Por Carlos Ares (*) |
Te Leo Messi, como un cuento. Érase una vez un pibe jugador de fútbol tan chiquito que cuando corría detrás de la pelota sólo se le veía la cara. Los defensores, más altos, más robustos, se asomaban para intuir la intención del cuerpo oculto. Entonces la pelota, como si tuviera vida propia, hacía un semicírculo, los eludía, o pasaba entre sus piernas. El arquero, desesperado, tejía una tela invisible con los brazos, pero ese hombre araña no podía evitar que el gol se envolviera girando en su red.
En habilidad, maña, destreza, medía el doble, pero se estaba quedando bajito en tamaño físico. Cuando las rodillas apenas sobresalían por encima de la pelota, el padre consultó a un endocrinólogo. Estaban a tiempo. Tenía que aplicarse una inyección diaria con la hormona del crecimiento. El tratamiento, molesto, casi indoloro, era seguro, eficaz, pero muy caro. Más para quien llegaba apretado a fin de mes. Newell’s no podía pagar. River no quiso.
Te Leo Messi, en la mirada, aquella despedida. Decir adiós a la canchita, los amigos, el barrio, la familia. Con tu viejo, en un hotel, los dos solos. La ventana da a una calle desconocida de una ciudad extraña. Las distancias largas, el tiempo eterno, las preguntas calladas. ¿Qué hacemos acá? ¿Cuándo nos vamos? ¿Cuánto falta para volver? Demasiado pibito para entender por qué, qué sentido tiene olvidar todo lo que uno es, todo lo que se quiere con tal de cumplir el sueño de jugar en primera.
Te veo entrar en la cancha auxiliar del Barcelona. Serio, trémulo, flaquito, la cabeza a la altura de los hombros de los demás. Obligado a demostrar para quedar. Nada de lo que hacías ahí, contra rivales bien comidos, terminaba de convencer a los responsables de desembolsar prejuicios, aprobar los gastos. Era imprescindible ganar, golear, reproducir una y otra vez el efecto mágico. Tenías que confirmar en cada prueba que la varita de la zurda al tocar la pelota convertía la ilusión en algo real. Veían el truco de cerca, pero no sabían cuándo, cómo sucedía.
Leo Messi. Tu nombre escrito en la mítica servilleta donde se firmó la promesa de contrato. Era necesario esperar, aguantar un poco más. Con ella en las manos se habrán secado las lágrimas. Las lloradas sin que tu viejo sepa. Las de él, sin que vos te enteres. El ingreso a la pensión del club, tratamiento, controles médicos, una oportunidad de trabajo para tu padre. Hacer planes, proyectar, seguir, confiar, todo era al fin posible. Cuando el potente foco seguidor del debut finalmente se encendió sobre vos, la noche quedó atrás, despatarrada como un marcador de punta.
Desde entonces te seguimos a la distancia. Con la emoción de los que siempre, al trasluz de los ojos al borde, vemos nuestros colores debajo de otra camiseta. Nos colgamos el orgullo como una recompensa merecida por tanta malaria. Con cierta melancolía, para qué negarla. La propia de un país que los ve partir. Que no puede ayudar a millones de pibes, a crecer como se debe. Te debe pasar que, a veces, sin que sepas de dónde viene, por dónde se cuela en la casa, sentís como un chiflete cálido, un rumor de mar, de olas que rompen, se doblan en reverencia constante.
Somos nosotros, alentando desde acá. Rugidos de asombro, voces conmovidas, palpitaciones fuertes. Flecos de sueños que tuvimos, papelitos arrojados desde la tribuna, sentimientos ardiendo en el fuego de la pasión, promesas insólitas, ruegos de rodillas a dioses raros. Sombras curiosas, de andar leve, que después de arroparte, antes de desvanecerse, se pasean hasta el amanecer entre tu colección de camisetas, pelotas de cuero, balones de oro, botines goleadores.
Te escribo, Messi, de camino a la infancia. Con la ansiedad de entrar. Estar ya ahí. Subir los escalones. Salir al sol de la cancha. Gritar. Escuchar cantar. Revolear una bandera. Tengo, como los chicos que llevan cartulinas con pedidos, la esperanza de que por alguna misteriosa razón tal vez te lleguen estas líneas. Inocente fantasía que no entraña vanidad, ni ahí. Sería sólo para hacerte saber que algo inexplicable pasó cuando te vimos sentado en el Maracaná. Hablabas con tus hijos. Les mostrabas la medalla.
No sabría decirte bien qué.
(*) Periodista
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