Por Jorge Fernández Díaz |
La batalla más encarnizada entre los dos principales pensadores mexicanos comenzó en 1978 y fue todo un escándalo. “Es difícil recobrar la tensión de una polémica –cuenta hoy Enrique Krauze–. Es como revivir una pelea de box”. Para convertirse en el “caudillo cultural” de su generación y con aires de superioridad moral, Carlos Monsiváis vapuleó en público a Octavio Paz, y este rebajó a su rival diciendo que no era “un hombre de ideas sino de ocurrencias”. Pero el núcleo de la conflagración se desencadenó más tarde y tuvo que ver con un tema actual y muy triste: Paz denunció que la izquierda sufría una suerte de parálisis intelectual. Y añadió: “Es una izquierda murmuradora y retobona, que piensa poco y discute mucho. Una izquierda sin imaginación”.
Monsiváis se ofendió y le devolvió el mandoble, reivindicando la “vitalidad combativa” de la progresía, pero Paz insistió en señalarle la ceguera frente a los crímenes y perversiones del socialismo soviético. Su antagonista no tuvo más remedio allí que aceptar lo obvio: el estalinismo asesinó y reprimió bárbaramente en nombre del proletariado; en efecto sus burocracias rechazaban cualquier disidencia y su régimen era siempre incompatible con las libertades individuales, las minorías, los disidentes y el pluralismo. Pero Paz no reconocía el “esfuerzo épico para construir la Republica Popular China” y la “heroica” revolución cubana: la crítica a las “deformaciones –sostenía Carlos– debía acompañarse de una defensa beligerante de las conquistas irrenunciables”. En otro artículo, Octavio le contestó con una lista contundente: “La realidad del gulag en Rusia, los crímenes de Mao, las matanzas de Camboya”. Pretendía Paz una mirada objetiva sobre esas malhadadas experiencias y exigía asumir la responsabilidad moral del caso: “¿Se ha preguntado Monsiváis si esos ‘grandes logros’ se inscriben en la historia de la liberación de los hombres o en la de la opresión?”.
Tardó varios años, pero al final el retador cambió de opinión, fue adoptando las posiciones de Paz y se volvió también un crítico consistente de la dictadura castrista. Estas escaramuzas, y muchas otras, están narradas de manera apasionante por el propio Krauze en su flamante libro Spinoza en el Parque México, una monumental autobiografía ideológica y un texto de aprendizajes y lecturas confeccionado por un historiador mexicano a quien Andrés Manuel López Obrador hostiga casi cotidianamente. Enrique Krauze ya tiene contabilizados al menos 230 dardos que el presidente populista de su país le ha lanzado desde el atril y en el contexto de La Mañanera, un monólogo público de tres horas que el inefable jefe de Estado protagoniza todos los días hábiles. Un cacique en la cúspide del poder obsesionado con un pensador de a pie, aunque Krauze es también –vale advertirlo– el heredero intelectual de Paz y el editor de la prestigiosa revista Letras libres. En la presentación de su libro, la semana pasada en Buenos Aires, estaba en primera fila Juan José Sebreli. Y la referencia a las refriegas de Paz y Monsiváis evocan, como se ve, el negacionismo progre frente a las persecuciones, encarcelamientos, torturas, censuras y otras formas de violación a los derechos humanos que se registran en las tiranías de Venezuela, Cuba y Nicaragua; también frente a su estruendoso fracaso económico y social. Esos tres despotismos –vale la pena remarcarlo– son aliados estratégicos de la actual Cancillería argentina. El silencio cómplice, cuando no las operaciones directas de asociación y encubrimiento son una trágica tara de cierta izquierda regional, que no aprende de sus errores históricos. Esta misma semana el mundo cultural hispanoamericano se vio sacudido por las tardías (pero valientes) palabras de Joaquín Sabina, que se declaró “muy cabreado” con las revoluciones del siglo pasado; incluyó muy especialmente la de Cuba: “Fui amigo de la revolución cubana y de Fidel Castro, pero ya no lo soy, no puedo serlo –confesó–. Ahora estoy del lado de los que se manifiestan y de los que se exilian de la isla. Los que hemos sido de izquierdas tenemos la responsabilidad de decir la verdad ante algunos desastres de la izquierda”.
Todo este asunto se conecta íntimamente con una novedad sustancial que se registra en los nuevos “socialismos del siglo XXI”. El presidente de Colombia le dijo por fin esta semana a El País de Madrid que “rechazar la democracia liberal lleva a la dictadura, como ha ocurrido en algunos países de América Latina”. Gustavo Petro asegura que su triunfo, junto con la victoria de Boric y el ascenso de un Lula moderado, señalan un cambio en contra de los experimentos del populismo autoritario, que se consumaban y celebraban con bombos y platillos quince años atrás. Petro intenta convencer, por ese camino, al propio Nicolás Maduro para que el régimen chavista ceda a elecciones realmente limpias y desemboque en un republicanismo de alternancias, con un anzuelo fundamental: conseguirle una amnistía; tabla rasa con los crímenes de lesa humanidad y empezar de nuevo. El planteo mismo demuestra la magnitud del problema que alcanzan las sociedades, y también la comunidad internacional, cuando un régimen de partido único cruza todos los límites y llega demasiado lejos: desmadejar esa maraña, desandar ese laberinto de púas, implica sacrificios éticos muy difíciles de asumir.
En la Argentina un “pacto de la Moncloa”, como les propuso Felipe González hace quince días tanto al kirchnerismo como a la oposición, implicaría en los hechos no solo amnistiar a los responsables de la más desmesurada megacorrupción de Estado de la historia reciente, sino anular incluso todas y cada una de causas judiciales en curso. Son pactos sobre la impunidad, que difícilmente la opinión pública acepte de buen grado, aunque vengan con moño democrático y envueltos en el celofán de la prosperidad prometida. Pero aquí maticemos: nunca se sabe, en realidad, cómo reaccionará un inconsciente colectivo que suele ser voluble y, en consecuencia, una clase dirigente oportunista que actúa, como el fútbol, en la dinámica de lo impensado (Panzeri dixit). Este nudo tan difícil y trascendental marca la magnitud del desafío de la hora: conducir el pospopulismo, conseguir gobernabilidad, evitar violencias y atenuar los efectos autodestructivos de la hiperpolarización. Cualquier administración republicana que arribe a la Casa Rosada el 10 de diciembre de 2023 con las reformas necesarias bajo el brazo se encontrará seriamente amenazada; entre otros, por los okupas y saboteadores del Estado militante y por piqueteros y sindicalistas, que intentarán chantajearlos e incendiarles la calle.
Más allá de las múltiples mentiras que Cristina Kirchner derramó “sinceramente” el jueves desde su tribuna del Estadio Único, hay algo cierto: para nadie será posible gobernar este país fragmentado y fundido sin una especie de consenso económico y político del día después. Una operación de alto vuelo ejecutada desde una contundente legitimidad de los votos que restaure de verdad, sin defecciones morales, un “acuerdo democrático”. Digo de verdad porque no se puede tomar en serio esa propuesta por parte de una lideresa acorralada que 24 horas antes, y con la complicidad de la corporación peronista, apuñaló por la espalda a la democracia, desobedeciendo una resolución de la Corte Suprema y dañando así el Estado de derecho. Se trata de la misma dama que se encargó siempre de dinamitar todos los puentes con la “partidocracia entreguista”, que instaló el odio en el lenguaje político, que mantuvo vigente su agenda de hostigamiento e imposición, y que trabajó incansablemente para la hegemonía. Por más que ahora, siguiendo la estrategia ganadora de Lula, envíe tibios e inverosímiles gestos de concordia y centrismo, la arquitecta egipcia parece detenida fatalmente en la estación anterior de la historia. A esa misma estación donde Petro y Boric no quieren regresar, luego de haber abierto los ojos. Como los abrieron Monsiváis hace décadas y Sabina hace unos cuantos días.
© La Nación
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