Por James Neilson |
Una vez más, la pregunta del momento es: ¿en qué anda Cristina? Es que, desde hace casi veinte años, la Argentina ha sido un escenario teatral para los episodios de un culebrón en que la protagonista, una chica linda, astuta, calculadora y muy resentida procedente de Tolosa, una localidad de La Plata se las ingenia para convertirse en la persona más poderosa y, dicen, más adinerada del país.
Ha sido una serie cautivante, llena de alternativas emocionantes, de eso no cabe duda, pero los costos de la producción han sido tan enormes que el grueso de los obligados a financiarla -se cuentan por decenas de millones- se ha visto reducido a la miseria.
Pero si bien todo hace pensar que una mayoría creciente se siente harta de tener que continuar asistiendo a un show que se ha hecho repetitivo y espera con impaciencia que llegue el desenlace, la estrella, Cristina, se niega a darlo por terminado. Para regocijo de los fans que aún le quedan, insiste en que lo mejor está por venir.
¿Lo está? Mal que le pesara, parecería que en adelante la vicepresidenta tendrá que desempeñar el papel nada agradable que reservaban los dramaturgos griegos para aquellos héroes y heroínas que desafiaban las reglas que a su entender gobernaban la conducta humana. De un modo u otro, se verá frente a Némesis, la diosa que se encarga de castigar a los orgullosos que se niegan a respetar las normas divinas.
Como muchos políticos pasajeramente exitosos, Cristina subió hasta la cumbre aprovechando el rencor de quienes se creían traicionados por la vida, los que, en la Argentina de las crisis cíclicas que arruinan un sector tras otro, constituyen buena parte de la población. Sin embargo, además de permitirle conquistar la voluntad de una parte sustancial de la sociedad, la lucha que emprendió contra distintos aspectos del statu quo nacional e internacional la alejó de la legalidad, lo que aseguró que, tarde o temprano, tendría que rendir cuentas ante la Justicia humana. Aunque nada está escrito, se prevé que dentro de poco la señora comience a ser condenada a años entre rejas por lo que hizo cuando se imaginaba por encima de la ley ya que, como informó a aquellos magistrados tan insolentes del Tribunal Oral Federal 2 que, en diciembre de 2019, se creían en condiciones de interrogarla, confiaba en que “la Historia” le dictaría una sentencia muy benévola.
En lo que podría interpretarse como un intento por ahorrarse el destino vaticinado por quienes no la quieren y mientras tanto, prolongar por algún tiempo más el culebrón que últimamente ha perdido audiencia, Cristina está tratando de reinventarse. Es lo que hacen las actrices experimentadas para mantenerse en cartelera. Puesto que no le conviene en absoluto representar el statu quo de una sociedad cada vez más pobre que está en vías de desintegrarse, la vicepresidenta de un gobierno que ella misma domina quiere apropiarse del rol que atribuye a Mauricio Macri, el de líder de la oposición.
En aquel extraño acto carnavalesco -amenizado por los contoneos de una movediza saltarina quilmeña- del “Día de la Militancia” que se celebró hace poco más de una semana en un estadio colmado de su ciudad natal, Cristina habló como una candidata presidencial que estaba resuelta a llevar a cabo cambios drásticos que nuevamente harían de la Argentina un país alegre, rebosante de ilusiones esperanzadas, como según ella era cuando soñaba con ir por todo. Aunque pocos creen que se arriesgaría en una elección en que, conforme a las encuestas, sufriría una derrota humillante, algunos suponen que lo que quiere hacer es recordarles a los demás peronistas que sigue siendo más popular que cualquier otro compañero y que por lo tanto no sería de su interés abandonarla a su suerte.
¿Coincidirán? Sorprendería que hubiera muchos que decidieran que, dadas las circunstancias, solidarizarse con Cristina sería la opción menos mala. Aunque los kirchneristas prometen hacer de la Provincia de Buenos Aires un reducto inexpugnable con una multitud de cargos políticos disponibles para la militancia, no hay garantía alguna de que el electorado colabore con lo que se han propuesto. Siempre y cuando los candidatos de Juntos por el Cambio logren tranquilizar a quienes sospechan que quieren hacer una hoguera de los subsidios, lo que sumiría a millones en la indigencia, podrían recuperar el manejo del territorio clave.
Como es natural, motivaron risas entre los escépticos los esfuerzos de la vicepresidenta por convencer a todos y todas de que en verdad encabezaba la oposición a su propio gobierno. La trataron de loca, esquizofrénica, irracional, pero por ser cuestión de un personaje cuyos muchos éxitos políticos se deben en buena medida a su hostilidad hacia el mundo tal y como es, puede comprenderse su voluntad de regresar a lo que toma por su lugar natural. Hoy en día, alzarse en rebelión contra la realidad suele ser más provechoso que intentar adaptarse a ella.
De todos modos, a esta altura Cristina entenderá que cometió un error estratégico cuando, detrás de la pantalla de humo que le suministró Alberto disfrazado de moderado sensato, volvió al poder a fines del 2019.
Le hubiera sido mucho mejor que Macri, luego de haber triunfado en las urnas, siguiera en la Casa Rosada, ya que por miedo a lo que serían capaces de hacer los kirchneristas y sus aliados habría sido reacio a dejar que la Justicia la persiguiera con mayor intensidad que en los cuatro años previos. También hubiera tenido que continuar manejando una economía que, por cierto, no ofrecía a los populistas los recursos que necesitarían para continuar repartiendo beneficios entre todos aquellos que podrían resultarles útiles. Aunque en aquel entonces nadie podía prever la pandemia que pondría en pausa tanto la economía local como la mundial, era evidente que al próximo mandatario le aguardaría una tarea hercúlea.
Desde el punto de vista de los ideólogos del kirchnerismo, lo que encarnan podrá salvarse de la catástrofe electoral que tantos vaticinan si se opone frontalmente a cualquier medida que sabe a ajuste. El que ya sea suyo el gobierno es lo de menos. Para ellos, el desastre económico que está sufriendo el país es un activo político muy valioso que no se proponen ceder a sus contrincantes, de suerte que les conviene hacer cuanto puedan para agravarlo. Suponen que, aun cuando se vean expulsados del gobierno y, lo que les sería peor, pierdan el manejo de “las cajas”, rebelarse contra todos los esfuerzos por sanear las finanzas nacionales debería asegurarles el poder necesario para intimidar a los resueltos a someter a su jefa máxima a la Justicia “ultraderechista” que la está amenazando.
Dicho de otro modo, los incondicionales de Cristina quieren continuar aprovechando la gran contradicción que, desde diciembre de 1983, debilita la democracia argentina y que se manifiesta a través de la incapacidad de la clase dirigente nacional de conciliar la lógica política con la económica. Para ganar elecciones, hay que prometer lo imposible, como en efecto hicieron Cristina, Alberto y sus colaboradores en los atribulados meses finales de la gestión macrista. ¿Sinceramente creían en lo que decían en aquel entonces? En el caso de “la doctora”, es factible que sí, ya que siempre ha tomado en serio sus propias fantasías voluntaristas, pero otros peronistas habrán entendido que se trataba de una mentira piadosa del tipo recomendado por Platón porque haría más plausible el “relato” en que se basaba su poder.
Durante muchos años, hasta los políticos más lúcidos han preferido pasar por alto el dilema así planteado. Como Macri y los integrantes de su equipo, apostaban a que, por ser tan evidentes las ventajas comparativas con las que contaba el país, sería suficiente que llegara al poder un gobierno de apariencia racional como para impulsar un tsunami de inversiones que les ahorraría la necesidad de intentar aplicar un ajuste auténtico. Aunque parecería que algunos opositores siguen persuadidos de que “una política de choque” tendría consecuencias calamitosas, la realidad se ha hecho tan fea que, por populista que quisiera ser, el gobierno actual, o su sucesor, se verá constreñido a cortar drásticamente el gasto público. Obligado a optar entre la hiperinflación y un ajuste brutal inmediato, no le será posible postergar por mucho tiempo la hora de la verdad.
Es lo que sigue tratando de hacer Sergio Massa, pero pocos creen que logre hacerlo hasta fines del año que viene cuando, conforme al calendario electoral, la ciudadanía pronunciará su veredicto sobre el desempeño del gobierno kirchnerista. La sensación en los mercados es que el “plan llegar” tiene los días contados y que, sin dinero, el ministro de Economía, sea Massa u otro valiente, no tendrá más alternativa que la de ajustar. Para complicar todavía más el panorama, es concebible que el esquema que el Gobierno está procurando sostener se derrumbe justo cuando Alberto, que cayó enfermo mientras estaba en la isla turística indonesia de Bali, se vea forzado a entregar la lapicera a quien aspira a encabezar la lucha popular contra el ajuste, una eventualidad que, de más está decirlo, no contribuiría en absoluto a conservar el simulacro de estabilidad que es el logro principal de Massa.
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