Por Guillermo Piro |
Hace una veintena de años Adriano Sofri, el exlíder de la organización de extrema izquierda Lotta Continua, condenado a veintidós años de prisión por haber sido uno de los mandantes del homicidio del comisario Luigi Calabresi, ocurrido en 1972, ingresaba a la cárcel de Pisa llevando bajo el brazo las obras completas de Stendhal. Tenía mucho tiempo por delante que pensaba ocupar en leer y escribir, y la lectura siempre relegada, por un motivo u otro, de las obras de Henri Beyle, había encontrado su momento.
Recuerdo que ante la perspectiva dse acabar alguna vez en la cárcel comencé a lamentarme de haber leído muchos libros más que apropiados para la ocasión: Los siete pilares de la sabiduría de T.E. Lawrence, Muerte a crédito de Céline, un par de novelas bien largas de John Irving, Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy de Laurence Sterne, El Quijote de Cervantes, Los novios de Alessandro Manzoni, El viaje subterráneo de Niels Klim de Lidvig Holberg... La lista sería muy larga, pero siempre estaría integrada por libros extensísimos, de esos demasiado pesados para sacarlos a pasear bajo el brazo, pero prometedores, bien traducidos, en los casos necesarios, y sobre todo repletos de “entonces”, “luego”, “al mismo tiempo” y “mientras tanto”, que son las palabras prometedoras de acción, que seguramente es lo que se necesita cuando se está inactivo.
Me queda uno, sin embargo, que me reservo con cuidado y resignación: En busca del tiempo perdido de Proust. En cierto momento emprendí la lectura del primer tomo, traducido por Pedro Salinas, pero entonces advertí que estaba desperdiciando una lectura que me habría resultado más provechosa cuando estuviera preso, cosa que sé tarde o temprano deberá ocurrir. Eso no me impide participar, naturalmente como oyente o lector, sin hablar, de disquisiciones, comentarios y discusiones en torno a la obra del escritor francés. Lo más cerca que estuve de él y su obra fue traduciendo un hermoso libro de Pietro Citati, La paloma apuñalada: Proust y La Recherche, en el que el escritor italiano, fallecido este año a los 92 años, buceaba en la obra de Proust buscando aquellos momentos de su vida reelaborados y volcados en la novela, que a fin de cuenta son varios, pero tampoco tantos. Recuerdo también un mea culpa de André Gide, quien conocía a Proust, que rechazó la publicación del primer tomo de la obra, Por el camino de Swan, cuando trabajaba para el sello Gallimard. Las razones de ese rechazo, contando las verdaderas y las imaginarias, son innumerables, pero en cualquier caso demuestran una vez más que no es de mucha utilidad conocer a los autores de los grandes libros: algunos rasgos de carácter pueden desorientar, sobre todo si, como suele suceder, uno conoce a los autores superficialmente. Gide nunca se perdonó que los prejuicios hicieran de velo a la lectura de un libro que no era muy difícil reconocer como una obra maestra. Supo algo que a esta altura sabemos todos, esto es, que el prejuicio en literatura es peligroso (en otros casos funciona y es muy útil: combate la pérdida de tiempo).
No es mucho más lo que sé de Proust: el breve ensayo de Beckett, el libro de Deleuze... no mucho más. Elegí En busca del tiempo perdido para que me acompañe en mi futura estadía carcelaria. En mi imaginación, el libro será una cantera de vivencias ajenas que me permitirá olvidar las mías. Estoy seguro de que no va a defraudarme. De todos modos, se agradecen propuestas.
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