Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace mucho tiempo, en Roma, parado en una esquina de la vía del Babuino, imaginé a un sacerdote asomado a un balcón en uno de aquellos edificios, mirando hacia la Piazza de España. Aquel sacerdote se llamaba Lorenzo Quart, era un agente de los servicios secretos del Vaticano especializado en asuntos sucios, y había recibido la orden de viajar a Sevilla para esclarecer el misterio de una pequeña iglesia que, a punto de ser demolida por la ambición y la maldad, mataba para defenderse.
Hoy, veintinueve años después, he visto a ese sacerdote, interpretado por el actor Richard Armitage, asomado al mismo balcón romano. La película se llama The man from Rome –en España conserva el título original La piel del tambor– y trata, como la novela, sobre un enigma más o menos policíaco, una hermosa dama, un hacker misterioso y unas cuantas cosas más, relacionadas con la nostalgia y la ausencia: la búsqueda de cierta fiel infantería, la soledad de un templario fiel a su regla, la urgencia de encontrar baluartes de dignidad que nos salven de la orfandad intelectual, del cielo sin dioses y del frío que siempre hace afuera.
He visto la película, como digo, que me parece dignísima –es la decimocuarta historia mía que llevan al cine o la televisión, y no siempre afirmé lo mismo–. El director y los actores hicieron un gran trabajo y les estoy reconocido; pero hay algo que agradezco más: la secuencia de apenas veinte segundos con el padre Quart asomado al balcón de Roma vale para mí más que toda la película, porque es la materialización exacta del sueño de un escritor. El cierre perfecto para el bucle de casi tres décadas que llevó de la imaginación del autor a la novela y, ahora, a la pantalla. Es la perfecta felicidad: un relámpago fugaz en la imaginación de un novelista, que finalmente, ante sus ojos, se materializa y ocurre.
Y por si fuera poco, para rematarlo, Sevilla. Cuando preparaba la novela llegué a esa ciudad y supe que era ella, que me encontraba en el lugar exacto. Después estuve dos años yendo y viniendo mientras las tramas que componían la novela cuajaban en un laberinto de sensaciones que a punto estuvieron de hacerme salir del camino y perderme en un lugar diferente, seductor, donde la propia Sevilla, como un trasunto de la hermosa Macarena Bruner hecha piedra y siglos y naranjas amargas y manzanilla, me hubiese atrapado con su canto de sirena. A punto estuve de escribir una novela diferente a la que me había llevado hasta allí. O tal vez eso fue lo que hice. Por primera vez en mi vida dejé de controlar por completo una historia y fue el escenario, aquella ciudad asombrosa, lo que se apoderó de mí.
Tres décadas después, con todo eso en la cabeza, acudí una tarde a la llamada de mi amigo el director Sergio Dow y también de otro viejo amigo, el productor Enrique Cerezo; y lo hice como siempre acudo a estas cosas: un poco resignado aunque dispuesto, como siempre, a enfrentarme a mi propia historia en la pantalla aceptando que ya no es mía sino de un director, un guionista, unos actores, un productor y un amplio equipo que inevitablemente acaban convirtiéndola, pues ésas son las reglas del cine y la televisión, en algo que puedes reconocer como tuyo, pero que ya es también, y sobre todo, ajeno. Que pertenece a otros.
Sin embargo, cuál no fue mi sorpresa al descubrir que en este caso no había sido así. Que la película era excelente y que Richard Armitage, Amaia Salamanca, Rodolfo Sancho, Alicia Borrachero, Paul Guilfoyle y los demás actores estaban estupendos en sus personajes. Que una especie de milagro extraño se producía en la pantalla, y que aquello era como encontrar a unos viejos amigos aún jóvenes, intactos, casi como los había imaginado y escrito. Y esa especie de satisfacción o de orgullo, esa dicha singular, íntima, intensa, que me producía La piel del tambor en la oscuridad de la sala de proyecciones, se parecía mucho a la original, aquella que sentí cuando por primera vez llegué a esa ciudad asombrosa que ahora, convertida en un personaje más de la película como ocurría en la novela, confirmaba las líneas con las que en su momento abrí mi relato: «Clérigos, banqueros, piratas, duquesas y malandrines, los personajes y situaciones de esta novela son imaginarios. Todo aquí es ficticio excepto el escenario. Nadie podría inventarse una ciudad como Sevilla».
Pero todo eso había empezado en otro lugar, mucho antes. Con aquel sacerdote, que cuando lo imaginé aún no tenía nombre, asomado a un balcón en Roma.
Así que, bueno. Para qué les digo otra cosa. Me gusta mucho escribir novelas.
© XLSemanal
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