Por Daniel Santa Cruz
“Estamos obligados a recuperar la convivencia democrática que se ha quebrado por el discurso del odio que se ha esparcido desde diferentes espacios políticos, judiciales y mediáticos de la sociedad argentina”, decía el presidente Alberto Fernández apenas tres horas después del atentado malogrado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner que conmocionó al país. Poco se sabía sobre el suceso, pero el Presidente ya encontraba responsables intelectuales e instigadores del delito en la justicia, el periodismo y la oposición.
Pasó una semana, la investigación avanza y la justicia tiene detenidos y maneja hipótesis sobre lo sucedido. Sin embargo, desde el Gobierno no dejaron de hablar del “discurso del odio” y lo ponderaron, de alguna manera, como tema de preocupación, aún más importante que el atentado. En algún punto los voceros del Gobierno, luego de que sea el mismo Presidente quien abrió la puerta, sacaron a relucir un fuerte odio bajo la excusa de que lo hacían mientras llamaban a combatirlo.
Está claro que el Gobierno no confunde, necesita hacernos creer que una investigación judicial o un alegato de un fiscal que acusa a la vicepresidenta es parte de ese discurso del odio, lo mismo que una crítica periodística, por ejemplo. Esta columna podría ser ubicada en ese género. Y, por último, ataca a la oposición, a quien se la acusó sin fundamentos concretos, porque más allá de algunos omisiones desafortunadas como la que tuvo la presidenta del Pro, Patricia Bullrich, que no condenó el atentado, en general reaccionaron mejor de cómo fueron tratados. El sábado condenaron el hecho en la Cámara de Diputados, votando junto a un oficialismo que horas antes los había responsabilizado. En nombre de la democracia y de los valores de la convivencia política pusieron la otra mejilla ante los ataques fuera de lugar de parte de un gobierno que no sabe a quién más culpar para justificar un rotundo fracaso de gestión.
Pero no solo circunscribieron las causas del atentado al “discurso del odio”, sino que fueron más allá y también utilizaron el término “exterminio”. Lo hizo la portavoz de gobierno, Gabriela Cerruti, para responsabilizar a periodistas en una entrevista el sábado pasado en el canal LN+ “Hay periodistas con nombre y apellido que son partícipes necesarios muy centrales de la construcción del odio en Argentina y que hagan una autocrítica y que ese discurso que les genera uno o dos puntos más de rating tiene profundas consecuencias sociales, discursos que generan otros discursos de persecución, de expulsión y de exterminio”. Así, con esa liviandad, habló de exterminio. No fue la única, por cierto, banalizando etapas históricas de la Argentina y el mundo donde la violencia y el exterminio formaron parte de la realidad. Ni siquiera por respeto a los que lo padecieron durante la dictadura militar o a sus familiares fue capaz de medir tamaña comparación. ¿Qué pensarán de esta afirmación aquellos testigos del exterminio de Ruanda en 1994 donde casi un millón de ruandeses de la etnia tutsi fueron masacrados por un gobierno tomado por los hutus en solo unos meses? Porque parece ser necesario que pongamos las palabras en contexto para darles el verdadero significado, solo para tomar dimensión del disparate que se llegó a decir.
Para el Gobierno vale todo, observan con lupa cada error o exabrupto de algún opositor para magnificarlo. No está mal que lo critiquen, con o sin razón, porque es un derecho enmarcado en la libertad de expresión, pero jamás repudian o ni siquiera se despegan de las voraces afirmaciones, muchas de ellas fuera de toda convivencia democrática, que tienen algunos de los suyos. Pasen a dar una vuelta por la cuenta de Twitter de Luis D Elía, escuchen a Hebe de Bonafini (que llegó a pedir que las pistolas Taser sean probadas con la hija del expresidente Mauricio Macri), para encontrar algunos ejemplos. Siempre la violencia y el odio es contra ellos, jamás ponen un pie en el freno para moderar voces propias. No lo harán, forma parte de sus maniobras construir escenarios que justifiquen la vehemencia irresponsable con la que intentan acaparar la atención para no hablar de los problemas cotidianos que sufre la sociedad, que seguramente siente más pena y frustración que odio cuando ven como la inflación destruye a paso acelerado su capacidad adquisitiva.
La libertad de expresión es el derecho que garantiza que se visibilicen todos los derechos. Por suerte, en la Argentina no hay espacio para crear una norma que, enmascarada detrás del control del odio, busque censurar críticas políticas o investigaciones judiciales, pero sí hay una enorme voluntad de parte del Gobierno de hacerlo compulsivamente, confrontando con una sola regla de juego, que señala que todo lo que daña y divide tiene que ver con la crítica a sus propios intereses, sobre todos aquellos que ponen trabas a la búsqueda de una impunidad buscada, como lo hizo estos días el senador Mayans.
Y eso es la parte peligrosa de esta historia: si la estrategia del Gobierno consiste en convencer a la sociedad de que el odio es generado por la justicia o el periodismo, si van a poner en ellos la responsabilidad de un acto delictivo de extrema gravedad que aún sigue siendo materia de investigación, si van a utilizar este atentado, por suerte fallido, para reacomodarse electoralmente, no solo nos demuestran que estamos ante el gobierno más ineficiente de la democracia reciente, sino también ante el más inescrupuloso.
© La Nación
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