miércoles, 23 de noviembre de 2022

Una vergonzante caída en la ilegalidad


Por Héctor M. Guyot

Hay que estar muy desesperado y carecer de escrúpulos para hacer una trampa a todas luces aviesa a la vista de todos. Más todavía para desobedecer a continuación la decisión del árbitro que, ante la falta ostensible, inhabilita la jugada. Lo que sigue después de eso es otro juego que no tiene nada que ver con aquel que, a duras penas, se venía jugando. Ya no hay reglas. De Fujimori a Chávez, la consolidación de la autocracia empieza por anular a la Justicia. 

Si se antepone la voluntad de una persona a un fallo definitivo del Poder Judicial, se quiebra el ordenamiento jurídico y se cae el andamiaje de la democracia, basado en la división de poderes. Esa es la apuesta de la vicepresidenta: que caiga nomás “esa rémora”, condición para evitar su propia caída. A la luz del avance de las causas judiciales que la desvelan, la institucionalidad la conduce a una o varias condenas por corrupción. Ante eso, solo queda embestir contra ella. Cristina Kirchner ataca porque se sabe acorralada. La cuestión ahora es cómo van a responder las instituciones de una democracia bastante maltrecha que, sin embargo, muestra una vocación creciente de restañar las heridas y empezar a recuperarse.

Estamos ante un enfrentamiento entre la Justicia, obligada a aplicar la ley, y quien parece dispuesta a todo para no hacerse cargo de sus actos y alcanzar la impunidad. Sin embargo, toda la sociedad está implicada en el desenlace de este conflicto, pues Cristina Kirchner acaba de pasar un límite que coloca al país al borde de una anarquía. ¿A partir de ahora va a desoír todos aquellos fallos judiciales que no le gusten? ¿Tendrá la misma actitud cuando lleguen eventuales sentencias condenatorias en las causas Vialidad o Cuadernos? ¿Pueden hacer lo mismo que su vicepresidenta aquellos ciudadanos que se vean contrariados por un fallo desfavorable? Total, según parece, lo que vale para quienes conducen el país no es la verdad ni la ley, sino el engaño y la fuerza.

La desobediencia de Cristina al fallo de la Corte Suprema, que supone además un abuso de poder y un incumplimiento de los deberes de funcionario público, no tiene precedente. O sí lo tiene, allá en Santa Cruz, cuando el kirchnerismo no acató un fallo de la Corte Suprema que exigía reponer en su cargo al exprocurador de Justicia Eduardo Sosa. En octubre de 2010, unos veinte días antes de morir, Néstor Kirchner logró detener la intervención federal con un acto en la provincia sureña al que llevó a 14 gobernadores peronistas (los Insfrán y los Alperovich, previsiblemente, pero también acudió Urtubey). Como ahora, la (mala) política salió a abortar la aplicación de la ley en favor de la impunidad. Como ahora, el peronismo dio el presente. Aquella vez, increíblemente, funcionó. Fue una luz verde del sistema, otra más, para el clan santacruceño, que siguió dando rienda suelta al saqueo del Estado, el mismo que hoy quedó expuesto en los tribunales y ha puesto contra las cuerdas a la vicepresidenta.

Cristina Kirchner es coherente en su desvarío. No conoce otra cosa que su propia ley y actúa en consecuencia. Lo del peronismo es más difícil de explicar. Sus dirigentes se disponen a romper todo por la suerte de una sola persona que los conduce al abismo. ¿Qué clase de sujeción psicológica ata a los que siguen a la vicepresidenta hasta colocarse manifiestamente fuera de la ley? ¿O solo cometen un cínico error de cálculo? Un Adolfo Rodríguez Saá, por ejemplo, que en el Senado atacó a la Corte y defendió, golpeándose el pecho, el ardid de Cristina de dividir artificialmente su bloque para meter a Martín Doñate en el Consejo de la Magistratura, birlándole el lugar a Luis Juez. No se espera de ellos una toma de conciencia, pero sí el primitivo instinto de conservación que los caracterizaba y parecen haber perdido.

¿Es cobardía? ¿Una inclinación al sometimiento? En la sesión legislativa del miércoles los senadores fueron manejados desde afuera por la vicepresidenta, que aprovechó su oportuna condición de presidenta en ejercicio para que otros hicieran el trabajo sucio por ella. También hay cobardía en el cálculo.

Sin ella, el peronismo se divide. Eso al menos les advirtió a sus compañeros en el acto de La Plata. Por las dudas. Ella se sacrifica como prenda de unidad, parece, para evitar la disgregación. Pero todo tiene un costo: con ella, los herederos de Perón entran muy unidos en una ilegalidad que pasa por zafar de las causas por corrupción. Una ilegalidad vergonzante. Pero allí están, militando la persistente demonización de la Justicia, que desde el jueves, según enseña la vicepresidenta, es también la culpable de la inflación y la suba de precios.

Ahora que el jugador que metió el gol con la mano ignoró la tarjeta roja del árbitro y siguió el juego contabilizando el tanto, ¿cómo seguimos? El jugador de buena fe evita ir a las manos, como tantas veces ocurre en la cancha, pues sabe que así acaban todos embarrados. No queda más que confiar en el sistema democrático que se intenta defender. Y sostenerlo, en la esperanza de que el sistema defienda a su vez a los ciudadanos de los atropellos de un poder desbocado que se quiere impune y eterno.

© La Nación

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