Por Nicolás Lucca
Nuevamente me encuentro ante la interpelación de la desgracia. El juicio a las asesinas de Lucio vuelve a traer la miseria humana en su máxima expresión a la agenda del día a día. Y no me refiero solo a las asesinas, sino a todo un sistema que solo se deja ver cuando ocurre una aberración y, de pedo, llega a trascender mediáticamente.
A mí me pasa igual, no es una crítica. Es la aceptación de que conocer la realidad cotidiana puede llegar a reventar nuestra estabilidad emocional. Y por eso es que hay muchas cosas que preferimos, elegimos no saber, aunque sepamos igual.
Es igual que cuando recuerdo a la niña tucumana que lloraba por hambre hace más de dos décadas. ¿Creemos que ya no ocurre? Tenemos el doble de pobreza que cuando se hizo aquella nota y hoy 7 de cada 10 chicos no ingieren los alimentos necesarios a diario. Sí, 7 de cada 10. Es como si tomara una sala entera de Jardín de Infantes y solo tres chicos comieran. ¿Se entiende?
En la Argentina en la que las normas son solo un listado de sugerencias, existe un montón de leyes y normativas que son un poema de buenos deseos para que un niño se desarrolle con felicidad. Y como están escritas, alcanza y sobra para que demos por sentado que ya está, que está todo bien. Un nene nos ofrece un paquete de pañuelos a las diez de la mañana en un colectivo y está perfecto, porque tenemos una ley que dice que en realidad está sentado en un pupitre en la escuela.
En el año 2002 se inició en el Juzgado en que yo trabajaba una causa por homicidio. Según el parte policial, la víctima había llegado al Hospital llevada por su padre. El hombre dijo que el niño, de tres años, “se cayó mientras lo bañaba”. El niño quedó internado, inconsciente, momento en el que el padre aprovechó para “ir a buscarle ropa”. Se ordenó su captura pero ya había desaparecido de la faz de la Tierra.
La víctima falleció al día siguiente. Leer el resultado de la autopsia fue una auténtica pesadilla: contusiones, fracturas de costillas, el cerebro negro de tantos hematomas y una dilatación anal con una sola explicación.
La declaración de la madre de la víctima fue otra pesadilla. El padre no era el progenitor biológico, la madre afirmó desconocer cualquier circunstancia que implicara abuso sexual, pero con los golpes no había nada de malo, porque “quién no le pegó un chirlo a un nene alguna vez”.
Cuando el hombre fue capturado en Formosa, dejé de prestarle atención a la causa. Me hacía daño. Solo me enteré, tiempo después, de la condena a perpetua, que en la Argentina nunca es perpetua.
El drama ocurre cotidianamente y desde siempre. Ahora nos enteramos del caso de Renzo, otra criatura molida a golpes hasta la muerte, porque estamos en alerta por el caso Lucio.
Cada tanto, muy de vez en cuando un caso llega a los medios. Y ahí pedimos Justicia sin darnos cuenta que el problema es, fundamentalmente, político. Literalmente es político.
Las leyes las escriben políticos y las votan políticos. Siempre se ha dicho que no hay forma de prevenir un homicidio intempestivo, cuando un sujeto mata a otro sin aviso y sin que medie otro delito, como un robo. Y es verdad. Ahora, cuando un niño es asesinado, la inmensa mayoría de las veces podría haberse evitado.
En la Argentina existen, además de los buenos deseos de los derechos del niño y toda esa mitología a la que llamamos leyes, un sistema colapsado, vetusto y sin poder: los juzgados que atienden asuntos de familia. No pueden ordenar nada sin consecuencias por su incumplimiento. Pueden obligar a uno de los progenitores a que cumpla con el régimen de visitas o de tenencia compartida, pero no puede hacer absolutamente nada si deciden no cumplirlo porque pintó. De vez en cuándo algún caso llega al extremo en que se sancione penalmente al infractor, pero por algo es noticia cuando ocurre: porque es la excepción a la regla.
Los derechos del niño incluyen el contacto con sus seres queridos, sean los padres o los mismos abuelos. Ellos también pueden exigir un régimen de visitas para mantener el vínculo. Otro deseo de Navidad.
Y en el andamiaje legal de protección del niño figuran tantas cosas que debería darnos vergüenza que todo siga así como si nada. El trabajo infantil está prohibido. ¿Cuántos pibes que venden callejeramente te cruzaste solo esta semana?
No existe informe socio ambiental antes de un régimen de visitas. Nadie revisa cómo viven los progenitores si no hubo una queja de una de las partes. Y si le dan bola. También hay quejas por falta de presupuesto para tener más asistentes sociales. ¿Quién es el responsable del presupuesto, el kiosquero de la esquina o un político votado?
¿Sabían que en la Argentina es “reprimido con prisión de un mes a un año el padre o tercero que, ilegalmente, impidiere u obstruyere el contacto de menores de edad con sus padres no convivientes”? Apuesto a que no, dado que ni los abogados lo recuerdan.
Por si fuera poco, la ley dice que “si se tratare de un menor de diez años o de un discapacitado, la pena será de seis meses a tres años de prisión”. El fuero de familia no puede imponer penas porque para eso está, obviamente, el fuero penal, donde nunca, nunca, nunca pasa nada. Si es falta de presupuesto, de personal, de leyes más explícitas o de lo que fuera, la responsabilidad es política. Y sí: también mediática por no contar esas cosas mientras preferimos hacer concha el idioma y hablar de “infancias”. ¿Qué son “infancias”?
Por definición, la infancia es un período de la vida del ser humano que se termina cuando inicia la adolescencia o cuando te cagan la vida violando, enviándote a pedir limosna o fajándote como si fueras el culpable de todo. ¿Hay más de una infancia o el que pluralizó el término vive una regresión a los 50?
Infancias. Hay que ser cínico o idiota para preocuparse por la terminología en un país que consideró a los niños el principal causal del desastre sanitario durante la pandemia. “Los niños contagian”, “los niños no saben usar el barbijo”. Durante la cuarentena encanaron a chicos por jugar a la pelota. En la provincia de Córdoba se podía ingresar de a dos personas en un comercio, pero ninguna de ellas podía ser un niño. No miento, lo recuerdo.
Alejandro Schlaig se encontraba en la Plaza Independencia de Trelew, Chubut, con su hijo de dos años cuando fue detenido por la policía y trasladado a la Comisaría por violar la cuarentena. Lo golpearon a lo largo de cinco horas hasta que alguien se avivó de que el bebé había quedado en soledad en la plaza. Lo llevaron también a la comisaría. En San Juan se llevaron en cana a 14 chicos de 12 años que se habían juntado a celebrar el Día del Amigo.
En Santiago del Estero se cansaron de encanar a chicos que jugaban a la pelota en lugares públicos. Roxana Carabajal es testigo: terminó en cana ella también por intentar impedirlo. ¿Les recuerdo lo que hicieron con la niña Abigaíl?
Todo esto se dio en el marco en el que los chicos se quedaron sin escuela, el único universo al que deberían pertenecer. Y no podemos hacernos los bobos con esto, tampoco, que de los millones de padres que hay en la Argentina, solo un grupo minúsculo se organizó para visibilizar lo que todos veíamos: que no había clases. La escuela es el lugar en el que muchos se alimentan y donde se detectan la mayoría de los casos de violencia familiar y abusos sexuales. Sí, son los docentes los principales detectores y, curiosamente, en el país que dice que las infancias son lo más importante de los universos, no hay una ley que permita que sean los propios docentes quienes puedan denunciar. ¿Sabían que hay alumnos menores de 10 años con sífilis, clamidia y gonorrea en el sistema público de educación? ¿Quién se las transmitió?
Existió la posibilidad de modificar el asunto legal, pero los legisladores están más preocupados en la agenda judicial de una funcionaria sin responsabilidades ejecutivas. Es el mismo caso que en la violencia doméstica: sólo puede actuar la Justicia si la víctima y solo la víctima denuncia. Es tan fácil que alcanza con modificar un inciso del artículo 72 del Código Penal y permitir que cualquiera pueda denunciar que una persona fajó a otra. Lo pedí, lo propuse por la vía administrativa y hasta lo redacté. Todo al pedo. ¿Democracia? A donde vamos solo necesitamos Estado aunque no sepamos para qué.
Este año, de hecho, se cumple una década de la primera vez que hablé del tema. Lejos del autobombo, no sé si sabe usted, querido lector, del bolonqui que se armó en aquel entonces, cuando desde las páginas de Perfil dediqué varias notas a explicar cómo se aplicaba la censura previa a todo aquel que quisiera hablar de cómo funcionan los tribunales de Familia. Y otras notas para contar con nombre y apellido cómo legisladores y funcionarios de los dos frentes más importantes del país enviaban correos electrónicos a todos lados para impedir que se difunda algo tan básico y elemental como que hay niños privados del vínculo con alguno de sus parientes directos.
Diez años. Una década. Tres mil seiscientos cincuenta días en los que todos los legisladores que se solidarizaron con quien escribe estas líneas y prometieron hacer algo, no solo no hicieron nada, sino que ni lo recuerdan. Y yo puedo entender que no haya consenso o números para lograr el triunfo de una votación. Pero que ni propongan soluciones a todos estos dramas, aunque tenga por destino el naufragio, hace que seamos muchos los que nos sentimos cada vez más solitos.
Existe otro tema que es un verdadero horror a pesar de tratarse de un bellísimo deseo: la priorización biológica. No importa qué ejemplos den los padres juntos o por separado, siempre se priorizará “el vínculo familiar”. Es curioso porque quienes deseen adoptar deben llevar una vida de ricos asexuados y abstemios. ¿Saben lo complejo del proceso de adopción? ¿Saben que lo más común son las “guardas temporales” donde te dejan un crío por seis meses y se los “olvidan” tres, cuatro, diez años y te lo quitan porque era “solo una guarda y no una adopción”?
Si quieren les cuento lo que se ve en los juzgados penales: incesto con menores, violaciones a mansalva, palizas porque el nene no paraba de llorar, y un eterno listado que siempre, pero siempre termina en un “necesario informe preliminar” para ver si “la familia puede rectificar sus conductas”.
O sea: si querés adoptar, nunca será tuyo; pero si la criatura tiene la mitad de tus cromosomas, podés usarlo para traficar falopa que te lo devolverán. No es un chiste: lo ví.
Por eso me encanta que los abuelos de Lucio quieran ir a tribunales internacionales, más allá de la sentencia penal contra las asesinas del niño. Porque sí, por una vez hay que decirlo: el Estado y todas sus dependencias son corresponsables del abandono brutal de “las infancias”. Y si a alguien le arde lo dicho, que se sople así se le pasa.
No somos nosotros los responsables. Hay un tipo al que conozco demasiado bien al que vi presentar 26 denuncias de impedimento de contacto. Sí, veintiséis. ¿Saben cuántas veces lo llamaron de una fiscalía para ratificar lo dicho? Una sola. Y porque no lograban dar con el paradero de la madre y el niño. O sea: no tenían idea de dónde estaban.
No somos nosotros los que mantenemos vigente un sistema tan recalcitrantemente patriarcal en el que el hombre es un mero proveedor de alimentos que sale de la cueva a cazar mientras la mujer se queda a criar a los hijos. No somos nosotros los que mantenemos vigentes este sistema en el que, en un divorcio, por default hay una parte que tiene la tenencia y otra que pone la plata; o una parte que no tiene ningún problema en salir los fines de semana y rehacer su vida, y otra que tiene que lidiar con el día a día de los chicos. Todo depende de cómo quieran mirarlo o qué caso conozcan, pero de algo estoy seguro: ojalá no tengan que pasar por un juzgado de familia.
Para redondear: ¿Te importa Lucio o lo que representa Lucio? Porque no es lo mismo, eh. Lucio es la víctima de dos sociópatas.
Pero como él hay miles en la Argentina que dice que los únicos privilegiados son los ancianos hambreados y los niños olvidados.
Deseos que son leyes y a nadie importan porque ya está escrito.
© Relato del Presente
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