Por Guillermo Piro |
Siempre me sorprendieron los que dicen amar la Historia de mi vida de Casanova. Es una predilección de Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, y de algún que otro prologuista, que no puede hacer otra cosa que afirmar que el mamotreto que se tiene entre manos es una obra maestra del siglo XVIII. En el caso de Bioy, no sé qué pretendía demostrar diciendo eso, pero sin duda es una prueba de que jamás la había leído (me refiero a leerla de cabo a rabo, no de picotearla, como hacen las palomas en la plaza). Historia de mi vida, de Casanova, es una obra ilegible, y hace falta una gran dosis de constancia y buena voluntad para no terminar abandonando la lectura al cabo de cincuenta páginas.
Tedioso, repetitivo, se extiende, como un proto-Saer, más que en la descripción pormenorizada de sus conquistas, en describir pormenorizadamente largas partidas de cartas. Casanova se vanagloriaba más de sus estafas que de sus conquistas. Que después de todo no fueron tantas: apenas un centenar en su corta vida sexual (murió a los 73, pero había abandonado las prácticas sexuales muchos años antes, cerca de los 40, luego de haber sufrido dos sífilis y de haber perdido todos los dientes a causa de los tratamientos con mercurio a los que se sometía para combatir la enfermedad). Como dice Félix de Azúa: cualquier muchacho que hoy día termina la universidad puede haber estado con cien chicas; en muchos casos con más. Y sin embargo Casanova pasó a la historia como un gran libertino. Años antes, claro está, de que asomara la figura de Sade, y dejara al libertinaje casanoviano reducido a una mera danza ritual, para seguir con la imagen de las palomas en la plaza.
Arthur Schnitzler tiene muchas obras maestras. Muchos prefieren Relato soñado, la novela en la que se basaron Stanley Kubrick y Frederic Raphael para escribir el guion de Ojos bien cerrados. Yo prefiero El regreso de Casanova, también editada como Casanova: último acto y La última aventura de Casanova, pero es siempre recomendable la primera, porque está traducida por Miguel Sáenz (no sé por qué los españoles tienen buenos traductores del alemán).
En la novela de Schnitzler, Casanova espera en la mansión de una vieja conocida, en el campo, que es como los venecianos llaman al resto del planeta que no es Venecia, la llegada de un sobre conteniendo la autorización escrita para regresar a su ciudad natal, de donde había escapado a los 31 años, una fuga majestuosa, imposible, del Palacio Ducal, la Alcatraz del siglo XVIII.
La novela transcurre cuando Casanova tiene 49 años, es decir es casi un anciano, y matiza la espera jugando a las cartas (amaba el juego: es el inventor de la lotería), e imposibilitado ya de seducir se dedica a observar e intervenir, gombrowiczianamente, en las seducciones ajenas. Conoce todos los síntomas y las tretas, todas las mentiras y los gestos; sabe descubrir y desentrañar todas las mentiras; en definitiva: no puede ser engañado. A lo sumo puede ser decepcionado, pero es difícil que no logre ver los disfraces con los que se atavía la mentira. Solo porque fue un gran mentiroso –en parte lo sigue siendo: de hecho es un sabio ejercicio de la mentira lo que le permitirá volver a entrar a Venecia en calidad de espía–.
Casanova conoce todos los vicios, pero no practica ninguno. Observa y se deleita, pero no actúa. Siente especial afecto por un joven militar que le recuerda a él mismo hace muchos años, un bello joven que recibe los favores de una muchacha con la que Casanova termina obsesionado. Y trama un plan para acostarse con ella en la oscuridad, haciéndose pasar por el joven militar. Pero para que la trama avance es menester que todo salga mal. Como en una obra de teatro de Darío Vittori.
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