martes, 27 de septiembre de 2022

Una historia de Europa (XXXVII)

 Por Arturo Pérez-Reverte

Entre los siglos IX y X, el mundo más o menos mediterráneo en torno al que se articulaba la historia tenía tres espacios geográficos: la Europa occidental, el imperio bizantino de oriente y los países musulmanes. Pero a diferencia de los dos últimos (Constantinopla, Córdoba y Bagdad eran ciudades importantes), el territorio que podríamos llamar europeo era más bien rural: pocas ciudades, casi todas arruinadas; y en el campo, mercadillos locales, castillos de señores feudales más analfabetos que otra cosa, monasterios dedicados al ora et labora y población campesina. 

No es raro, con ese panorama, que en las crónicas de los musulmanes españoles de la época, intelectualmente muy refinados para su tiempo, se mencionara a los cristianos como bestias pardas y bárbaros del norte, cosa que (tampoco vamos a tirarnos pegotes con eso) en realidad eran, o éramos. En esencia, la vida en los estamentos sociales más bajos era una auténtica cabronada: los monjes rezaban y comían caliente y los nobles hacían la guerra y violaban a mujeres e hijas de sus siervos sin preguntar si sí es sí, o si no es no, mientras la mayoría de la gente echaba los hígados trabajando en el campo como animales. El comercio de esclavos como botín de guerra e incursiones piratescas se mantenía activo (también musulmanes y bizantinos lo practicaban con entusiasmo), y una crónica de la época señala, para no dejar dudas, que en Marsella se vendían hombres y mujeres, según la costumbre. Casi todos los campesinos medievales curraban tierras que no eran suyas sino de los reyes, la nobleza o la Iglesia. Y tanto les apretaban las tuercas con impuestos y abusos, que estallaron muchas revueltas, todas con menos futuro que hoy, en España, la biblioteca del Congreso de los Diputados. Por ejemplo, el Roman de la Rose detalla un estallido revolucionario que en el año 997 fue ahogado en sangre: A varios mandó el duque arrancar los dientes y a otros los ojos, y muchos fueron quemados vivos. Tal era, sin paños calientes, el mundo feudal: palabra que procede de feudo, o sea, concesión de un rey o señor a un vasallo a cambio de ayuda, respaldo político y asistencia en la guerra. Visto desde abajo no todo era malo, y también el sistema tenía sus ventajas; pues a cambio de impuestos, derechos de pernada y otros privilegios, el señor feudal contraía la obligación de impartir justicia, atender a su gente y protegerla de enemigos, saqueadores, bandoleros y otros incordios. Dicho esto, lo más destacable (basta consultar los textos de la época para comprobarlo) es que aquellos señores feudales eran una pandilla de hijos de la notoria y grandísima puta, que practicaban el asesinato político, la venganza, el atropello y el reventar al vecino con una naturalidad pasmosa. Pérfidos, brutales, sanguinarios, aquellos fulanos vivían (y morían) pendientes de quedarse con las tierras de otros mediante matrimonios, herencias, asesinatos y comidas de oreja al duque o al rey de turno. Hasta el siglo XII más o menos (a partir de ahí los fueron domando a estacazos) los monarcas toleraron ese estado de cosas y esa chulería feudal, porque necesitaban a aquellos animales con caballo y armadura, ligados a su rey por juramentos de lealtad, para verse respaldados o para hacer la guerra. Así, a cambio de ese apoyo político y militar, el noble no pagaba impuestos y era en su tierra señor de horca y cuchillo. Conferidas al clero las labores intelectuales, el oficio de las armas era el que daba prestigio, riqueza y poder. Y de ese modo, convertida en ejército profesional cuya distinción se legaba de padres a hijos, la nobleza feudal se convirtió en principal fuerza y símbolo de la Alta Edad Media. Si la Iglesia poseía las almas, ella poseía los cuerpos. Lo del refinamiento caballeresco, el amor espiritual y otras mariconadas cortesanas vendría más tarde. En aquella primera etapa, la cultura se dejaba a las mujeres (las de clase privilegiada, por supuesto), mientras que los varones de la nobleza eran educados desde niños exclusivamente en el arte de la guerra: toda su formación era el combate, y toda su cultura, romances y canciones bélicas. De ese modo, los guerreros de Francia y España (esta última ya con dos siglos de acuchillarse con la morisma local, lo que no era mala escuela) se convirtieron en los mejores del mundo de entonces. Volviendo al historiador Pirenne, que (pese a ser belga y estar hoy un poquito superado) lo resumió bastante bien: Violentos, toscos, supersticiosos pero excelentes soldados, esos caballeros practicaban comúnmente la perfidia, pero jamás faltaban a la palabra dada. Y, bueno. Así fue. Mientras tanto, en torno a ellos, con sus virtudes y defectos, fraguaba despacio la futura Europa.

[Continuará]

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