Por Jorge Fernández Díaz |
La temprana y dolorosa muerte de Javier Marías, hoy exaltado hasta por quienes apenas unas semanas atrás lo maldecían en secreto a raíz de sus valientes críticas al “progresismo” europeo -casi siempre cómplice de la izquierda autoritaria latinoamericana y propulsor de la tiranía de lo políticamente correcto, con sus delirios y contemporáneas inquisiciones- ha reflotado también la figura de su padre y mentor. Que viajó más de veinte veces a la Argentina, fue recibido por Borges y era un sabio popular de consulta permanente en aquellos tiempos donde aquí se hablaba de decadencia, sin comprender todavía que se estaba muy lejos del piso. Hoy estamos en el subsuelo.
Cuando uno repasa su última exposición, en un teatro a pleno y durante los inicios de la década del noventa, se sorprende de la devoción que despertaba Julián Marías, y de la lucidez y los matices con que interpretaba a los argentinos. Para el filósofo español nuestra sociedad había abandonado la petulancia de los primeros años del siglo XX, cuando éramos la octava potencia del mundo: “Tuvieron mucho éxito y estaban encantados de sí mismos”. Y a pesar de los tremendos errores y retrocesos posteriores no habíamos perdido la vitalidad, algo que treinta años más tarde se registra con espanto: nuestras palabras del momento son “angustia” y “anomia”; los conceptos que surgen de todas las encuestas cualitativas son “resignación sin horizonte” y “pesimismo”. Marías consideraba que hasta entonces nuestro país también había logrado eludir el fenómeno del “adolescente enquistado”. Explicaba que de la mujer y el hombre que no tenían frescas la niñez y la adolescencia poco se podía esperar. Pero también que esos recursos seguían siendo fértiles en tanto y en cuanto formaban conscientemente parte del pasado irrepetible, porque quienes seguían siendo siempre adolescentes constituían un verdadero desastre. Un “adolescente enquistado” conserva así la irresponsabilidad y nunca se da de alta como adulto, y lo que vale para los destinos individuales, vale también para los colectivos. Es curioso ese fenómeno: Julián Marías no alcanzó a ver cómo el populismo argento de nuevo cuño precisamente infantilizaba la memoria histórica y ganaba votos practicando una adolescencia henchida de consignas grandilocuentes y aderezada con “regalos” insustentables y generados merced a una devastadora insolvencia fiscal. Esa adolescencia del “puro presente” nos trajo hasta este abismo de pobreza, declive moral, éxodo y superinflación.
Durante aquella última presentación, don Julián explicaba que más allá de las convulsiones de superficie -dictaduras, revoluciones y otras violencias políticas- no notaba en el vasto subsuelo social una discordia, entendiendo por ella la inquietante “decisión de no querer convivir” que había desatado -por caso- la Guerra Civil española. Registraba abajo, lejos de los microclimas trágicos de la alta política, una cierta concordia social y un anhelo común de salir adelante y progresar. Había muchos problemas, pero la grieta de antaño parecía disuelta y todavía no había gobernado una facción divisionista que pretendía reabrirla desde el Estado como una zanja insalvable entre amigos y enemigos. Finalmente, aquella noche inolvidable el padre de Javier Marías habló de la gran tentación de ciertos gobiernos: creer que poseen tal legitimidad como para hacer lo que quieran y disponer por lo tanto de todo. Dio al respecto un ejemplo que calificó de trivial, pero que no lo era: “¿Podría vender el gobierno español el Museo del Prado? Estoy seguro de que sería un buen negocio y una buena noticia para el Ministerio de Hacienda, pero evidentemente no se podría hacer. Porque el Museo del Prado no pertenece a un gobierno, sino a los españoles: los pasados, los presentes y los futuros. No puede intervenir un poder legítimo en la vida personal, ni puede decirnos en qué debemos creer, puesto que todas esas son las cosas que arman justamente las discordias”. La descripción resulta triste y paradójicamente premonitoria, y releerla, en esta Argentina fragmentada, provoca escalofríos. Porque además toda su exposición hace juego con un momento de digestión y balance nacional: si hay hoy un clima de época, este alude al posible crepúsculo de una era, no porque el kirchnerismo se encamine a su segura derrota sino porque su modelo da signos contundentes de agotamiento. A diferencia de lo que ocurría durante aquel ya remoto 2015, flota en una enorme mayoría la certeza de que esta senda no ha conducido a la prosperidad, sino la miseria y la frustración. De hecho, durante los últimos días quedó claro ante la opinión pública lo que los máximos dirigentes del oficialismo presienten: ya no queda tiempo para dar vuelta el partido. Buscan, en consecuencia y cada uno a su manera, un bote para alejarse de la succión del Titanic, obvia nominación metafórica que colocó en el centro de la escena con un mal chiste el mismísimo ministro de Economía: “Hoy tengo más lío que el plomero del Titanic”. Se esperaba hace un mes y medio que su plomería “ortodoxa” produjera un milagro marítimo, pero ya todos saben que el iceberg ha abierto el casco y sus compañeros, con realismo peronista, piensan ahora que cada minuto cuenta. Las múltiples teatralizaciones del 17 de octubre de 1945 -ese ritual tan moderno- sirvieron para mostrar los carteles de tinta invisible que todos parecían portar en el pecho: “Yo no fui -les juraban a sus furiosas bases-. Nos traicionaron”. Misiles contra la Casa Rosada y castigo folklórico para el FMI, que a todas luces les perdona la vida y le carga a la próxima administración el verdadero calvario. El Plan Platita III no es un hito en esta debacle, sino un salvavidas. Y un salvavidas de plomo, puesto que resultará por tercera vez inflacionario. Luego, en plena campaña electoral, no se quejen, compañeros: ustedes piden la manguera para apagar el incendio, pero no lanzan agua fría sino combustible.
Cuarenta y ocho horas después del Día de la Deslealtad, los kirchneristas de paladar negro se reunían en La Plata para intentar blindarse del naufragio, los Moyano amenazaban ampulosamente con el desabastecimiento para reafirmar que quienes vengan deberán negociar con ellos, los burócratas multimillonarios de la CGT reclamaban un lugar en las listas y el Gobierno demandaba a un integrante de Gran Hermano. Es que Alberto Fernández necesita estar libre de causas de corrupción, porque sueña con transformarse en lo que en realidad siempre quiso ser: un lujoso expresidente, un conferencista bien cotizado, a la manera de Rodríguez Zapatero, y un paladín de la agenda woke. El paraíso reparador y soñado. Es por eso mismo que casi incendia involuntariamente el jardín de Cristina: se jactó ante los empresarios del Coloquio de Idea de no cobrar coimas en la obra pública. Después quiso retroceder en pantuflas y reinterpretar su propia osadía, pero ya era un poco tarde. Otra vez el inconsciente, doctor Freud, y esta vez no era un chiste.
La actual descomposición, que como se ve solo puede ser narrada con cierta guasa, se explica así con este drama profundo de un país sin vitalidad y con adolescencia enquistada, que se ha permitido la irresponsabilidad como política de Estado, que amó la gratuidad sin mirar las consecuencias, que nunca dio de alta su adultez gestionaría y fiscal, que propició una generalizara discordia y que habilitó incluso la posibilidad de que un gobierno se creyera lo suficientemente legitimado como para decirnos en qué creer, y disponer de cuestiones sagradas que no pertenecían a un caudillo o una lideresa feudal sino a todos los argentinos. Aquellas ilusiones de don Julián Marías se basaban en un diagnóstico científico y correcto, pero no tenían en cuenta -nadie podía entonces siquiera sospecharlo- las secuelas del nefasto neopopulismo que se avecinaba. Esas ilusiones quedaron hechas trizas. Se las llevó, como a las cenizas finales de la vida, el viento cruel de la Historia.
© La Nación
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