lunes, 30 de enero de 2023

Menudencias éticas

No todo el mundo tiene inclinación para delinquir, pero 
la impunidad es invitación para quien sí la tiene

 (Foto/Nathan O'Nions)

Por David Toscana

Es bien conocido que parte de la educación de los jóvenes en la antigua Esparta era empujarlos a robar, pues el aprendizaje de tal malicia podría ser útil durante tiempos de guerra. Jenofonte nos cuenta que les limitaban los alimentos y que Licurgo “les daba libertad para robar algunas cosas que les aliviara el hambre”. Luego se pregunta: “¿Por qué, entonces, imponía muchos azotes al que atrapaban?” Y él mismo responde: “Por robar mal”.

En cuanto a “robar bien”, Platón cuenta en su República cierta historia sobre un pastor llamado Giges, que encuentra un anillo mágico. Girando el anillo para que el engaste quede por dentro de la mano, puede volverse invisible. Al darle otro medio giro, recupera su estado normal. Pronto sacó ventaja, fue a la residencia del rey y “una vez allí sedujo a la reina, y con ayuda de ella mató al rey y se apoderó del gobierno”. Platón no nos cuenta cómo hace un hombre invisible para seducir a la reina; aquí que cada quién use su imaginación. Tampoco es muy creíble que a un pastor le baste matar al rey para hacerse rey; aunque sabemos que a los monarcas les gusta ser como pastores con pueblos de ovejitas.

Aquí lo que interesa a Platón es lo siguiente: si hubiese dos anillos iguales, y uno se le da a un hombre justo y el otro a uno injusto, ¿se aprovecharían ambos del mismo modo deshonesto de su invisibilidad? Pues cualquiera de ellos “podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera”. No sé si las mujeres se porten tan dóciles con los amantes invisibles.

En mi infancia veía las caricaturas de Los 4 Fantásticos. La Mujer Invisible era justiciera, no robaba jamones en los mercados ni se metía en la cama de cuanto galán se le antojase; y en todo caso a cualquier hombre le resultaba más sensual visible que invisible.

Como es de esperarse, el dictamen platónico sobre la invisibilidad no es muy optimista: “En esto el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo camino”. O sea que todos somos unos pillos pero nos contenemos por el temor a que nos sorprendan.

Ciertamente no todo el mundo tiene inclinación para delinquir, pero la impunidad es invitación para quien sí la tiene.

Los deportes no son un espacio de ética blindada. En vez del anillo de Giges, podríamos preguntar ¿qué ocurriría en un partido de futbol si no hubiese árbitro ni abanderados? A puñetazos se resolvería un gol en dudoso fuera de lugar. Además ciertos comportamientos desleales pasan a ser aplaudidos por el pequeño espartano que llevamos dentro: la mano de Maradona, el cabezazo de Zidane, las mordeduras de Luis Suárez o los balones que arrojaba Nacho Trelles.

En el terreno de la religión, hay quien ve un defecto ético en la posibilidad que da el catolicismo para saldar las cuentas al final de la vida. La extremaunción hacía que muchos no le temieran a la muerte, sino a que ésta llegara tan escondida que no se le sintiera venir. Por fortuna las leyes humanas solicitan algo más que el arrepentimiento para otorgar el perdón.

Sin embargo, aún en asuntos divinos se podía llegar a un acuerdo con la conciencia. Blaise Pascal propuso una apuesta para marcar el beneficio de creer en dios. Si crees que Dios existe, y en realidad no existe, no pierdes mucho, salvo haberte reprimido en esta breve vida; pero si crees que no existe, y en verdad sí existe, entonces te espera una eternidad de fuego. Creer es como comprar un seguro. Una vieja campaña de cierta aseguradora decía: “Más vale tenerlo y no necesitarlo, que necesitarlo y no tenerlo”. En la misma empresa, Pascal diría: “Más vale creer y que no exista, a que exista y no creer”. Los teólogos suponen que a Dios no le gustaría esta fe de conveniencia.

Cuando estaba en la preparatoria, me puse a vender enciclopedias de Grolier de casa en casa. Las ventas se hacían a crédito, y me indicaron que no podía venderle a los abogados que se dedicaran a litigar. Ingenuamente pregunté por qué. La respuesta que me dieron fue práctica y no platónica, pero tiempo después habría de responderme el propio Platón, pues plantea la idea de quien conoce mejor las leyes es el más hábil para violarlas.

Espinoso es el asunto que mezcla conciencia, ética, honestidad, conveniencia, deseo, ambición y otras pasiones humanas.

Montaigne escribe: “Unos ladrones te han capturado, te han devuelto la libertad tras hacerte jurar que pagarás cierta suma. Es un error decir que un hombre de bien quedará dispensado de su palabra, sin pagar, cuando deje de estar en sus manos”. En cambio Cicerón dice: “Si no entregas a los bandidos el rescate pactado por tu vida, no hay engaño”, pues el plagiario “es enemigo público de todos” y con él “no deben mediar ni la palabra ni el juramento”. Y cita el Hipólito de Eurípides: “Mi lengua ha jurado, pero no mi corazón” o, como decíamos de niños: “Puse zafos”.

Julio César no se anduvo con menudencias éticas. Se hizo amigo de los piratas que lo habían secuestrado y, cuando recuperó su libertad, los crucificó a todos.

No diré cuál de estas tres posturas me gusta más, pero sí digo que la que menos me gusta es la de Montaigne.

© Letras Libres

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