Por Pablo Mendelevich |
A Aníbal Fernández la oposición debería denunciarlo por plagio. Su lengua cortante puesta tantas veces en los últimos veinte años al servicio del descuartizamiento de antikirchneristas debutó el lunes con nuevo tablero de dardos: la mismísima familia Kirchner. Crujió el suelo, las placas tectónicas del peronismo se movieron anunciando inminentes réplicas, la grieta se llenó de lava incandescente.
Como lo había reconfirmado la trayectoria de Sergio Massa, antiguo kirchnerista devenido antikirchnerista que iba a barrer a los ñoquis de La Cámpora y a acabar con la corrupción, el peronismo permite ir y volver tantas veces como el usuario lo considere necesario. No hay esclavos de sus palabras. Vale la fe. El aquí y ahora. Después de que otro Fernández demostró que las excursiones a la vereda de enfrente ni siquiera son obstáculos para conseguir más tarde el puesto de presidente de la Nación, ¿qué falta probar sobre la inexistencia de lo irreversible?
Una verdadera verdad a medias entre las Veinte Verdades, se sabe, es la sexta: “Para un peronista no puede haber nada mejor que otro peronista”. En 1971 Perón le hizo un restyling, sustituyó peronista por argentino, ofrenda taxonómica que precedió a los años de plomo, el mayor baño de sangre de la historia contemporánea.
Orfebre del fraseo punzante, Aníbal Fernández se expresó esta semana sobre el Frente de Todos con mucha más contundencia y precisión que la que suelen exhibir Macri, Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich, Gerardo Morales, hasta Lilita Carrió. En el imaginario colectivo Máximo Kirchner, el único dirigente del mundo hijo de dos presidentes, no es un abnegado profesional de la política ni con sus bermudas de entrecasa y su verba todavía más deshilachada se esmera por parecerlo. Pero hasta ahora sólo las almas incisivas del universo opositor se preguntaban de qué trabajaba Máximo. Pregunta hostil, ni hace falta aclararlo.
No es la primera vez que Aníbal Fernández critica en público al príncipe kirchnerista, otrora responsable de atender la cotidianeidad de los negocios familiares que están bajo la lupa judicial. La novedad está en el asunto que eligió para zarandearlo, un clásico popular del repertorio anti K más mundano.
Si las rajaduras del Frente de Todos se siguen profundizando tal vez hasta pueda esperarse que nuevos cristinistas arrepentidos se sumen a la indignación de medio país por las obscenas mensualidades del sistema previsional que cobra la vicepresidenta. ¿Lo veremos pronto? La incipiente multiplicación de conversos, en caso de que los pronósticos de derrota electoral continúen, probablemente sea de una ferocidad proporcional al obsecuente fanatismo originario.
Hay un raro juego de espejos en la política. Máximo Kirchner es, a la sazón, el autor de la narrativa que acusaba a Macri de vago. Probablemente fuera su respuesta al comentario vulgar sobre el uso de su tiempo, aquel que lo encasillaba como un prócer de la PlayStation.
Cuando era diputado, Macri decía que lo aburrían las sesiones, pero el diputado Máximo no dice eso de sí mismo, deja que sus ausencias se interpreten como un fino, sutil mensaje político de disgusto. Sensación esta, la del disgusto, que también tienen derecho a sentir los electores que le pagan la dieta para que haga valer sus posturas en la casa del pueblo. Cristina Kirchner, que no es senadora sino presidenta del Senado, también falta seguido, pero esto Máximo no lo aprendió de la madre sino del padre.
Sobre once sesiones como diputado, Néstor Kirchner fue a una sola, una madrugada, para votar a favor del matrimonio gay. “Tengo unas ganas bárbaras de ir al Congreso a debatir y defender la política de estos años”, había dicho en la campaña de 2009 cuando le preguntaron si pensaba asumir su banca o era testimonial, como terminarían siéndolo las de sus compañeros de lista Daniel Scioli, Nacha Guevara y el ubicuo Massa. Kirchner, que fue diputado casi un año, nunca pidió la palabra.
El matrimonio dominante del siglo XXI, de individuos proverbialmente intensos, fue acusado de muchas cosas menos de perezoso, tema que sí aparece con el hijo, tal vez porque cuesta imaginar que sin su linaje el vástago se hubiera podido posicionar como uno de los protagonistas centrales de la política argentina.
“Yo no sé cuántas horas trabaja él ni qué es lo que hace, porque nunca lo supe”, expresó Aníbal Fernández el lunes cuando se puso a hablar de Máximo, en sintonía con lo que es posible escuchar desde hace años en cualquier encuentro suburbano de parroquianos no kirchneristas que a media mañana comentan la realidad. Sin embargo, el ministro de Seguridad mostró en la oración siguiente que no estaba apoltronado en una silla, sino que era el bioquímico del Movimiento puesto a controlar la dosis de peronismo en sangre. “Yo no he visto algo serio, algo que me muestre que él tenga una estatura política tan importante que pueda darle consejos al peronismo, no las reconozco, no las veo”.
Tarde piaste, se le podría decir al candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires vencido por María Eugenia Vidal. En San Vicente, a metros de los restos mortales de Perón, Máximo Kirchner asumió hace ya quince meses la presidencia del Partido Justicialista bonaerense. Todavía le quedan casi tres años de mandato. Su discurso de asunción consistió en un llamado a la unidad de todo el peronismo, enhorabuena, y en la promesa de “sacar al país adelante cueste lo que cueste”, idea sobre los costos ilimitados que cuando ganó experiencia corrigió.
Máximo Kirchner le asigna rango de gesta heroica a su renuncia a la presidencia del bloque oficialista acaecida el 31 de enero de 2022. La evoca en cada entrevista que le hacen. Vuelve una y otra vez a hablar de Martín Guzmán sin conseguir olvidarlo como hicieron, probablemente encandilados con la inflación de Massa, la mayoría de los peatones. Es que fue por no estar de acuerdo con la negociación con el FMI llevada a cabo por el entonces ministro de Economía que Máximo Kirchner renunció a la conducción del bloque. Pero siguió como diputado oficialista. Es decir, no se fue del bloque que después aprobaría la negociación con el Fondo. Eso lo aprendió de la madre: hay que irse ampulosamente, dar portazos, pararse del lado de enfrente, tirar piedras, pero renunciar de veras, nunca.
En aquel momento Juntos por el cambio le aportó más votos a la aprobación (111) que el Frente de todos (76). Máximo consiguió 28 votos negativos y 13 abstenciones. Gobierno raro: para tratar algo tan fundamental, política y económicamente, como el acuerdo con el FMI, que no se parece demasiado al divorcio, al matrimonio igualitario ni al aborto, dejó en libertad de conciencia a sus diputados. Se supone que la libertad de conciencia, ocasión en la que se admite quebrar la disciplina parlamentaria, es para asuntos religiosos o relacionados con las propias creencias.
¿O será que el FMI forma parte, no sólo de las acreencias sino también de las creencias?
Una creencia es, por ejemplo, la que aparece en el remate del comunicado que La Cámpora difundió el mismo lunes para denostar el retoque del acuerdo con el FMI que ahora negoció Massa. “Nunca les interesó la devolución del préstamo, sólo querían tomar el comando de la economía del país de la soja, el trigo, el maíz, el litio, de Vaca Muerta y las vacas vivas, el oro y las grandes reservas de agua”.
El oficialismo opositor permite que todos se expresen cuando tienen ganas de hacerlo.
© La Nación
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