Por Luis Alberto Romero |
En 1983 Raúl Alfonsín convocó exitosamente a la ciudadanía para construir una democracia republicana y pluralista, fundada en el Estado de derecho. Afirmó que el Estado así gobernado sería capaz de solucionar las principales necesidades de la sociedad: alimentar, educar y curar.
Esta propuesta -original dentro de nuestra tradición democrática- resultó en algo significativamente diferente.
Ciertamente, el principio democrático mínimo está sólidamente instalado: en la Argentina no hay hoy legitimidad posible fuera del sufragio libre. Pero las instituciones republicanas están amenazadas, hay violaciones fácticas y circulan doctrinas que postulan una democracia no republicana. Gobiernos crecientemente autoritarios afectan la compleja institucionalidad y la delicada maquinaria del Estado, incapaz de cubrir las necesidades sociales básicas.¿Cómo explicar este resultado? Exploremos tres aspectos relevantes: el peso de las tradiciones políticas, los cambios en la ciudadanía y la acción de quienes gobernaron el Estado.
Sobre las tradiciones políticas, José Luis Romero señaló el vigor que tuvo en el siglo XIX la “democracia inorgánica”, así como la debilidad de la “democracia doctrinaria”, incluso después de la sanción de la Constitución. Es posible que algo de aquella tradición se continuara en las dos grandes experiencias democráticas del siglo XX: el radicalismo yrigoyenista y el primer peronismo.
Las diferencias son importantes -los gobiernos radicales respetaron las libertades personales, frecuentemente avasalladas por el peronismo-, pero también son significativas las semejanzas.
Ambos fueron movimientos de liderazgo carismático y de temple regenerador, que desafiaron la institucionalidad republicana y concentraron el poder en el Poder Ejecutivo. Ambos cultivaron la unanimidad, se identificaron con la nación y descalificaron a sus opositores, el “régimen falaz y descreído” de Yrigoyen o “la antipatria” peronista.
Para construir la nueva democracia republicana Alfonsín apeló a “la ciudadanía”, el conjunto de ciudadanos conscientes. Con ese apoyo, en las urnas y en la calle, debía superar su debilidad en el Congreso y la resistencia de los “factores de poder”. No le alcanzó, como se hizo evidente en la Semana Santa de 1987.
Aquella ciudadanía era inestable. Luego de casi tres décadas sin ejercicio real ni enseñanza escolar, aprendieron de urgencia las nociones básicas de la democracia y la república, y en sus convicciones había más espuma que sustancia asentada. Los contrastes, experimentados con poca templanza, transformaron la desmedida ilusión inicial en desilusión. Muchos abandonaron la militancia y se refugiaron en lo privado.
Lo más importante pasó por otro lado: desde mediados de los años setenta la sociedad comenzó a generar desocupación, pobreza y marginación, un contexto poco propicio para ampliar o siquiera reproducir el plantel de ciudadanos conscientes y educados, capaces de entender las sutilezas institucionales que eran la base del impulso reformador.
Aquí reaparece el peronismo. Derrotado y humillado en 1983, en cuatro años formó dirigentes adecuados para trabajar en el nuevo contexto democrático y republicano, convivir y hasta competir con sus pares radicales. Dos años después volvieron al gobierno, con un plan económico novedoso y sobre todo con destreza para manejarse con los poderes fácticos, ante los cuales Alfonsín había fracasado.
Este nuevo peronismo aprendió a operar con los votos, el sufragio popular, la variable imprevisible generada por una democracia republicana en la que no eran admisibles los métodos totalitarios del primer peronismo. El peronismo supo cómo usar los resortes del Estado para trasmutar una sociedad de pobres desocupados en una base electoral imbatible en las urnas y en la calle. Los ciudadanos pobres conformaron una nueva forma de ciudadanía, muy diferente de la de 1983.
De ahí en más, el peronismo gobernante recuperó, paso a paso, las tradiciones políticas del primer peronismo, adecuándolas a los nuevos tiempos y a la nueva ciudadanía. Como siempre, el “movimiento” se conducía desde el poder, pero sus líderes adecuaron sus discursos a las tendencias del mercado electoral. Menem cultivó la bonhomía y la negociación. Con un crispado relato agonal, los Kirchner retomaron la dicotomía del pueblo y el antipueblo, al que llamaron los “grupos concentrados”.
Finalmente, ambos avanzaron sobre las bases institucionales republicanas. En este punto apareció una reacción social y política consistente y el frente de combate se estabilizó. Como en la Primera Guerra Mundial, con trincheras a ambos lados.
Corporaciones en democracia
En 1988 J. Bustamante mostró hasta dónde había llegado la ya tradicional “Argentina corporativa”: el intrincado complejo de intereses organizados que recibían beneficios y prebendas a través de enmarañadas regulaciones estatales. Oneroso para el fisco, el sistema afectaba al Estado mismo, sistemáticamente desarticulado por el juego prebendario.
Con la democracia, los renovados equipos gubernamentales sumaron un costo importante: congresistas, aparatos políticos, elecciones, son costosos. Lo pagan a medias el Estado y algunos contribuyentes particulares, que esperan algo a cambio. La política tiene costos legítimos e ilegítimos, y los límites son borrosos. Los ilegítimos han tenido un efecto deletéreo sobre la nueva política democrática: la “carpa chica”, el “robo para la Corona”, “la Banelco” son imágenes del deslizamiento hacia una nueva versión, ahora democrática, de la clásica relación entre los gobernantes y los intereses.
Las prácticas, que nos escandalizaron en los años noventa, quedaron minimizadas por la gran corrupción del siglo XXI, asociada con el apellido Kirchner. Por entonces la evolución hacia el autoritarismo decisionista había ingresado en una fase superior de arbitrariedad incontrolada, que profundizó el deterioro de la herramienta estatal. Lo más asombroso fue el uso de esos poderes para instrumentar un sistema prebendario delictivo, organizado desde el centro mismo del poder político. Algo novedoso.
Alentado por ese ejemplo, creció el sistema prebendario existente, en el que se destacaron empresarios, sindicalistas, gobernadores e intendentes, junto con un nuevo actor: los dirigentes de las organizaciones de desocupados. Pese a sus diferencias, cada uno ha encontrado cómo engancharse con el Estado gobernado democráticamente, utilizando en su beneficio las herramientas de lo que debería haber sido un sistema institucional regular.
Esta relación perversa entre intereses y agentes estatales y políticos se ha instalado en cada rincón del Estado visible y del subterráneo, donde el tráfico de drogas suele articular a traficantes, policías, jueces y funcionarios. Todo forma parte de “la Argentina corporativa”.
Los defensores del statu quo
En suma, cultura política, calidad ciudadana y relaciones colusivas con el Estado se han combinado para llevar a la democracia republicana fundada en 1983 a los resultados que están hoy a la vista. Como en toda transformación, ha habido muchos perdedores y algunos ganadores. Una novedad de estas cuatro décadas democráticas ha sido la formación de una nueva elite privilegiada, con un pie en la economía y otro en la política.
No encontramos en ella ni a la “oligarquía”, ni a los representantes de los “poderes concentrados”, sino a personas más comunes: un empresario prebendado, un sindicalista, un político aprovechado -Néstor Kirchner no surgió de la nada- o quizá un dirigente piquetero. Cada uno, a su modo, defiende un privilegio concedido por el Estado. Por eso están constitutivamente involucrados en la política y, al fin del día, aparecen unidos en una opción electoral común: la que garantice la defensa del statu quo.
En 2019 fue el “Frente de Todos”. Esa es hoy nuestra verdadera derecha. Más allá de los discursos -más eficaces cuando son rebeldes y contestatarios- estos privilegiados saben distinguir quienes mantendrán las “efectividades conducentes”. La frase es de Hipólito Yrigoyen, un político talentoso que utilizó una manera eficaz para calificar a sus adversarios: eran “el Régimen”, contra el que se alzaba “la Causa”. Este significante vacío me parece una fórmula útil para la oposición; en las próximas elecciones puede servirle para reunir los disconformismos variados, que son muchos, pero no encuentran un cauce común.
© La Nación
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