Por Pablo Mendelevich |
Si los aniversarios se referenciaran en el futuro y no en el pasado (suena ridículo, pero ¿qué le hace una mancha más al tigre?), hoy habría que conmemorar el primer día del próximo gobierno. Un día que, se descuenta, será crucial. Y no simplemente porque todo comienzo lo sea. Con extraordinaria anticipación ahora se ha instalado la idea de que lo que el nuevo presidente no haga el primer día no lo podrá hacer jamás. El punto es que para llegar a ese recargado lunes 11 de diciembre de 2023 de celebridad prematura primero hace falta que Alberto Fernández deje caer 365 hojas del almanaque. El último 25 por ciento de su mandato.
¿Cuánto es un año argentino en “unidades Casa Rosada”? Siete gobiernos de Cámpora. Medio gobierno de De la Rúa. Dos tercios del de Duhalde. Hasta el martes último un año ya era mucho, muchísimo en un país que, por algún motivo, se puso a discutir cómo tendría que ser el primer día del próximo gobierno. Debate no solo protagonizado por los que parecen querer vender la piel antes de cazar el oso: fueron sindicalistas peronistas quienes le advirtieron al próximo presidente de “la derecha”, quienquiera que fuere, que no le van a permitir hacer reforma laboral alguna.
Muchos creían que el motivo de preocupación más grande que había era el desmesurado volumen de incertidumbre. Una ingenuidad. Como ocurre con el tipo de cambio el día que hay una fuerte devaluación, la incertidumbre se fue de repente al demonio: reventaron los instrumentos de medición. A la noticia de la condena de la vicepresidenta le siguió su anuncio de que ella no será candidata a nada. El peronismo, que tal vez deba declararse en estado de orfandad permanente, tuvo la mayor sorpresa –la mayor, no la mejor– desde aquel sábado de 2019 en el que ella le comunicó que iría de número dos de Alberto Fernández. En 2019 dirigentes y militantes dijeron “¡qué genia!”. Ahora los atribula un desconcierto infinito, empeorado por el parte de enferma que la reportó aislada –nunca mejor dicho– en “su lugar en el mundo”.
El mismo martes quedó consagrada la paradoja institucional superior de la Argentina. Sería así: si en este último año de gobierno Alberto Fernández tuviera que renunciar como le sucedió seis meses antes de terminar el mandato a su admirado Raúl Alfonsín, o sufriera un nuevo problema de salud como el que lo sorprendió hace poco en Indonesia y los médicos le recomendaran irse a su casa (algo que sin ir más lejos le acaba de ocurrir a Alexis Guerrera, uno de sus últimos ministros desertores), debería asumir la presidencia la condenada a prisión por administración fraudulenta del Estado Cristina Kirchner. Es verdad que ella ya maneja con su gente casi todas las cajas del Estado, pero lo hace desde las sombras, fingiéndose opositora. Si le tocara ser el Pellegrini de Juárez Celman o el José Evaristo Uriburu de Luis Sáenz Peña (por no mencionar a más vices ascendidos: Victorino de la Plaza, Ramón Castillo, Isabel Perón), sería otro cantar. Entre otras cosas porque habría que explicarles el dislate a los norteamericanos, los europeos, los chinos, gente que nunca hace ningún esfuerzo por entender al peronismo.
En el mediano plazo el peronismo, o una parte de él, ya sabe lo que le va a permitir y lo que le va a impedir al próximo gobierno, pero ahora, para mañana mismo, la vista se le nubla. Demasiadas novedades importantes todas juntas. Cristina Kirchner notificó también que hay nuevo libreto. Baja el lawfare, se repone la proscripción. Lo que genera la segunda paradoja mayor: la vicepresidenta se denuncia proscripta sin estarlo. Casualmente el expertise peronista de no dejar gobernar, estrenado con Frondizi, recalentado con Illia (luego con Alfonsín, con De la Rúa en su hora final, metaforizado con 14 toneladas de piedras en la era Macri), halló su fundamento doctrinario en la proscripción post 1955. Perón instruía desde Madrid al peronismo para sabotear al gobierno de Frondizi con el argumento de que el Movimiento seguía proscripto y desde la clandestinidad todo valía. La proscripción cesó en 1973 (lo de 1976 fue otra cosa y no tuvo al peronismo por única víctima), pero en la cultura peronista la victimización perduró y se transformó en insistente recurso político. Cuando Menem en la segunda mitad de los noventa quiso ir por la re-reelección se convirtió en el primer presidente en denunciarse proscripto.
Lo de Cristina Kirchner tal vez sea aún más absurdo, dado lo claro que está que mientras la condena no se confirme puede ser candidata a lo que quiera. La protege un garantismo político destinado a evitar algo que ella de todos modos impugna desaforada: que se use la vía judicial como instrumento de persecución política. Culpa a la mafia judicial; se supone que habla de los jueces que la condenaron, todos nombrados por ella. Y asegura que no quiere fueros, lo mismo que vociferó en 2016 meses antes de volver al Senado. A esa líder “proscripta” el peronismo debe resolver ahora cuánto creerle con miras al largo año que hoy empieza.
© La Nación
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