un presidente débil sometido a una paradoja nunca vista: nadie parece estar interesado en desalojarlo. El Presidente se esmera por desandar pacientemente los ocho meses y dos semanas que le quedan para terminar el mandato sin que haya opositores armando helicópteros de cartón, como los que en algún momento buscaban desestabilizar a Macri.
Las razones de esta rareza son múltiples. Están relacionadas con la experiencia histórica, la cercanía de las elecciones, la profundidad y extensión de la crisis y la sorda certeza de que se necesita un inmenso poder político para gobernar el país en estas condiciones. No se sabe si alguien lo conseguirá en octubre en las urnas y lo sostendrá más allá de los primeros cien días de gobierno, pero es seguro que fuera del camino de las urnas hoy nadie podría lograrlo.
Sin que haga falta mencionar que los golpes de estado tradicionales están extinguidos, el sillón de Fernández tampoco es apetecido en términos de sustitución por su lugarteniente, la vicepresidenta, muchos de cuyos antecesores fueron conspiradores (y algunos, ayudados por el destino, como Ramón Castillo, lograron quedarse, por lo menos un tiempo, con el poder).
Fernández se esmera por llegar entero al final, pero sabe que la cuestión no se reduce a arrancar cada mañana una hoja del almanaque. En Estados Unidos a un presidente que está cerca de dejar el cargo se le dice lame duck (pato rengo) porque no es capaz de seguirle el ritmo al resto de la bandada y corre el resigo de no llegar a la orilla. Como las reglas permiten una reelección consecutiva (en Estados Unidos desde 1947, en la Argentina desde 1994) Fernández considera que fingir continuidad lo ayudará a conservar el poder remanente por más tiempo. Por eso actúa como si fuera candidato a la reelección, aunque sólo en la intimidad él se autopercibe así. La insinuación de que irá por la reelección, ya que no es algo taxativo, constituye el posicionamiento más firme de Fernández en mucho tiempo, el más atrevido desafío al hostigamiento más erosionante que debe soportar, el de su vicepresidenta. Quien lo puso de presidente pero no lo quiere sacar, sólo lo quiere debilitar (más).
Sí, se trata de una situación original, sin antecedentes históricos. Lo que no parece del todo nuevo es que un presidente débil contribuya a debilitarse. La debilidad manifiesta de Fernández se renueva semana a semana con su concurso. Para amenguarla resolvió, curiosamente, librar una batalla, la destitución de la Corte Suprema, sin tener las municiones necesarias. Tramitaba este juicio político inconducente cuyo atractivo pasó a ser la fila de los testigos que se niegan a comparecer cuando desde la guerra contra la inflación (así la llamó él hace un año) lo interrumpieron con un 6,6 por ciento. Estalló entonces, Messi mediante, la guerra contra el narcotráfico y ahí nomás el Presidente se puso al frente y resolvió mandar militares, con la idea de engendrar heroicos ingenieros desarmados que vayan a la boca del lobo a construir obras y abrir calles. Entonces su ministro de Seguridad declaró en el Congreso que él en realidad se opuso a esa primera plana del día anterior, desacuerdo similar al del jefe de Gabinete.
¿Quién ejecuta las órdenes de un presidente cuyos ministros no están de acuerdo con lo que decide y siguen adelante como si nada?
El tema es llegar. Pero acá viene otra cuestión: ¿llegar al 10 de diciembre o al 12 de agosto? Porque a Macri la noche de las PASO, en 2019, se le fue la economía de las manos ante la comprobación de que perdería las presidenciales. Aun así, Macri logró terminar el mandato en hora, incluso convertirse en el primer presidente no peronista que lo logra desde Agustín P. Justo (1938).
Fernández ya los debe haber contado, entre las PASO y la entrega del poder hay 120 días. Pero esa es otra historia.
© La Nación
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