Por Arturo Pérez-Reverte |
Siempre que podía, viajaba de noche. Me refiero a hace muchos años, cuarenta o más. Y a viajar en moto, o automóvil. Las carreteras no eran tan buenas como ahora, los viajes eran más lentos y cuando tenías uno o varios camiones delante y muchas curvas, podía ser horroroso. Por eso prefería salir de Madrid hacia la medianoche para llegar a mi destino al amanecer. Me gustaba la carretera desierta, la cinta negra de asfalto con las marcas centrales iluminadas por los faros, la cabeza despejada para pensar.
Cuando dejé la moto y me pasé al automóvil, escuchaba música de la que contaba historias –canciones de Juanita Reina, Carlos Gardel, Los Chunguitos– en la soledad de la noche, manteniendo a raya el sueño con los cafés solos dobles que tomaba en las ventas de carretera, en mostradores con llaveros, navajas de Albacete, cassettes del Fary y de Bambino, habitados a esas horas sólo por algún camionero insomne o una pareja de la Guardia Civil.
Anduve así muchos años, antes de que se doblaran las carreteras en tramos de opuesta dirección, se multiplicaran las autopistas, y los trayectos en automóvil, al poder hacerse con más comodidad y en menos tiempo, cambiasen la forma de viajar. Pueblos y ventas de carretera por donde antaño solía pasar quedaron fuera de las rutas principales, o desaparecieron, sustituidos a menudo por esos espacios sin vida y sin alma adosados a gasolineras que, al menos en mi caso, invitan poco a detenerse. De aquella lejana época viajera conservo nostalgias y recuerdos agradables. También anécdotas divertidas, como la del biberón de mi hija Carlota.
Viajaba con la cría, que tenía seis meses, y con su madre, de Madrid a Cartagena. Le habíamos hecho, como acostumbrábamos, un nido con cojines y colchones en la trasera del automóvil, para que durmiera bien protegida. Y a eso de las dos o tres de la madrugada, en mitad de La Mancha, la enana se despertó llorando, pues reclamaba su biberón. Llevábamos uno preparado, en previsión de calentarlo en alguna venta, pero esa noche todas estaban cerradas. Ni un lugar abierto, ni una luz. Nada de nada. La cría reclamaba a pleno pulmón sus derechos, mas no había manera. Y entonces vi, a un lado de la carretera, unas luces rojas, verdes y azules y un cartel luminoso. Club Paraíso, ponía. Mi mujer, que me vio la intención, dijo: «Ni se te ocurra». Pero yo ya estaba aparcando en la puerta.
Y ahora háganme el favor de imaginar la escena. Era un club de los de antes, con luz violeta y mujeres –españolas todas, eran otros tiempos– más bien maduras y con aire fatigado, vestidas de largo en plan elegante. Una barra con un camarero que parecía un salteador de caminos de tiempos de Curro Jiménez, un cliente aburrido conversando con él y con una de las damas, y media docena de presuntas animadoras de una noche escasamente animada. Y ahí entramos, yo de explorador, y detrás la madre con la cría en brazos, envuelta en una manta. «Buenas noches –saludé–. ¿Podrían calentarle el biberón a mi hija?».
Se volcaron. Las mujeres rodearon solícitas a la criatura y a la madre, acomodándolas en un sofá tapizado de rojo, bajo un infame cuadro erótico –una Venus que habría causado un derrame cerebral a Velázquez–. Se movilizaron para atendernos, y hasta el cliente y el camarero patibulario pusieron de su parte. Mientras éste calentaba el biberón al baño María, ellas le hacían monerías a Carlota, se la pasaban unas a otras con cuidado y la mecían para que dejara de llorar. Una abrió el bolso y nos enseñó fotografías de su hija y su nieta. Y cuando nos devolvieron el biberón ya templado, mirando a la cría zampárselo con verdadera ansia, otra quiso tranquilizarnos. «No se preocupen –dijo–, que aquí está todo muy limpio».
Cuando mi hija despachó el biberón nos despedimos para seguir viaje, y nos acompañaron a la puerta. Yo le había dado al camarero un billete de quinientas pesetas, agradeciéndole el servicio; pero la que nos había mostrado las fotos se lo quitó de las manos y me lo devolvió. «Faltaría más –zanjó, rotunda–. Todas tenemos hijos o familia». Y ya en la puerta, cuando nos dirigíamos al coche, añadió: «Que la críen ustedes con salud».
Y así fue. Carlota tiene hoy 38 años, se crió con salud, y cuando le cuento aquella historia, sonríe. Y cada vez que paso en coche cerca del lugar donde estuvo el puticlub –un solar ahora en ruinas, invadido por las zarzas y con la valla rota–, también yo sonrío recordando aquella extraña noche. Y en cada ocasión pienso lo mismo: estén donde estén, si es que todavía están, gracias, señoras.
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