Por James Neilson |
Como suele suceder cuando hasta los más optimistas entienden que la Argentina está deslizándose con rapidez creciente hacia otro desastre descomunal, son cada vez más los que atribuyen el estado nada satisfactorio del país a la resistencia de los políticos a olvidar sus pequeñas diferencias y sumar fuerzas. Muchos parecen creer que si todos cerraran filas detrás de un programa consensuado, lo que a su juicio harían si no fuera por el egoísmo de quienes subordinan todo a sus propios intereses mezquinos, el país lograría dejar atrás sus dificultades y por fin, ponerse en marcha.
Entre los tentados por lo que sería la enésima edición del “gran acuerdo nacional” que tales bienintencionados tienen en mente está el presidenciable Horacio Rodríguez Larreta. El alcalde de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sueña en voz alta con encabezar un gobierno ecuménico, uno provisto de varias patas peronistas para que sea auténticamente representativo, que cuente con el respaldo del setenta por ciento o más del electorado. Entonces, supone, sí le sería posible movilizar al país para arrancarlo del pantano viscoso en que está hundiéndose.
Un producto extraño de la convicción de que la propensión de los políticos a perder el tiempo peleando entre sí está en la raíz de la debacle nacional es la noción de que sería muy bueno que Mauricio Macri y Cristina Kirchner celebraran una “cumbre” que, además de hacer posible un armisticio que serviría para tranquilizar a la gente, les permitiría charlar de forma constructiva sobre los problemas nacionales con el propósito de alcanzar una síntesis superadora que pusiera fin a las antinomias que muchos creen han mantenido paralizado al país.
Con todo, si bien sería positivo que los dos ex mandatarios, y sus seguidores, aceptaran intercambiar opiniones de manera civilizada, son tan distintos sus respectivos idearios políticos y económicos que sólo se trataría de un diálogo de sordos. En cuanto al deseo de que un encuentro sirviera para eliminar la “grieta”, lo único que podría engendrar un eventual maridaje del kirchnerismo y sus adversarios más tenaces sería un monstruo equiparable con ciertas bestias de la mitología griega como el Minotauro que nació de la unión de la esposa del rey cretense Minos con un toro.
Lo del consenso salvador es una linda fantasía pero, por desgracia, se basa en una ilusión. La crónica crisis argentina, que ya tiene casi cien años, no se debe a las divisiones políticas, que se dan en todas partes del mundo, sino a la precariedad institucional agravada por el compromiso emotivo de demasiadas personas con esquemas facilistas, de los que la fe en las presuntas cualidades terapéuticas de los consensos es una manifestación más. Mal que nos pese, el que una mayoría abrumadora apoyara una estrategia política y económica equivocada, como tantas veces ha sucedido a partir de mediados del siglo pasado, no significa que funcionará. Antes bien, garantizará que la catástrofe que tantos temían cuando la adoptaron resulte ser aún peor que lo previsto. Por mala que fuera la “herencia” que legó el equipo de Macri a la selección de “científicos” formalmente encabezada por Alberto, era evidente desde el primer momento que fracasarían de manera aún más penosa que sus antecesores.
Sea como fuere, los dirigentes de Juntos Por el Cambio confían en que, aunque sólo fuera por descarte, uno de los suyos se mudará a la Casa Rosada luego de celebrarse las próximas elecciones presidenciales, pero el triunfo que, merced a la gestión calamitosa del Frente de Todos de Alberto, Cristina y Sergio, por ahora les parece asegurado, será un cáliz ponzoñoso si los integrantes del nuevo gobierno carecen de ideas a un tiempo firmes y realistas sobre lo que tendrían que hacer para que la Argentina se recuperara, además, claro está, de la capacidad de llevar a cabo lo que se propongan. Lo comprenden muy bien los “halcones” del PRO como Macri y Patricia Bullrich, además de su aliado Ricardo López Murphy, pero sucede que en una democracia no basta con tener razón; también es necesario contar con la aquiescencia, cuando no del apoyo entusiasta, de una parte sustancial de la sociedad. Así, pues, les convendría a los líderes de Juntos Por el Cambio concentrarse en persuadirse primero a sí mismos de la necesidad de tomar muchas medidas antipáticas y, después, convencer a la ciudadanía de que le sería inútil pedirles más subsidios cuando los miembros del gobierno actual y sus adictos se hayan replegado a sus cuarteles de invierno en La Matanza, ya que las arcas estatales no contendrán dinero sino montones de facturas pendientes
En la Argentina, la grieta o, si se prefiere, antinomia más importante sigue siendo la que mantiene separadas la realidad política por un lado y la económica por el otro. Kristalina Georgieva, la búlgara a cargo del Fondo Monetario Internacional, resumió el problema cuando señaló que “hay presiones de parte del público que van en contra de lo que más le conviene, presiones de que se aumenten los gastos cuando no es algo que puedan pagar”. De más está decir que la contradicción así subrayada, y la voluntad de tantos políticos de aprovecharla comprometiéndose a hacer lo imposible, hacen comprensible la prolongada declinación argentina.
Así y todo, aunque es legítimo suponer que a la larga muy pocos se verán beneficiados por la inflación rampante que está triturando a la sociedad, privándola de elementos que necesitará para recuperarse, son muchos los que se sienten con derecho a insistir en que sería muy pero muy injusto obligarlos a asumir una parte de los costos de frenarla. Es lo que están haciendo una multitud de lobbistas empresarios, dirigentes sindicales, caciques piqueteros, militantes políticos y otros, cuyos esfuerzos vigorosos por defenderse perjudican a los más débiles, comenzando con los millones de personas que ya son indigentes y las que pronto lo serán.
El gran desafío que enfrentan aquellos políticos que aspiran a gobernar el país es conseguir que una masa crítica de la población se adhiera, aunque sólo fuera porque no vea otra opción, a un programa de reformas drásticas que, de más está decirlo, tendrían que ser muy diferentes de aquellas que, a través de los años, se han visto respaldadas por la mayoría. Con todo, si bien hay señales de que están ganando terreno en la batalla cultural los conscientes de que es urgente que la clase política dé la espalda al estatismo fofo al que tantos siguen rindiendo homenaje, distan de haber superado la resistencia a los cambios “estructurales” que serían precisos para que el país aprovechara mejor sus recursos materiales y humanos. Aunque a esta altura escasean los que reivindicarían el statu quo actual, son muchos los que se aferran con tenacidad a las ideas en que se basa.
Tanto en el exterior como dentro del país hay escépticos que están convencidos de que, para salvarse de la ruina, la Argentina tendría que pasar por las horcas caudinas de una crisis socioeconómica aún más brutal que la que ya está sufriendo, una que sea lo suficientemente salvaje como para enseñarle a la población que, cuando se dejó engañar por el kirchnerismo y sus aliados del peronismo tradicional, se condenó a un futuro colectivo miserable.
La actitud de quienes piensan así es similar a la del liberal emblemático (cuando de la economía se trataba) Álvaro Alsogaray, que a comienzos de 1976 se oponía al golpe militar que todos sabían inminente no porque le disgustaban los regímenes castrenses sino porque quería que el gobierno de Isabelita Perón se desplomara en medio de una gigantesca conflagración socioeconómica que, suponía, espantaría tanto a la población que nunca más votaría por un candidato presidencial peronista. De más está decir que los militares, cuyas prioridades eran otras, no prestaron atención a sus consejos; Alsogaray tuvo que esperar algunos años para que un gobierno, el del peronista heterodoxo Carlos Menem, intentara aplicar algunos de los remedios que recomendaba.
De todos modos, los trotskistas locales y sus amigos distan de ser los únicos que toman en serio la vieja consigna revolucionaria “cuanto peor, mejor”. Libertarios como Javier Milei y José Luis Espert también saben que sus esperanzas políticas dependen menos de sus propios méritos que de las consecuencias nada felices de lo que están haciendo políticos voluntaristas, guiados por Cristina y sus acólitos, que se imaginan capaces de manipular a piacere todas las variables económicas habidas y por haber.
Los libertarios prevén que no sólo los peronistas sino también los prohombres del ala radical de Juntos Por el Cambio continúen perpetrando errores tan graves que, tarde o temprano, la mayoría se resigne a que sería mejor apostar al ultraliberalismo económico, lo que sería factible, si bien un eventual triunfo electoral de Milei o alguien de ideas parecidas se debería menos a una conversión genuina al credo que predican que al desprestigio de las alternativas. De todas formas, es de prever que la emergencia social ocasionada por una crisis económica que, de estar en lo cierto los agoreros, podría culminar en un colapso generalizado, siga intensificándose hasta adquirir dimensiones tan grandes que el Estado, reformado o no, tendrá forzosamente que desempeñar un papel clave en la vida nacional por mucho tiempo más.
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