Por Héctor M. Guyot
Hay zonceras y ridículos que no reconocen fronteras. El viaje relámpago del Presidente a Brasil para abrazarse a un Lula triunfante ofreció otra imagen conmovedora de las carencias de Alberto Fernández. No sabemos si lo movía el cálculo político o una pulsión más elemental: la de encontrar un espejo en el que reconocerse. Esta es una necesidad que asalta a aquellos que, como los camaleones, cambian al ritmo de las circunstancias y de tanto cambiar olvidan quiénes son.
La efusión con la que extendió los brazos y aferró al presidente electo de Brasil sugiere que ese viaje insólito con comitiva y todo obedeció principalmente a razones psicológicas. Estrechó a Lula como si se abrazara a una imagen ideal de sí mismo. Incómodo, Lula respondió a ese desborde de afecto como pudo. Aunque se esforzó en ofrecer cierta reciprocidad, exhibió una reticencia mal disimulada, la misma que tendría el ganador de la lotería ante el viejo amigo menesteroso que se acerca a felicitarlo con los brazos abiertos y los ojos suplicantes. Como si en ese gesto le hubiera dicho a Fernández: “Amigo, te reconozco, pero no puedo darte lo que has venido a buscar”. Así, Alberto regresó de Brasil más solo de lo que estaba cuando se fue.
Lula se enredó también en la chapucería del oficialismo argentino cuando se calzó en la cabeza una gorra con la leyenda “CFK 2023″. Se lo tendió una diputada camporista misionera. Con esa audacia la muchacha sumó puntos entre los suyos. Tal vez la espere un ministerio. Lo más triste de todo, sin embargo, es la confusión de fondo. El kirchnerismo se abraza al triunfo de Lula en la idea de que el regreso de la izquierda en el país vecino le confiere, por efecto contagio, nuevos bríos a su desvaído proyecto. No repara, como buena parte de la opinión pública, en que la sociedad brasileña apeló al Partido de los Trabajadores, aliado esta vez a fuerzas de centro, para conjurar una amenaza de la misma índole de aquella que el kirchnerismo representa en la Argentina. En síntesis, para sacarse de encima la pesadilla de la antipolítica.
Si se atrevieran a reconocerse, Cristina Kirchner y Alberto Fernández deberían mirarse en el espejo de Jair Bolsonaro. Cuando el sesgo ideológico se tiñe de fanatismo, las ideas pasan a un segundo plano y lo que manda es el perfil psicológico del líder. Que Bolsonaro sea de extrema derecha y Cristina Kirchner esgrima una izquierda retórica resulta accesorio. Lo principal es aquello que los iguala: la megalomanía, un dogmatismo de cuño religioso que no admite matices, la negación sistemática de la realidad, el uso político del resentimiento y el miedo, el odio a la prensa crítica y, por encima de todo, una apetencia de poder incompatible con el sistema republicano que se pretende satisfacer a cualquier costo, en especial a través de la demonización del adversario y la polarización de la sociedad.
El rechazo visceral de ambos a todo lo que no responda a su deseo trasunta una inmadurez emocional que los mantiene atados a los caprichos de su voluntad. Al ser actores políticos, no tramitan sus carencias en la intimidad de su vida privada, sino que derraman sus tensiones no resueltas en el conjunto de la sociedad. El populismo no es una ideología, sino una dinámica de poder que emana de la personalidad del líder y va carcomiendo la institucionalidad y la ley.
Al mismo club, desde la derecha, pertenece Donald Trump, que alentó el brutal ataque al Capitolio cuando le tocó dejar la presidencia por mandato de las urnas. Recordemos que Cristina no le entregó el bastón de mando a Macri en 2015, en tanto Bolsonaro no reconoció explícitamente su derrota electoral y alentó protestas que pusieron en jaque la paz social del pueblo brasileño. Ahora, según parece, tampoco quiere entregar a Lula los atributos presidenciales. A todos estos líderes (algunos sumarían al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, desde la izquierda) los iguala otra cosa fundamental: un nacionalismo tribal abrazado por legiones de fanáticos que buscan allí un refugio ante las amenazas, en muchos casos tangibles, de una globalización tecnológica que ha acabado con las certezas y ha promovido la desigualdad.
No se trata de izquierdas y derechas. Tampoco de oficialismos y oposiciones. En muchas de las democracias del mundo, y esto nos incluye, hoy la disyuntiva se da entre un autoritarismo que horada la democracia y la reafirmación de valores republicanos. La primera alternativa impone una voz única, la del líder, que pasa a ser la ley. La segunda propone un espacio de diálogo y alternancia para izquierdas y derechas que respeten las reglas de juego.
¿Es consciente de esto la oposición? Parece haberlo olvidado. A sus líderes se los ve más preocupados por disputarse las candidaturas con trucos mezquinos y bravatas varias. Y algo raro: Juntos por el Cambio no pudo consensuar un documento común para saludar, protocolarmente, el triunfo de Lula. El peronismo republicano solo estaba dispuesto a felicitar al presidente electo si resultaba ser Bolsonaro. No solo Alberto Fernández anda desorientado.
© La Nación
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