Cuadro que representa la batalla de Salta |
Por Adrián Pignatelli
Desde el mirador de la finca de Castañares es difícil imaginarse hoy cómo fue la batalla de Salta. Por entonces, esa hacienda estaba a una legua al norte de la ciudad y ahora quedó encerrada en el barrio 20 de Febrero. A sus espaldas se levanta imponente la Quebrada de Chachapoya, que Manuel Belgrano usó para sorprender al enemigo, y al frente, edificios, casas, la autopista y los árboles que ocultan el escenario donde 210 atrás tuvo lugar la batalla de Salta.
Belgrano encaró la campaña con nuevos bríos luego del triunfo en Tucumán. Con la ayuda de Buenos Aires, inició lo que se llamó la segunda campaña al Alto Perú, en un momento impensable para el enemigo: las fuertes lluvias de verano que hacían desbordar los ríos y transformaban los caminos en intransitables. El avance de un ejército en esas condiciones era casi imposible.
Sin embargo, el abogado devenido en general tenía otros planes. Marchó hacia Salta y en el trayecto, el 13 de febrero a orillas del río Pasaje, sus soldados juraron fidelidad a la bandera. Desde entonces el curso de agua pasó a llamarse Juramento.
El general Pío Tristán se sorprendió al enterarse del avance patriota. Ordenó concentrar sus fuerzas en el Portezuelo, la única entrada lógica a la ciudad, por el sudeste.
Ambos eran viejos conocidos. Con Tristán, un peruano de 39 años, habían sido compañeros de estudio en Salamanca. Los recuerdos recientes no eran de los mejores: en septiembre del año anterior había sido derrotado por Belgrano en la batalla de Tucumán.
Belgrano sabía que si forzaba su entrada por el Portezuelo iba a una derrota segura. La solución la trajo Apolinario “Chocolate” Saravia, hijo de Pedro Saravia, dueño de la hacienda de Castañares. Sabía de un paso conocido por pocos por la quebrada de Chachapoya por donde podría pasar el ejército y así cortar la retirada a los españoles e invertir el frente de batalla.
Belgrano aceptó. En medio de una fuerte lluvia, sus fuerzas pasaron por la quebrada, entre peligrosos barrancos y sendas mínimas, sorteando un escabroso laberinto de vegetación. Debieron rellenar parte del trayecto para poder mover las 12 piezas de artillería y las cincuenta carretas.
El 19 de febrero por la mañana estaba en la hacienda de Castañares. Se sentía enfermo. Sufría de fuertes dolores estomacales y tenía fiebre alta. Tenía preparado un carruaje por si el día de la batalla no pudiese montar.
En una de las habitaciones que le facilitaron, planeó cómo pelearle a los realistas. Le sirvieron los datos brindados por Chocolate Saravia quien, vestido de paisano, transportó leña a la ciudad y pasó frente a los españoles. Al regreso le detalló la disposición del enemigo.
Mientras tanto, Pío Tristán planificó la batalla en la ciudad de Salta, en la casa que actualmente es el Museo Casa de Hernández. Cuando se enteró de los movimientos de los patriotas, exclamó “sólo que fueran pájaros”. Debió redistribuir sus fuerzas y colocarlas en el campo de La Tablada, al norte de la ciudad, con su derecha recostada sobre el Cerro San Bernardo.
Con un marco de una lluvia copiosa, Belgrano hizo la presentación de la bandera por él creada, que llevaba su ayudante Mariano Benítez. Por primera vez flamearía en el campo de batalla.
El sábado 20 amaneció con sol, y al mediodía comenzó el intercambio de fuego de artillería.
Al comienzo de las hostilidades Eustoquio Díaz Vélez, al mando del ala derecha, fue herido de bala en el muslo izquierdo y debió ser reemplazado por el teniente coronel Manuel Dorrego. Junto a Cornelio Zelaya se trenzaron en un violento combate con la caballería realista, que los obligó a retroceder.
Pero el avance de la caballería enemiga fue frenado por el fuego del cuerpo de Pardos y Morenos.
Belgrano le ordenó a Dorrego llevarse por delante al enemigo, pero sin cruzarse con el fuego de la artillería patriota, quien lo apoyó en un arrollador avance que hizo desbandar el ala izquierda española. Totalmente en caos, huyeron hacia la ciudad, perseguidos por los cuerpos de Dragones y Decididos de Salta.
En el mismo tiempo, fracasó un avance sobre tiradores españoles que estaban sobre la falda del cerro San Bernardo mientras Pío Tristán intentaba, sin suerte, ocupar el vacío que habían dejado sus soldados que habían huido.
El centro realista quedó rodeado y tenía poca capacidad de maniobra por un profundo zanjón. Recibieron violentas cargas de Dorrego, de Forest y de Superí. También huyeron a la ciudad, abandonando la artillería.
El último foco de resistencia estaba en la falda del San Bernardo. Si bien estaban en una fuerte posición, decidieron retirarse cuando comprobaron que el resto de las fuerzas ya lo habían hecho.
Los españoles irrumpieron en la ciudad, escondiéndose en casas particulares y en iglesias, y los soldados no hacían caso a las órdenes dadas por sus superiores.
Los patriotas llegaron a una cuadra de la plaza principal, mientras que en el campo de batalla habían atado a un palo el poncho celeste y blanco de Superí y lo agitaban, en señal de victoria.
El combate había durado cerca de tres horas.
Mientras las campanas de La Merced anunciaban la victoria, el coronel enemigo Felipe de La Hera fue el encargado de pactar las condiciones de rendición. Belgrano sorprendió con su decisión: decidió dejar en libertad a 2776 prisioneros. Les ofreció pasarse de bando y a los que se negasen, deberían jurar no volver a tomar las armas contra las armas de la Revolución. Quiso diferenciarse de los realistas en el trato al enemigo, a fin de ser bien recibido en el Alto Perú.
“Siempre se divierten los que están lejos de las balas y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infieles heridos; también son esos los más a propósito para criticar las determinaciones de los jefes”, escribió a Chiclana por las críticas que recibió por semejante decisión.
En la misma línea, rechazó la espada que le entregó Tristán y lo abrazó delante de todos. Ordenó abrir una fosa común en el campo de batalla, donde fueron enterrados los muertos de ambos bandos. El lugar quedó señalizado por una cruz de madera, que con los años se conservó como reliquia. Hizo colocar la leyenda “Vencedores y vencidos en Salta en 20 de febrero de 1813″.
Esa vieja cruz fue reemplazada varias veces hasta que se decidió construir un monumento, inaugurado en 1913.
El 21 los españoles, luego de entregar el armamento, los cañones y el parque, abandonaron la ciudad. Muchos de ellos volverían a tomar las armas, ya que un obispo español no tardó en liberarlos de ese juramento.
Cuando la noticia llegó a Buenos Aires, todo fue fiesta. Salvas de artillería, repiques de campanas, la ciudad estuvo iluminada tres noches seguidas y sin importar el primer día de cuaresma, se organizó un baile en plena plaza Mayor.
Por sus resonantes victorias, el gobierno premió a Belgrano con 40 mil pesos, algo así como ocho kilos de oro. Dividió esa fortuna en cuatro para la construcción de cuatro escuelas a construirse en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Tan entusiasmado estaba Belgrano que el 25 de mayo de 1813 elaboró un reglamento para dichas escuelas, en donde no dejó ningún detalle al azar. Equiparaba al docente al nivel de Padre de la Patria.
No llegaría a verlas. La de Tarija se construiría en 1974, la de Tucumán, en 1998 y la de Jujuy, en 2004, mientras que la de Santiago del Estero se habría levantado con fondos provinciales.
Un final bien argentino.
Fuentes: Pablo Camogli - Batallas por la libertad; Museo Histórico Casona de Castañares; Juan Manuel Beruto - Memorias curiosas; colección revista Caras y Caretas; Reglamento para el establecimiento de las cuatro escuelas de Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero - Jujuy, 25 de mayo de 1813.
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