domingo, 16 de octubre de 2022

Un país en caída libre

 Por Jorge Fernández Díaz

Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte, decía Unamuno. Pero supongo que también se viaja para verse desde lejos con mayor objetividad. Viajar es malo para el prejuicio, la intolerancia y la estrechez de mente, añadía Mark Twain. Aludo, aquí y ahora, a quienes aun en medio de esta tragedia económica poseen la dicha de tomar distancia y también a quienes soportan los cepos y pesados impuestos que persisten en transformarnos –bajo la coartada de una falsa solidaridad que encubre una rotunda incompetencia– en ciudadanos de cabotaje de un país endogámico, oscurantista y cerrado a cal y canto. 

Ya sabemos que para el nacionalismo vernáculo viajar no es un derecho, sino un pecado del individualismo y la frivolidad –dólar Turista, dólar Qatar–, y que sus jerarcas y fanáticos no pueden concebir que se parta por cuestiones de estudio o trabajo, o por íntima necesidad: visitar a los hijos y nietos que emigraron precisamente de esta catástrofe autoinfligida, en busca de algún futuro que no sea negro. En todo caso, viajar hoy es constatar que al otro lado del Atlántico se pueden pronunciar las mismas palabras que aquí, pero que resulta engañoso asimilar unas a otras de manera automática: en España, por ejemplo, escandaliza una inflación anual que equivale a la que nosotros nos fumamos en apenas seis semanas; se denuncian intentos de copamiento del Poder Judicial, pero allí están muy lejos de pretender cargarse a la Corte Suprema e infectar con una legión de militantes obedientes toda la administración; la venalidad europea es siempre estruendosa pero resulta modesta y artesanal si se la compara con la mega operación industrial de saqueo y coimas que se perpetró durante los últimos veinte años en la Argentina; la pobreza es preocupante pero no replica ni por mucho la gravedad ni la magnitud que aquí ha alcanzado; la droga persiste en su daño venenoso y transversal, pero los carteles no se han adueñado –en connivencia con policías y políticos– de las barriadas pobres, ni ametrallan ni amenazan de muerte como en nuestros conurbanos, en Rosario o en Sinaloa. Sus problemas tienen el tamaño de una lagartija de balcón; los nuestros, la estatura de un Tiranosaurio Rex.

Igualmente creen que venimos del futuro y prefieren exagerar la nota a dejarse cocinar, como la rana, a fuego lento mientras se dan un baño falsamente inofensivo en el fondo de la olla. Casi cualquiera –en calles, redacciones, consultoras y tertulias– llega rápido a una conclusión lúcida: los argentinos, creyendo que edificábamos un palacio, construíamos nuestro propio manicomio. Hemos naturalizado la demencia política y económica, y no pasa semana sin que algo se descosa y reviente, puesto que ingresamos no solo en una larga agonía sino en una riesgosa fase de microestallidos en cadena. El presidente de la Nación se ha convertido en una figura decorativa (Van der Kooy dixit), la vicepresidenta considera que esta no es su gestión y se encarga de apedrearla, y el superministro de las reservas perdió en treinta días el consenso interno y el halo de salvador de la patria. La pregunta es obvia: ¿entonces quién gobierna? ¿Quién? Cruzados por rencores y nuevas vendettas intestinas, ensimismados en sus respectivas burbujas, aclimatados en la derrota abismal y sin más ideas que repetir las ya malogradas, la respuesta es terrorífica: nadie. Y a eso hay que agregar que todavía no contamos con las nuevas encuestas cualitativas sobre el consumidor raso; me refiero a la gente que atraviesa esta novedosa y extrema experiencia –convivir con un horizonte de 100% de inflación–, y a la que el agua le llega al cuello como nunca, o que ya directamente bracea bajo la línea. Los sensores de los piqueteros y sindicalistas suenan todo el día como chicharras de cuartel; las bases se los quieren comer crudos, y ya no hay negocio de cúpulas que valga para amortiguar la conflictividad. El drama de fondo se nota en las declaraciones y los movimientos de antiguos aliados del oficialismo; el más disparatado de todos es Pablo Moyano: un incendiario profesional presionando desesperadamente al cuerpo de bomberos voluntarios para que extinga las llamas; el más descarnado fue un funcionario de Desarrollo Social: Daniel Menéndez dijo en voz alta que el Gobierno estaba “en tiempo de descuento”. Se trata de una admonición imprudente –a este gobierno constitucional le quedan 14 meses–, pero también ilustrativa de lo que piensan quienes pretenden seguir representando a los “humildes”: no hay espacio para una agonía eterna, no se vislumbra un punto de inflexión, y nos internamos en el explosivo último trimestre del año.

Cuando preguntan en el extranjero cómo llegamos a semejante anegamiento, a este articulista solo se le ocurre citar la frase señera de Cristina Kirchner: “El Estado debe conducir al capital”. Efectivamente, lo condujo. Pero al precipicio. Hace mucho tiempo que prácticamente no se genera empleo genuino en estas pampas y que se multiplican el esoterismo financiero, la inseguridad jurídica y el trabajo ilegal, y que los inversores huyen despavoridos o apuestan comprensivamente en otras latitudes. “Escapad gente tierna, que esta tierra está enferma”. Después de décadas de canilla libre, ahora estamos en caída libre. Es verdad que lo contrario de una idiotez puede ser otra: tampoco el capital debe conducir al Estado, como pretenden algunos ultras de nuevo cuño. La fórmula que dio resultado en los países prósperos fue la expresada famosamente por Brandt: “Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”. Pero aquí, más incluso que la negligencia coyuntural, es el estatismo cerril la clave de este fracaso histórico. Se trata, indudablemente, de máximas arraigadas en una parte del inconsciente colectivo: así es como triunfan los procesos de colonización mental y el quiebre del sentido común. Así se jodió Perú, como diría Vargas Llosa.

Muchos empresarios nacionales no son ajenos a esa domesticación. De hecho, uno de los más importantes discursos del Coloquio de Idea no estuvo destinado a la denuncia concreta de toda esta política tóxica y errada, sino a igualar a tirios y troyanos, y a echarle la culpa de nuestras desgracias a esa entelequia confortable para quienes nunca se mojan: la “grieta”. Una nueva teoría de los dos demonios para esconder la deliberada estrategia divisionista de una facción que ha buscado con ahínco anular la democracia republicana e instaurar un régimen de partido único. Esta defección empresarial hace pensar en la cobardía –el capital es cobarde– y también en un cierto acostumbramiento a las reglas turbias y arbitrarias del kirchnerismo. Esas reglas parecen más fáciles de seguir que las normas duras y abiertas de la competencia leal. Se explica así por qué el establishment apostó por Scioli y se entusiasmó con Alberto Moderado, y por qué a la hora de la verdad apoyó en secreto las reformas de Cambiemos y el fin de las mafias y cartelizaciones, pero nunca dejó de preguntar: “La mía está, ¿no?”. Cuando no estaba, ardía Troya.

Criticar la grieta en abstracto es tan tramposo como igualar las culpas entre un país invasor y otro invadido, en nombre por supuesto de la paz y la concordia. De igual forma, los burócratas del FMI –blanco simbólico y grandilocuente del kirchnerismo– le perdonan ahora el incumplimiento de las metas y se las asignan engrosadas al próximo gobierno, como si un maestro premiara al peor alumno y castigara al más virtuoso frente a toda la clase. Parafraseando a Savater: los republicanos son juzgados por el peor de sus resultados y los kirchneristas por la mejor de sus intenciones. Todos deben ceder, dictaminan ciertos hombres de negocios. ¿Por dónde deberían empezar los republicanos? ¿Cedemos la división de poderes, la propiedad privada, el sistema de alternancias, la cultura del trabajo, la libertad de expresión? ¿Cedemos ante el copamiento del Estado y ante el adoctrinamiento y la destrucción escolar? Digamos fruslerías, que es gratis e inocuo –parecen pensar–. Siempre habrá imbéciles que se lo tomen en serio y nos defiendan.

© La Nación

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