Por Arturo Pérez-Reverte |
El día de Navidad del año 800 después de Cristo entró en la gran historia de Europa, por la puerta grande y con las bendiciones de la Iglesia de Roma, un fulano interesante: se llamaba Carlomagno y lo coronó el papa León III. Aquélla fue una jugada maestra por parte de Su Santidad, que así mataba varios pájaros de un tiro.
Por una parte ponía bajo su control, el de la Iglesia romana, las palabras imperio y Occidente; lo que no era ninguna tontería porque en la parte oriental, Bizancio, había heredado el trono Irene de Atenas, una mujer a la que complicaban la vida y el futuro revueltas políticas y disensiones religiosas.
Con un emperador adicto a su persona en la parte occidental, el papa se lavaba las manos del imperio bizantino, dejándoselo a los griegos en plan tú mismo con tu mecanismo, y consolidaba su poder en poniente, que era el verdadero núcleo importante de Europa. Además, Carlomagno era listo, valiente y tenía carisma. En la Vita Caroli, el monje Eginardo lo describió alto, guapo, con el pelo blanco, autoritario y digno: Cultivó con extraordinario celo las artes liberales y veneraba a quienes las enseñaban. Por lo demás, el nuevo emperata combinó el espíritu guerrero de los pueblos germánicos (era rey de los francos) con una religiosidad que lo convertía en prototipo del caballero cristiano según el canon de la época. Y realmente era de armas tomar: dominó el reino de los lombardos, puso los pavos a la sombra a los sajones, ocupó Frisia y Panonia, y no hizo lo mismo con Hispania porque en Roncesvalles los guerreros, pastores y montañeses locales (imagínense a esos animales vestidos de pieles tirando piedras desde arriba) le escabecharon al caballero Roldán con toda su retaguardia, haciéndole comerse una derrota como el sombrero de un picador. Pero Roncesvalles aparte, el imperio carolingio, denominado pomposamente Sacro Imperio Romano, se estableció bajo el padrinazgo (espiritual pero también temporal) del papa de Roma, en mutua complicidad y más amigos que cochinos, convirtiéndose en el primer gran intento de reorganizar Europa occidental tras la caída de Roma. Al reino franco, más o menos la actual Francia, se añadían el norte de Italia y buena parte de lo que hoy llamamos Alemania, Austria, Suiza y Polonia. La capital se estableció en Aquisgrán, con una corte montada por todo lo alto con chambelanes, senescales y esa clase de títulos, y se dividía administrativamente en condados o reinos locales (que eran los territorios seguros) y marcas o zonas fronterizas (que hacían funciones defensivas). La idea resultaba estupenda, pero verdes las habían segado; era demasiado pronto para la Europa que barruntaban algunos. La extensión territorial resultaba excesiva para los medios de entonces, y los pueblos reunidos bajo el imperio eran diferentes entre sí. La religión católica con sus obispos, monjes y monasterios daba cierta unidad, pero no era suficiente (como nueve siglos más tarde escribió Voltaire: El Sacro Imperio Romano no fue sagrado, ni romano, ni fue un imperio). Así que el tinglado carolingio duró lo que Carlomagno: a su muerte se fragmentó de nuevo, dividido entre tres nietos que no tenían, ni hartos de sopas, la talla del abuelo; y otra vez fue la Iglesia Católica, con el papa de turno moviendo los hilos desde Roma, la que mantuvo unidos, aunque fuese relativamente, los restos del naufragio. Pero lo que más complicó el paisaje fueron las llamadas segundas invasiones (las primeras habían sido las de los bárbaros contra Roma) que devastaron Europa occidental entre los siglos IX y X: vikingos, magiares y sarracenos. Los primeros, primos hermanos de los germanos, procedían de Escandinavia (eran suecos, noruegos y daneses, llamados normandos en general), y además de expertos en navegación resultaron ser unas auténticas malas bestias, cuyo objetivo no era conseguir tierras, aunque en alguna se establecieron, sino saquear para conseguir botín. Por su parte, los magiares, o húngaros, eran una especie de bandoleros de las llanuras del este de Europa, buenos jinetes dedicados al robo y captura de esclavos, por la cara. En cuanto a los sarracenos (piratas musulmanes muy cabroncetes), asolaron el Mediterráneo y sus orillas, llegando a saquear las afueras de Roma. El caso es que, entre pitos y flautas, unos y otros devastaron regiones enteras con feroces incursiones, incendiaron pueblos, saquearon monasterios y llevaron la zozobra a aquella nueva y medieval Europa que empezaba a respirar tras el colapso imperial romano. No es casual que muchas poblaciones, costeras o no, se construyesen en lo alto de montañas fortificadas, y que ahí sigan. Ni que en los libros de oraciones de entonces figurase a menudo la significativa plegaria: Del terror normando (o magiar, o sarraceno) líbranos, Señor.
[Continuará]
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