Por James Neilson |
La semana pasada, el secretario general de la ONU, Antonio Gutteres, advirtió que la humanidad morirá en una conflagración planetaria a menos que reúna fuerzas, bajo su liderazgo, para frenar el calentamiento global. Otros se sienten más preocupados por el espectro de un invierno nuclear provocado por el belicoso ruso Vladimir Putin. Y los hay que, como el astrofísico Didier Queloz, no lamentaría la hecatombe prevista ya que, como acaba de decir a Jorge Fontevecchia, “somos una especie muy peligrosa y estamos destruyendo el planeta”.
El suizo que en 2019 recibió el Premio Nobel por sus trabajos como investigador dista de ser el único misántropo que parece convencido de que nosotros, los seres humanos, somos tan irremediablemente malignos que merecemos ser borrados de la faz de la Tierra. En los países desarrollados, abundan los partidarios de otras formas de vida, desde animales entrañables hasta plantas inofensivas, que dan a entender que sería mejor que nos reemplazaran como reyes de la creación, acaso porque tendrían que transcurrir millones de años antes de que, gracias a la evolución, uno adquiriera la capacidad para ocasionar tanto daño al medio ambiente.
El pesimismo extremo así manifestado, que está motivando protestas callejeras violentas y ataques vandálicos a obras de arte, hace más comprensible un fenómeno que, de ser otras las circunstancias, encabezaría la lista de desafíos enfrentados por nuestra especie pero que, por motivos es de suponer ideológicos o, tal vez, personales, no figura entre los temas más debatidos. Se trata de la implosión demográfica que, a menos que se revierta, no podrá sino culminar con el fin definitivo de la aventura humana.
Hace medio siglo, el académico norteamericano Paul Ehrlich se erigió en un gurú muy influyente merced a un libro, "La bomba demográfica", en que advirtió que la población mundial aumentaba a un ritmo tan escalofriante que pronto habría hambrunas y guerras por todas partes, pero sucedió que, casi enseguida, la tasa de natalidad comenzó a caer vertiginosamente en las sociedades más prósperas y, algunos años más tarde, en otras, como la iraní. Según la ONU, antes de llegar a su fin el siglo actual, la población mundial estará achicándose a pesar de los avances médicos que continuarán permitiendo que más personas prolonguen sus vidas y de tal manera posterguen el colapso numérico. De más está decir que un mundo en que haya muchos ancianos y pocos jóvenes se asemejará más a un geriátrico destartalado que al previsto por quienes imaginan que el futuro sea una versión mejorada del presente.
Para que un país mantenga su población sin depender de la inmigración, necesita que la tasa de natalidad sea de 2,1 hijos por cada mujer. Bien, en Corea del Sur se aproxima a 1,1, en Japón a 1,3, en Italia, España y Alemania, a 1,5, en Rusia y China a 1,6, en Estados Unidos a 1,8 y el Reino Unido a 1,9. En cuanto a la Argentina, el ministerio de Salud nos informó que, en el año de Covid, la tasa bajó a 1,55 por mujer. Todos estos países están suicidándose, algunos con mayor rapidez que otros; de mantenerse las tendencias actuales, andando el tiempo quedarán despoblados. Puede que en ciertos casos la inmigración ayude por un rato, pero por tratarse casi siempre de la llegada masiva de personas de cultura muy distinta de la nativa, no hay garantía alguna de que los resultados sean tan positivos como aseguran quienes están a favor de la eliminación de todas las fronteras nacionales.
¿A qué se debe la ecuanimidad, para no decir indiferencia, con la que pueblos enteros están dirigiéndose hacia la extinción? Después de todo, a menos que haya cambios drásticos muy pronto, antes de jubilarse quienes están por salir del colegio secundario, los griegos, españoles, italianos y alemanes y muchos otros pertenecerán a minorías étnicas en los países que creen propios. En el pasado, tal perspectiva hubiera motivado angustia pero, acaso porque son cada vez menos aquellos que tienen hijos, a pocos les parece significante que la cultura nacional en que se formaron pueda tener los días contados.
Hace algunos años, los preocupados por lo que estaba ocurriendo se dieron cuenta de que, con escasas excepciones, los dirigentes europeos más notables, personas como Angela Merkel y Emmanuel Macron, carecían de descendientes directos. ¿Habrá incidido la decisión de no formar una familia en sus decisiones políticas? Es probable; para hombres y mujeres sin hijos, el largo plazo suele ser un concepto más teórico de lo que es para quienes quieren que su propio linaje se perpetúe en el tiempo.
Una característica de los tiempos que corren es la propensión a privilegiar las impresiones subjetivas y tratarlas como si fueran más auténticas que la información procedente de otras fuentes. De tal manera, se privilegia la inmediatez; está de moda despreciar el pasado y sentirse tan ajeno al futuro que pocos se animan a pensar en él sin tratarlo como algo relacionado con la ciencia ficción. La idea anticuada de que a cada generación le corresponda respetar a las anteriores y pensar en aquellas que la sucederán se ve despreciada por quienes se han persuadido de que sus antecesores eran criminales que no hicieron nada valioso y que sería peor que inútil perder el tiempo pensando en lo que podría venir cuando ellos mismos ya no estén.
Para algunos que se interesan en la implosión demográfica que empezó una cincuentena de años atrás y que en muchos lugares está socavando esquemas previsionales que se pusieron en marcha cuando no faltaban aportes al sistema, la negativa a tener hijos es una consecuencia de presiones económicas. Pueden señalar que en las ciudades en que se concentran las actividades económicas, los precios de las viviendas han aumentado tanto que muchos jóvenes prefieren continuar ocupando un cuarto en la casa de sus padres a endeudarse a fin de conseguir un lugar propio.
Asimismo, mientras que en el pasado no muy remoto era normal que el marido trabajara y su esposa se encargara del hogar y de la familia, en la actualidad suele ser necesario que los dos contribuyan al presupuesto familiar. Tendrán razón quienes subrayan los factores económicos, pero en el mundo de ayer, cuando en los países ricos había mucho más pobreza que en la actualidad, “el problema” era la propensión generalizada de los matrimonios a tener “demasiados” hijos, como sigue sucediendo en muchas zonas paupérrimas de África.
Sea como fuere, no cabe duda de que la caída abrupta de la tasa de natalidad en todos los países avanzados con la excepción llamativa de Israel, donde tanto los que se aferran a las creencias religiosas tradicionales como los agnósticos o ateos se han negado a emular a sus contemporáneos europeos o norteamericanos a pesar de -o a causa de- verse rodeados por enemigos que se afirman resueltos a exterminarlos, está vinculada con el rol cambiado de la mujer en las sociedades modernas.
Esta realidad plantea algunas preguntas que son sumamente antipáticas. ¿Es compatible el feminismo, por moderado que sea, con la supervivencia de la especie humana? ¿Estarán en lo cierto los talibán y otros islamistas que rabian contra la igualdad de género cuando dicen que tiene consecuencias nefastas? Sería bueno poder creer que no, que sería un error perverso intentar atribuir la resistencia a reproducirse de las generaciones actuales al eclipse del “patriarcado” en el Occidente y el Lejano Oriente, pero es evidente que está enferma una civilización que es reacia a perpetuarse.
Aunque en algunos países, como Hungría, hay gobiernos que se esfuerzan por estimular la natalidad, lo que los hace blancos de las críticas furibundas de quienes los califican de reaccionarios y ultraconservadores, la verdad es que no han tenido mucho éxito. Es tan fuerte la influencia de la cultura dominante en el mundo que no es del todo fácil modificar la conducta de las personas ofreciéndoles beneficios materiales que siempre parecen modestos. Sin embargo, a menos que más mujeres decidan -como durante milenios hacían casi todas sus antecesoras- que la maternidad es una opción más digna que cualquier alternativa, docenas de pueblos que han desempeñado papeles destacados en la historia compartirán el destino trágico de las tribus amazónicas que viven al margen de sociedades que les son radicalmente ajenas.
Desde el punto de vista de las elites políticas y mediáticas, es prioritario reducir ya, cueste lo que costare, las emisiones carbónicas para salvar al planeta y -en opinión de los más caritativos- al género humano del cataclismo climático que ven acercándose. Puede que el secretario general Guterres y otros de opiniones igualmente alarmantes estén en lo cierto, pero tal y como están las cosas, si intensifican la guerra que están librando contra los combustibles fósiles no habrá muchas víctimas de la catástrofe que prevén; para entonces, el grueso de la humanidad se habrá ido a un lugar mejor, ya que los costos enormes que acarrearía el desmantelamiento de sectores industriales y agrícolas que tienen en mente harían aún más brutales las presiones económicas que tendrán que enfrentar los deseosos de criar una familia como las de antes.
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