Por Arturo Pérez-Reverte |
A mediados del siglo XI, los intentos de los emperadores germánicos por que su anhelado Sacro Imperio cuajase en una realidad se fueron definitivamente al carajo. En verdad se trataba de un reino alemán con un poquito de Italia, porque el resto de Europa iba a su propio rollo.
Hasta el reino de Francia parecía más estable, pues desde Hugo Capeto se limitaban allí a gobernar el reino.
Por su parte, los emperadores alemanes ni siquiera tenían corte fija; iban de acá para allá, hoy en Sajonia, mañana en Franconia y cosas así, y tampoco influían fuera de sus fronteras: Bohemía y Hungría se independizaron, y fueron los daneses-normandos instalados en Inglaterra, no los emperadores alemanes, quienes acabaron cristianizando Dinamarca, Suecia y Noruega. Aun así, la pretensión imperial era asegurar la influencia sobre los papas de Roma para asegurar la lealtad de sus súbditos, y sobre todo controlar a los obispos locales, que eran quienes cortaban el bacalao en sus respectivas diócesis. La costumbre era que los emperadores nombrasen a los obispos a su conveniencia; pero un papa llamado Gregorio VII dijo hasta aquí hemos llegado, chavales, y en lo mío mando yo. Iglesia no hay más que una, y al emperata me lo encontré en la calle. No hay dos poderes (terrenal y espiritual) iguales, sino uno divino al que se subordina el humano. Y fue de ese modo cómo un joven rey alemán, Enrique IV, emperador nominal, se metió en un buen jardín al enfrentarse al tal Gregorio, ignorante de con quién se jugaba el bigote. Aquel pifostio se llamó Guerra de las Investiduras: Enrique reunió un consejo de obispos adictos para que declarasen a Gregorio indigno del papado (falso papa, monje pecador, desertor de su convento, aseguraba Petrus Craso); pero Gregorio, en vez de acojonarse, subió la apuesta excomulgando al emperador y dispensando de obediencia a sus súbditos. Eso ya eran palabras mayores: viéndose solo y tirado como una colilla, a Enrique IV no le quedó otra que humillarse pidiendo cuartelillo al papa en el castillo de Canosa, y lo hizo bajo una nevada tremenda, vestido de penitente y con ceniza en la cabeza (papelón ridículo que no olvidaría en su puta vida). Siguieron una serie de dimes y diretes, de incidentes y zafarranchos que acabaron con los siguientes papas reforzados en su poder con toda Europa detrás, y un Sacro Imperio poco sacro, tan agobiado por sublevaciones, traiciones y aislamiento que no le cabía un cañamón por el ojete. Así que, amanecido el siglo XII (año 1122, para ser exactos), se firmó el concordato de Worms, mediante el que los emperadores renunciaban a nombrar obispos y cada mochuelo a su olivo. Hay que señalar la importancia que Gregorio VII, aquel papa chuleta y peleón, tuvo para la Iglesia y el futuro de Europa; pues, además de emancipar (en líneas generales) al clero del poder laico, inició un proceso irreversible de centralización, prestigio e influencia. El pobre papa no llegó a ver los resultados, porque Enrique IV, que tenía buena memoria, nunca perdonó lo de Canosa y le hizo la puñeta hasta aprisionarlo y hacerlo morir exiliado (Amé la justicia y aborrecí la iniquidad; por eso muero en el destierro, dijo Gregorio mientras palmaba). Pero sus sucesores se beneficiaron de todo eso; y a partir de entonces, aunque con altibajos propios de tan turbulenta época, los obispos de Roma se convirtieron realmente en sumos pontífices. Dios no se ha servido de los reyes para regir a los sacerdotes (lo escribió Anselmo de Luca) sino de los sacerdotes para dirigir a los reyes. Pasó la Iglesia católica, a partir de entonces, a una fase ofensiva del papado en la que grandes pontífices, desde Inocencio III a Bonifacio VIII, consolidaron el enorme poder de la institución. Entre los siglos XI y XIII los papas y su espectacular organización europea sobrevolaron la totalidad de un Occidente donde la idea de imperio se desvanecía en favor de una res publica christiana de naciones soberanas. Intelectuales de campanillas como Bernardo de Claraval (hoy san Bernardo) aseguraron a la Iglesia una sólida base doctrinal, y los predicadores y órdenes mendicantes garantizaron el fervor del pueblo analfabeto mientras una burguesía cada vez más influyente crecía en las ciudades. Según la Iglesia, fuera de ella no había pensamiento ni salvación posibles; y los disidentes, herejes e infieles podían ser legítimamente masacrados. Para contrarrestar ese poder y ejercer el suyo, reyes y príncipes se pertrecharon de abogados, juristas y representantes del pueblo. Dos modelos distintos, abocados al enfrentamiento empezaban a verse en el horizonte. La Europa moderna iba estando a punto de caramelo; pero antes viviría momentos apasionantes con la lucha contra el Islam y las Cruzadas.
[Continuará]
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