Por Arturo Pérez-Reverte |
En realidad la Guerra de los Cien Años duró ciento dieciséis (de 1337 a 1453, que ya es tener guerra); pero dicho así queda más bonito, y con ese nombre se conoce un largo conflicto bélico, aliviado por algunos períodos de tregua, que hubo entre Inglaterra y Francia; y en el que, por cierto, España participó de refilón. También se vio interrumpido por una epidemia, la Peste Negra, que dejó a Europa tiritando (la película El séptimo sello de Ingmar Bergman, el caballero que juega al ajedrez con la Muerte, tiene mucho que ver con eso).
En cuanto a las causas del conflicto, fueron tan variadas y complejas que dejo su explicación a los historiadores serios, que también tienen que ganarse el jornal. Aquí lo resumiré en corto: los reyes de Francia y de Inglaterra necesitaban dinero (lo que suele ser causa de casi todas las escabechinas que en el mundo han sido). Y como la presión fiscal sobre los súbditos no era suficiente, querían ampliar territorios para obtener más pasta. Tres regiones europeas eran peritas en dulce para unos y otros: Flandes (tejidos y paños), la Guyena (vinos y riqueza agrícola) y Bretaña (que ahora no recuerdo lo que tenía). Y ahí se fueron liando, primero con empujoncitos de vecinos y luego a sartenazo limpio. La casa reinante en Inglaterra era la de los Plantagenet; pero en la francesa, que hasta entonces había sido la de los Capetos, hubo cambios notables. Uno de los últimos de esa familia, Felipe IV alias el Hermoso (por lo visto era un guaperas), había liquidado la orden del Temple, quemando en la hoguera al gran maestre Jacques de Molay. Y el templario, que tenía mal perder, mientras se convertía en churrasco de barbacoa maldijo al rey y a su pastelera madre, profetizando la extinción de la dinastía. El rey se partió de risa al oírlo, o eso cuentan; pero, fuese visión de futuro o simple chiripa, el franchute murió aquel mismo año (1328), no dejó varones para heredar (eran otros tiempos) y entre pitos y flautas la dinastía Capeto se extinguió con él, subiendo al trono la casa de Valois. La Guerra de los Cien Años, que como dije se calentaba de antiguo, puede clasificarse en tres o cuatro grandes períodos. El primero, de superioridad claramente inglesa, lo empezó el rey Eduardo III al reclamar derechos frente a la corona de Francia. Tenía un hijo que era un figura, el legendario Príncipe Negro, y éste y los arqueros galeses dieron las suyas y las del pulpo a la crema de la nobleza francesa, con su orgullosa caballería, a la que hicieron picadillo en lata en las batallas de Crézy y Poitiers, lugar este último donde cayó prisionero el rey Juan II de la Frans. Y, por si fuera poco, una revuelta campesina (la Grande Jacquerie, la llamaron) complicó mucho la retaguardia gabacha. Todo eso acabó por dar a Inglaterra amplias extensiones territoriales en suelo francés; y de ese modo unos y otros entraron en la segunda etapa de la guerra. Ésta, por cierto, incluyó la intervención de Francia e Inglaterra en una contienda civil, muy española ella, que tuvo lugar en Castilla entre Pedro I el Cruel y su hermano Enrique de Trastámara (eso dio pie a la batalla naval de la Rochela, 1372, cuando las naves castellanas hicieron astillas a la escuadra inglesa, episodio que los historiadores británicos procuran soslayar con mucho cuidado). En esa segunda fase bélica la cosa anduvo más equilibrada, con ataques y contraataques que, al terminar por agotamiento y tras la muerte de Eduardo III y del Príncipe Negro (el equivalente francés de éste era otro famoso guerrero llamado Beltrán Duguesclin), dejaron a los ingleses con sus posesiones en suelo francés reducidas a la ciudad de Calais y a una pequeña porción de la Guyena situada entre Bayona y Burdeos. Siguió una tregua que se fue al carajo más o menos hacia 1396, debido al apoyo de Francia al reino de Escocia (que se resistía como gato panza arriba a ser anexionado por Inglaterra) y a las intrigas inglesas en Flandes (que se resistía a quedar bajo la influencia de Francia). Esta tercera etapa es la más teatral, pues a Shakespeare le daría cuartel, dos siglos después, para algunas de sus mejores tragedias. Tras luchar contra escoceses, galeses e irlandeses, Enrique V, el nuevo rey de los pelos de zanahoria, desembarcó en Normandía (inaugurando esa costumbre) con un ejército más bien modesto que, aliado con el duque de Borgoña, que no tragaba al rey francés, hizo pedazos al ejército enemigo en la batalla de Agincourt. Luego tomó Caen pasando a cuchillo a todos los hombres sin que le temblara el pulso, y mediante el tratado de Troyes (1420) y un matrimonio con Catalina de Valois (hija del rey Carlos VI, que ya estaba para los tigres) lo dejó todo a punto de caramelo para que su hijo, si lo tenía, fuese rey simultáneo de Francia e Inglaterra. Jugada magistral, si hubiera salido bien. Pero no le salió.
[Continuará]
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