Por Guillermo Piro |
¿Cómo pretender incidir de algún modo en la realidad si no se sabe con qué medios? Una pretensión semejante requiere de valor, osadía y sobre todo de cierta dosis de irracionalidad (disfrazada, como corresponde, de racionalidad). Se trata de paradigmas a los que convencionalmente se les atribuye una eficacia científica, pero que en definitiva no son otra cosa que suposiciones teñidas de prejuicios que son tomadas por verdades. Así se avanza en varios campos del quehacer humano, como el marketing, el diseño gráfico, la publicidad e incluso el cine, que pretende saber con exactitud cómo reaccionará el público ante determinado estímulo.
Es cierto que Hitchcock les hizo creer a todos que algo así era posible, porque efectivamente él podía hacer esas previsiones, pero desde 1980 resulta difícil encontrar otro ejemplo que encarne esas dotes. Y sin embargo todo sigue funcionando como si se supiera lo que el público entenderá y cómo reaccionará en cierto momento.
Es la ley del “como si”. Se piensa “como si” se supiera algo, se hacen cálculos “como si” las cuentas fueran confiables y se toman ciertas decisiones “como si” el resultado fuese efectivo. Y se avanza “como si” se supiera a dónde se va. Pero no, nadie sabe nada.
En ese campo de acción entran los cambios de títulos de las películas. No me refiero a los cambios debidos a errores de traducción (Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, es el campeón de los errores, pero hay miles de ejemplos más), sino a los cambios premeditados que apuntan a lograr el éxito rotundo de una película condenada al fracaso. Recuerdo ahora el caso de Eugene O’Neill, quien aceptó que un amigo suyo, centroamericano, tradujera su obra Mourning becomes Electra (A Electra le sienta el luto). El traductor buscó en el diccionario la palabra morning (debía haber buscado mourning) y encontró como traducción “mañana”. Luego buscó become, y encontró “llegar”. Por consiguiente el título obtenido fue Mañana llega Electra. Lo sorprendente es que con ese título la obra tuvo un éxito inusitado, más que en el resto del mundo, donde el título no había sido traducido o había sido traducido correctamente.
Hay veces en que un cambio de título, como se ha visto, puede ser beneficioso. El editor francés que decidió cambiar el título original de la novela de Andrea De Carlo Treno di panna (Tren de crema) por Chantilly-Express tuvo sin duda una intuición maravillosa: mejoró un título horrible. Aquel editor italiano que al libro de Jana Cerná Clarissa a jiné texty (Clarisa y otros textos) decidió ponerle In culo oggi no (Por el culo hoy no) también acertó: convirtió en best seller un libro malo, que con el título original pocos hubiesen comprado.
Hace poco yo mismo propuse a un sello el cambio de título de un libro que estaba traduciendo. El libro, de Giorgio Manganelli, se llamaba Ti ucciderò, mia capitale (Te mataré, mi capital), un título indudablemente feo, incluso en italiano, perteneciente a uno de los cuentos compilados, y yo propuse recurrir a otro cuento, llamado Un libro, con la ilusión de que ello provocara alguna que otra escena jocosa en las librerías (—¿Tiene Un libro de Manganelli? —Sí. —¿Me lo muestra por favor? —¿Pero qué libro quiere usted? —¡Un libro!, etcétera, etcétera).
Y sin embargo a veces los editores suelen tomar determinaciones incongruentes e inexplicables, como por ejemplo tomar un título de Jonas Mekas tan bello como A Dance with Fred Astaire (Un baile con Fred Astaire, o si se quiere, Bailando con Fred Astaire) y convertirlo en Destellos de belleza, es decir, usando una analogía que la semana pasada utilizó un columnista de este mismo suplemento, tomar un título de Jonas Mekas y convertirlo en uno de Santiago Kovadloff.
A veces es mejor dejar las cosas como están, o dicho de otro modo: si funciona, no lo toques.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario