Por Sergio Suppo
Aquella primavera llegó cuando era todavía invierno. Joan Manuel Serrat volvió a pisar los escenarios argentinos en junio de 1983.
Cuando cantó en Buenos Aires, Rosario y Córdoba, aquellos jóvenes de hace 40 años respiraron por primera vez la libertad que él cantaba en los poemas de Miguel Hernández.
Se iba la dictadura, apenas había pasado un año de la derrota en Malvinas y una campaña electoral corría detrás de una misma esperanza con la reaparición de artistas prohibidos y los primeros regresos del exilio.
También había ausencias y un silencio espeso se disolvía de a poco. Los años de plomo empezaban a expresarse en palabras.
Nadie sabía, ni el mismo Serrat, que aquellos días de la primavera democrática abrirían un ciclo tan largo como el que se prepara para cumplir 40 años ininterrumpidos de Estado de derecho y libertades públicas.
Con su seducción intacta y un show que sus seguidores disfrutan entre lágrimas, Serrat ya pasó por Rosario y Córdoba para terminar en el Movistar Arena de Buenos Aires una despedida cargada de significados.
Aquellos jóvenes de los años 80, sumado a un público unos años mayor que lo había descubierto a fines de los años 60, van ahora, ya veteranos, a cantar a coro con Serrat sus canciones por última vez.
Es una ceremonia del adiós en la que, desde el escenario, juega con sus años, hace bromas con el final de la vida y deja una frase con el mismo sello de crítico optimismo con el que sus canciones alumbraron aquel tránsito entre la dictadura y la democracia.
Serrat repasa su obra y abajo, una platea emocionada repasa toda una vida acompañada con esa música. Todos han cambiado. Los veinteañeros de la primera vez bordean los sesenta años en la última actuación.
También el país que volvía a pisar ha cambiado. La democracia sigue en pie, al cabo de 40 años, como saldo central de un período tan extendido. Pero aquellas esperanzas de un país mejor en libertad han chocado contra incontables obstáculos. Tantos, que mirado en perspectiva se advierte un retroceso inocultable.
Los gobiernos constitucionales no encontraron la forma de salir del camino de la decadencia económica, política y social. El ciclo descendente había empezado antes, cuando se agotó el modelo de sustitución de importaciones que había generado ocupación plena de la industria.
El público de Serrat ha crecido hasta acercarse a la jubilación sin dejar nunca de esperar que el país se sacara de encima esa inflación que un par de veces imaginó desterrada, pero que siempre regresó como un drama sin final.
Son los mismos argentinos que se hicieron especialistas en crisis, aprendieron a malvivir entre los aumentos de precios, los cortos ciclos de normalidad y los abruptos sacudones que derrumban toda la estantería económica.
Entre la aceptación y el rechazo a la corrupción hubo también una correlación permanente durante estas cuatro décadas en las que Serrat cantó que entre “estos tipos y yo hay algo personal”. Según sea la situación económica, crece o desciende la preocupación por los robos que durante distintos gobiernos se perpetraron desde la función pública.
Reunidos por última vez con Serrat, los argentinos que van a despedirlo olvidan por un momento que están divididos entre sí. Ni su pertenencia a una región que quiere dejar de ser España movió al cantante catalán de una conducta comprensiva y abarcativa.
Las únicas grietas que Serrat vino a mostrar son sus arrugas bien ganadas, a tono con los años que dejan ver en las caras sus espectadores. Durante tantos años de giras entre nosotros, de tanta familiaridad acumulada, nunca faltaron los que quisieron sumarlo a alguno de los bandos en pugna. Serrat también demostró sus artes de escapista de esas trampas.
Si en 1983 llegó a un país esperanzado a cantar su felicidad por haber vivido él mismo sus primeros años en democracia española, Serrat está ahora despidiéndose de una Argentina cansada de repetir errores que agravan sus dramas.
El país tiene hoy seis veces más pobres que cuando el Nano empezó sus giras y, como entonces, está entre las naciones con inflación más alta. Sus tasas de inseguridad han crecido, el narcotráfico floreció y se instaló en todo el país, y el miedo a ser víctima de un delito contra la propiedad no tiene antecedentes.
Los dirigentes políticos llaman la atención más por la intensidad de sus peleas que por la calidad de sus ideas. Y todo llega al paroxismo en estos mismos días con un gobierno que no es uno sino tres, negadas unas partes con las otras, sin rumbo ni vergüenza para asumir sus errores.
Serrat disimula como puede la realidad que visita y agradece tanto cariño alimentado durante décadas. Juguetea con la idea de la muerte en una maniobra que ofrece un giro sorpresivo al final.
Bien podría ser el mensaje que vino a dejar, así como hace 40 años le tocó anunciar que volvía la democracia. Habla de la muerte durante el show, pero al final, alerta con un mensaje que no podemos ignorar: “Lo que queda es el futuro, solo eso, lo que queda es el futuro”.
© La Nación
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