Horacio Pietragalla, durante la presentación que hizo en la ONU.
Por Héctor M. Guyot
Una cosa es desplegar el simulacro en la propia casa y otra muy distinta es exportarlo. La Argentina del kirchnerismo vive en un Truman Show permanente alentado por actores instalados en el territorio de la ficción. En ese escenario, a muchos nos ha tocado ser involuntarias figuras de reparto a las que el cartón pintado de una utilería berreta no alcanzaba a engañar. Fuimos, durante años, parias de la felicidad nac&pop. Justo ahora, cuando la escenografía se resquebraja y el guion vira al grotesco, al kirchnerismo se le ocurre salir de gira.
Ocurre que aquí el público va mermando y no hay con qué sostener la puesta en el preciso momento en que el elenco a pleno ensaya las piruetas más exigentes para salvar a la diva. Como sea, la obra no convence a los de afuera. No previeron que, a ojos extranjeros, la realidad sigue siendo lo que es. En escenarios más amplios, como la ONU y la Celac, el simulacro no prende. Fueron por aplausos, pero tras el papelón recibieron duras críticas.Un error de cálculo: le pidieron demasiado a un público no preparado. El secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, viajó a Ginebra para convencer a las Naciones Unidas de que Cristina Kirchner es víctima de una persecución por parte de la Justicia justo cuando el kirchnerismo monta aquí la farsa de un juicio político a los miembros de la Corte Suprema. Es mucho. Los juicios por corrupción a la vicepresidenta “violan las garantías fundamentales del Estado de Derecho”, esgrimió Pietragalla, mientras sus compañeros de la Cámara de Diputados fogonean un golpe institucional para acabar con la división de poderes. Es la apelación clásica al efecto espejo: adjudico al otro el pecado que cometo. Fuera de las fronteras del país, donde la ley de gravedad sigue vigente y no hay relato para apuntalar los trucos, eso no funciona. El secretario fue a Ginebra a meter un gol y volvió con la canasta llena: la ONU le pidió a la Argentina que “asegure la plena vigencia del Poder Judicial y la independencia de los jueces”, en tanto la delegación alemana habló de “presiones e intimidaciones” y criticó la “injerencia política sobre el sistema judicial”. No le bastaron al kirchnerismo las condenas previas en este sentido de Human Rights Watch y los Estados Unidos.
Igual de desorientado se lo vio a Alberto Fernández durante la reunión de la Celac. En este caso, la audiencia extranjera viajó al país del Truman Show. Sin embargo, eso no alcanzó para que todos los invitados entraran en el juego del engaño, donde, a golpe de discurso, lo negro de pronto es blanco y las autocracias más retrógradas –incluso las dictaduras– pasan por democracias ejemplares en riesgo, asediadas por los demonios de “la derecha recalcitrante y fascista”. Lo dijo nuestro presidente, que no por nada confundió, al dar por abierto el encuentro, a la Celac con la Cumbre de las Américas.
Siempre hay alguien que pincha el globo. Literal. El presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, fue directo. Mucho blablá sobre el respeto a la democracia, las instituciones y los derechos humanos, señaló, pero hay países aquí que no respetan ninguna de estas tres cosas. La referencia a Cuba, Venezuela y Nicaragua fue inequívoca. No sabemos si estaba pensando en algún otro país. “Parece Disneylandia”, dijo después, cuando le preguntaron sobre la condición de “hermano menor” que Sergio Massa le adjudicó a Uruguay. Más que a los dichos del ministro de Economía, sospecho que Lacalle Pou se refería al escenario que encontró en el país anfitrión. Y sí, el kirchnerismo quiere exportar “Disneylandia” al mundo y así le va.
Gabriel Boric, el presidente de Chile, también rompió el clima de “club de amigos ideológicos” (Lacalle dixit) que quiso imprimirle Fernández a la Celac. Le exigió a la Nicaragua del dictador Daniel Ortega que liberara a los presos políticos. Y lo hizo desde la izquierda, o acaso desde una centroizquierda que respeta los presupuestos y valores de la democracia republicana que garantizan el diálogo y la alternancia, ubicados en un centro del espectro ideológico en el que han de coincidir todas las expresiones políticas, si lo que se quiere es preservar la salud del sistema.
Pietragalla y Fernández no fueron los únicos desorientados de la semana. Cristina Kirchner, en su desesperado intento de darle alguna consistencia a su denuncia de lawfare, no encontró el camino para llegar a la foto con Lula. Y el gesto de involuntaria soberbia de Massa, agrandado ante Uruguay, también refleja desubicación. Más grave que ese exabrupto, sin embargo, es su aval silencioso al juicio político a los miembros de la Corte, que se traduce en los votos de sus diputados para llevar la farsa al recinto de la Cámara. Obligado por el pacto de origen, parece dispuesto a provocar el daño para no perder el favor de su socia y una posible candidatura. Con inteligencia, la oposición se propone citarlo como testigo en la comisión. En un alarde de pragmatismo, tendrá que defender lo indefendible. Nada nuevo. Sería el aporte de un racional, como muchos insisten en verlo, a la Disneylandia del kirchnerismo.
© La Nación
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