Por Cristian Vázquez
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El folleto –“miserable” y elaborado “sobre mal papel y peor tipografía”, en palabras del investigador Carlos Alberto Leumann– se publicó en Buenos Aires en los primeros días de diciembre de 1872. Editado en la Imprenta de La Pampa (ubicada en el número 79 de la calle Victoria, actual Hipólito Yrigoyen) constaba de 78 páginas, 59 de las cuales estaban ocupadas, a dos columnas, por un extenso poema narrativo de José Hernández. Su título: El gaucho Martín Fierro.
Pese a lo humilde de esa edición inicial, y de la total indiferencia con que fue recibida por la intelectualidad de la época, el destino de la obra se manifestó de inmediato. Logró un alcance popular masivo, aunque más del 80 % de los casi 2 millones de personas que habitaban la Argentina de aquel entonces eran analfabetas. Se conservan notas de los dueños de pulperías de provincias que pedían a los grandes almacenes de Buenos Aires cosas como “treinta bolsas de yerba mate y cinco ejemplares del Martín Fierro”.
¿Por qué tanto éxito? El poema describe las desventuras de Fierro, un gaucho de las pampas que debe abandonar a su familia cuando es reclutado para prestar servicio en un fortín de frontera. Después de años de padecimientos, huye; convertido en un desertor, descubre que ha perdido a su familia; se torna pendenciero; comete dos crímenes. Ya fuera de la ley, huye para vivir con los indios, es decir, con los mismos “salvajes” de los que –en teoría– debía defender a la “civilización” cuando estaba en el fortín.
“Es un telar de desdichas / cada gaucho que usté ve”, dice el narrador hacia el final del poema. Ahí, en la desgracia de ese hombre que canta en sextetos octosílabos con rima consonante, se halla la clave del vínculo que la obra creó de inmediato con el pueblo más llano. Hernández supo cómo calar hondo en el espíritu de las clases desposeídas, refiriendo “males que conocen todos / pero que naides contó”.
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No se puede analizar el Martín Fierro por fuera de su contexto histórico. La Argentina vivía tiempos revueltos –cuándo no– y Hernández era conocido por ejercer, a través de puestos políticos y periodísticos, una férrea oposición a los dos hombres fuertes de la época: Bartolomé Mitre (presidente de la Nación durante el período 1862-1868) y Domingo Faustino Sarmiento (presidente entre 1868 y 1974). Fue este último quien dispuso las levas forzosas de gauchos para pelear “contra el indio”. “No trate de economizar sangre de gaucho”, le indicó en una carta a Mitre: “La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”.
Por eso, El gaucho Martín Fierro es un poema de protesta: un manifiesto político contra los atropellos sufridos por vastos sectores de la población. De hecho, Hernández, nacido en un pueblo de las afueras de Buenos Aires en 1834, había vivido durante muchos años en Entre Ríos y Corrientes, provincias del litoral argentino, una región que en esos tiempos no respondía al gobierno central. Pudo terminar de escribir y publicar el poema, no obstante, en la capital, donde se radicó temporalmente gracias a una amnistía ofrecida por Sarmiento a cambio del compromiso de no ejercer el periodismo.
Cuenta la leyenda que escribió todo el poema –compuesto por 2,316 versos– en una semana o diez días. Hay más certeza sobre el lugar donde lo concluyó: el Gran Hotel Argentino, ubicado frente a la Plaza de Mayo y la Casa Rosada (que fue pintada de ese color precisamente durante la presidencia de Sarmiento), en el pleno casco histórico de la ciudad. En la ubicación donde se hallaba el hotel hoy se alza la sede la Agencia Federal de Inteligencia, un edificio que desde 2020 lleva el nombre de José Hernández.
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En 1879, Hernández publicó La vuelta de Martín Fierro, la segunda parte de su poema. Es mucho más extensa que la primera: consta de 4,894 versos. Aunque desde entonces la primera parte comenzó a ser llamada La ida, lo más frecuente es referirse a la obra completa con el título genérico de Martín Fierro.
Los años transcurridos entre ambas publicaciones habían cambiado bastante el panorama político argentino. Y esto se advierte en la obra. A Fierro, la vida con los indios, que había imaginado idílica, se le ha tornado insoportable. Por eso, el gaucho regresa: “Aunque me agarre el gobierno / pues infierno por infierno / prefiero el de la frontera”, dice. Ya no cree que como con los indios “no hay que trabajar / vive uno como un señor”: tras reencontrarse con sus hijos, les enseñará que “trabajar es la ley” y que “debe trabajar el hombre / para ganarse su pan”.
Una interpretación ingenua nos dirá que Fierro maduró. Otra, más perspicaz, pondrá el foco en hechos como que ya se habían acabado los reclutamientos forzosos de gauchos y –sobre todo– los dirigentes habían alcanzado un cierto consenso para pacificar y organizar el país. Una organización que incluía la eliminación de los pueblos que muchos años después comenzaríamos a llamar originarios.
Fue durante el mismo 1879 (aunque las ofensivas habían comenzado el año anterior) cuando se desarrolló la llamada “conquista del desierto”, una campaña militar que aniquiló hasta casi la extinción a las tribus que todavía habitaban las pampas argentinas. Fierro, en La vuelta, se ha sumado al espíritu deshumanizador de la época: “El indio nunca se ríe” y “hasta los nombres que tienen / son de animales y fieras”, por citar solo un par de ejemplos.
El propio Hernández, por su parte, había cambiado mucho entre La ida y La vuelta de Fierro: en 1879, lejos de ser un perseguido político, fue elegido diputado. Dos años después se convirtió en senador, cargo que ejercería durante el resto de su vida.
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El Martín Fierro fue un éxito inmediato; fue, también, la cumbre y culminación de la literatura gauchesca, y no tardó más que unas décadas en alcanzar su destino de clásico. En una serie de conferencias dictadas en 1913, Leopoldo Lugones –el emblema del escritor argentino de comienzos del siglo XX– proclamó el de Hernández como el poema épico de este país, y el gaucho, una suerte de arquetipo del ser nacional. Tales conferencias se editaron en libro con el título de El payador en 1916, año de las celebraciones por el centenario de la independencia.
También en este caso el contexto es clave. Por un lado, porque en ese entonces ya no había gauchos, esos personajes rebeldes de las pampas cuya sangre Sarmiento pedía no economizar. En consecuencia, se los podía ensalzar sin que eso representara una amenaza para el statu quo. Por el otro, hacía falta una figura que encarnara los valores de la identidad patria en un país en el que –en virtud de las olas inmigratorias llegadas en las décadas anteriores– uno de cada tres habitantes era de origen extranjero (y uno de cada dos en la ciudad de Buenos Aires). El gaucho fue situado en ese espacio mítico.
Borges dedicó al Martín Fierro varios ensayos y dos ficciones memorables: “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” y “El fin”. Pero lamentó toda su vida que los argentinos, que “hubiéramos podido elegir el Facundo, de Sarmiento”, hayamos “elegido como libro la crónica de un desertor”: el Martín Fierro. Se sabe: la Argentina es una tierra de dicotomías. Cuando en la década de 1990, por medio de una encuesta entre escritores, una revista eligió las diez mejores novelas de este país, solo dos fueron anteriores al siglo XX, y ninguna de las dos es, en rigor, una novela: el Facundo y el Martín Fierro.
No son las de Borges, claro está, las únicas reescrituras del Martín Fierro: en la última década y media se han publicado al menos otras cuatro. En El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), Pablo Katchadjian experimenta del modo que su título anticipa: reubica los más de siete mil versos de la obra en función de su letra inicial. Martín Kohan, en un cuento titulado “El amor” (2011), imagina la vida de Fierro y Cruz en el “desierto”. El poema El guacho Martín Fierro (2011), de Oscar Fariña, narra –con una estructura similar a la empleada por Hernández– las peripecias de un muchacho marginado y estigmatizado en pleno siglo XXI. La más reciente, Las aventuras de la China Iron (2017), de Gabriela Cabezón Cámara, es una novela de imaginación deslumbrante enfocada en la esposa de Fierro, personaje apenas mencionado en la obra original.
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Se ha dicho que toda lectura de un clásico es en realidad una relectura. Es precisamente eso lo que sucede con el Martín Fierro, al menos en Argentina: nadie llega a sus versos ayuno de conocimientos, nadie puede encarar sus páginas sin haber escuchado antes muchas de sus frases, que circulan en el habla popular como si fuesen refranes de origen anónimo: “Los hermanos sean unidos / porque esa es la ley primera”, “Yo soy toro en mi rodeo / y torazo en rodeo ajeno”, “Al que nace barrigón / es al ñudo que lo fajen”, por nombrar unas pocas.
El jueves 28 de noviembre de 1872, el periódico La República anunciaba la inminente aparición de El gaucho Martín Fierro. No se sabe con exactitud la fecha en que fue publicada, pero sí que fue poco después, en los primeros días de diciembre. Un siglo y medio después, la figura mítica de Fierro encarna un tiempo que ya no existe pero forma parte de nuestra identidad. Sin duda, se ha cumplido el vaticinio que el cantor pronuncia hacia el final de la obra: “Me tendrán en su memoria / para siempre mis paisanos”.
Mientras componía La vuelta, a José Hernández le pasó lo mismo que a Cervantes cuando escribía la segunda parte del Quijote: era consciente de que la fama de su héroe lo excedía. A tal punto que, cuando el autor murió, el 21 de octubre de 1886, un diario de Buenos Aires lo anunció así: “Falleció el senador Martín Fierro”. En homenaje a la fecha del nacimiento de Hernández, cada 10 de noviembre se celebra en Argentina el Día de la Tradición.
Se ha dicho que los clásicos son libros que todo el mundo conoce pero casi nadie ha leído. Este aniversario redondo puede ser el pretexto ideal para quienes se han reservado hasta ahora el placer de sentarse junto a un fogón imaginario y escuchar esa voz que comienza diciendo: “Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela / que el hombre que lo desvela / una pena estraordinaria / como la ave solitaria / con el cantar se consuela”.
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