Por Claudio Jacquelin
“Por favor, no se peleen”. Es el reclamo que más escuchan los candidatos y principales dirigentes de Juntos por el Cambio en sus recorridas por el país de parte de adherentes, votantes fieles y electores ocasionales. La demanda vale para su interna en llamas, pero no para la relación con el oficialismo. No, al menos, con la misma intensidad ni extensión.
Las preferencias de halcones y palomas se correlacionan con la expectativa de vinculación con el Gobierno, en general. Para unos, se trata de hablar lo necesario. Para otros, lo mínimo indispensable. En tanto, cae de manera pareja la opción de alguna distensión con el ala dura encarnada en Cristina Kirchner y La Cámpora, extensible al frente estadounidense representado por Sergio Massa. Entre la posición irreconciliable con unos y la desconfianza con los otros, los cambiemitas de a pie cierran o entornan las puertas a un diálogo con el oficialismo.
En la superestructura no hay mucha diferencia, salvo excepciones, como la de Gerardo Morales con su canal siempre abierto con Massa, que mantiene en alerta a correligionarios y compañeros de coalición. Otro tanto, pasa con Facundo Manes, que se ocupa de sostener con hechos su imagen de insider-outsider, para desconcierto e incomodidad de sus socios cambiemitas.
Del lado oficialista de la vida política, la demanda de permanecer unidos no se advierte como una cuestión urgente para sus militantes y votantes duros. Se trata de un imperativo categórico inherente al partido del poder (para no volver a perderlo). Lo mismo ocurre en relación con la oposición. No existe exigencia de diálogo alguna. Solo emerge ante un riesgo cierto de descomposición, pero con condicionamientos. Cualquier concesión es traición, salvo para los votantes críticos.
El reclamo social de convivencia política aparece así como una exigencia contradictoria o demasiado llena de matices en casi todo el espectro ciudadano. Un abstracto o un ideal. Tan deseable como casi impracticable. Igual que muchas grandes leyes, que no se aplican o no se respetan, cristalizando la anomia.
El atentado contra Cristina Kirchner abrió una línea de crédito (o tolerancia) para las voces que proponen algún tipo de acercamiento, como el que empezó a admitir la propia vicepresidenta en su primer aparición tras el tentativa de magnicidio. No obstante, como lo expresaron en las primeras horas posteriores a ese hecho los más prominentes camporistas, la disposición al diálogo “no es a cualquier precio”.
El halo místico (Cristina dixit) y el entorno religioso que le impuso la vicepresidenta a su reaparición, en línea con la misa en Luján, vendría acompañado solo en dosis homeopáticas de las virtudes de la tolerancia y el perdón. Como aconsejaba Néstor Kirchner, con su esposa hay que mirar más lo que hace (y con quién lo hace) que lo que dice.
Buena parte de los religiosos y laicos que participaron del oficio de adoración en el Senado se encuentran en el cuadrante más radical de la Iglesia y de las organizaciones sociales. Sus opiniones respecto de la dirigencia cambiemita van de la negación a la descalificación y el rechazo sin muchos matices. Mauricio Macri es su Leviatán y Cristina Kirchner, lo más parecido a una semideidad. En el universo macrista más duro no hay dioses ni semidioses, pero sí intocables, como el expresidente, y execrables, como la vicepresidenta. Vidas paralelas hasta el fin.
Sobre esas bases deben moverse los promotores de un diálogo que de tanto enunciarse se aproxima a la saturación semántica. O a la nada. “Una parte intensa de la sociedad (casi el 40%) no quiere jubilar a Cristina ni a Macri”, explica la directora de la consultora Trespuntozero, Shila Vilker. Ambos lo saben demasiado.
Por eso se menea tanto la idea de un encuentro entre ellos como condición sine qua non para que prospere algún entendimiento mínimo. Pero no es de ahora.
Wado, el pionero entusiasta
Uno de los primeros del mundo cristinista a los que se le escuchó plantear esa opción muchos meses antes del atentado contra la vicepresidenta es al ministro del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro.
“Si no sentamos en una mesa a Paolo Rocca, a Héctor Magnetto, a Hugo Moyano y a la Mesa de Enlace, pero también a Macri y a Cristina, no hay posibilidades de avanzar y superar los ciclos de fracasos de la Argentina”, le ha dicho De Pedro a miembros del establishment económico y dirigentes políticos opositores.
Esa es la declaración más recurrente, casi ya un cliché, expuesta en sus raides componedores por el jefe camporista, que fascinan a sus interlocutores más permeables (sobre todo a expertos en mercados regulados), entusiasman a los bienintencionados de siempre y ratifican las desconfianzas de los agnósticos de la política y del Estado.
El argumento wadista de que solo los dos referentes más claros de cada espacio pueden encarrilar un diálogo con la autoridad que les da su largo antagonismo colisiona, por lo mismo, con su viabilidad. El punto de encuentro parece demasiado lejano. Lo expuso Macri al decir que se sentaría con su predecesora si es con la Constitución sobre la mesa. Una forma de negarle cualquier apego a las normas que rigen la República.
Extremar las exigencias suele ser el camino previo a cualquier negociación. Sin embargo, cerca del fundador del Pro dicen que está demasiado entusiasmado con el título de su próximo libro: “¿Para qué?”.
El problema, entonces, es sobre qué bases puede iniciarse algún tipo de diálogo, con qué propósito, a qué acuerdos de mínima se pretende y se podría llegar y en qué lapso. A eso cabe sumar dos ítems igual o más complejos. Por un lado, quién llama al encuentro y, por otro, quién es el garante de esa conversación. La confianza está básicamente rota entre los espacios y respecto de quienes mantienen algún contacto subterráneo.
Tanto para el llamado como para la mediación faltan actores e instituciones en condiciones de concretarlos. La Iglesia Católica, que tuvo en buena medida ese rol en 2001, ya no goza de la aureola de imparcialidad que la revestía entonces. El papado de Bergoglio también tiene sesgo y la dirigencia política, al igual que la sociedad, ha cambiado demasiado desde entonces.
Las dificultades estructurales radican en el incentivo que pueden tener unos y otros para iniciar un diálogo y, mucho más para alcanzar algún tipo de entendimiento en este momento.
Paradójicamente, no ayuda la transición que atraviesa el gobierno en materia económica, al haber pasado del borde del abismo al que llegó, con la intempestiva renuncia de Martín Guzmán y la crisis financiera y cambiaria que le sucedió, a la relativa calma que alcanzó con la llegada de Massa a Economía.
Esa precaria tregua conseguida opera como el principal motivo de desconfianza para la mayoría de los opositores. Aunque la tranquilidad cambiaria no logra trasladarse a otras variables de la economía, como la inflación, igualmente le devolvió alguna ilusión electoral al oficialismo, a pesar de que tiene desafíos demasiado elevados por delante, cuyas soluciones no carecen de costo político.
La intensidad operativa de Massa, la diversidad de herramientas que está dispuesto a usar, más su decisión, audacia y carencia de pruritos para correr límites no dejan relajarse a ningún opositor. Es un jugador que se asume más cerca del pragmatismo extremo de Carlos Menem o de Néstor Kirchner que del dogmatismo simbólico de Cristina Kirchner o la procrastinación estéril de Alberto Fernández. Él mismo se definió (o quiso ser visto) alguna vez como una síntesis de aquellos dos expresidentes.
Su reciente viaje a Estados Unidos y sus heterodoxos manejos cambiarios aparecen como exponentes claros de su forma de pensar y de gestionar. “Mientras tenga conejos en la galera, Sergio los va a sacar, aunque corra el riesgo de la extinción”, admite uno de los dirigentes que mejor lo conoce en sus diversas facetas. Recursos de un experto en naufragios que sigue a flote.
A ese marco de calma cambiaria, que en la Argentina es un indicador de coyuntura clave, se le suma la sombra siempre latente de la complicada situación judicial de Cristina Kirchner y sus hijos, más algunas versiones e indicios sobre probables maniobras políticas tendientes a complicar o fracturar a la oposición.
Es el caso del posible intento oficialista de derogar las PASO, cada día con más chances de contar con los votos necesarios en el Congreso para lograr la modificación. La suspensión operaría como una bomba de fragmentación sobre la conflictuada nación cambiemita, Compartir costos, sin certezas de obtener ningún beneficio, es un motivo suficiente de renuencia para cualquier conversación con el Gobierno. La duda es si están ante una treta del oficialismo para ganar tiempo o frente a una trampa para cazarlos de a uno. Dilemas.
Para peor, la película de los políticos peleándose aburre antes que apasiona (para bien o para mal) a la mayoría de la sociedad, que no se enrola en ninguno de los bandos en conflicto. Demasiado bajo incentivo para entablar conversaciones sin garantías de resultados positivos para cada uno ni perspectivas ciertas de que sean por el bien común. La postergación del riesgo de colapso (o el tiempo que está ganando Massa) también despojan de urgencia a la demanda de diálogo.
El punto de inflexión que podría haber impuesto el intento de magnicidio o que se hayan traspasado límites que parecían infranqueables desde la recuperación de la democracia, según la perspectiva de Cristina Kirchner, no aparece como un desiderátum para la sociedad, según todas las encuestas conocidas con posterioridad, aun cuando todo lo que rodea al atentado exponga la necesidad de acuerdos sin dilaciones, dada la magnitud y la gravedad de los problemas estructurales que afectan al país.
Más desacople con la política
La fragmentación social y las urgencias de la ciudadanía fortalecen el desacople con las obligaciones y las necesidades de la dirigencia. Un enorme dilema para políticos a las puertas del inicio de un año de elecciones ejecutivas y parlamentarias. Incentivos en conflicto.
El punto de colisión entre las expectativas de unos y otros es simple de advertir: la sociedad demanda soluciones de fondo que sin un acuerdo político difícilmente se logren, pero no confía en diálogos ni exige ese entendimiento con la fuerza de un imperativo ineludible. Tampoco pena la confrontación con suficiente elocuencia, cuando no la incentiva.
Sin embargo, nadie está en condiciones de confiarse ni debería trasladar ese escenario a las elecciones de 2023. La ciudadanía demanda, mientras tanto, respuestas inmediatas (o paliativos) para aliviar su acuciante situación personal y social, que pueden entrar en conflicto con las soluciones de largo plazo.
Después de un sinfín de exabruptos, la recuperación en el último mes del espacio antiestablishment político (que muchas veces es antisistema) representado por Javier Milei lo vuelve a posicionar como la tercera fuerza electoral, con chances de romper la concentración del 80% del electorado entre el Frente de Todos y Juntos por el Cambio.
La probabilidad de llegar a las elecciones con un mapa divido en tres tercios vuelve a emerger con cierta fuerza. Sin embargo, los dos espacios que podrían verse en riesgo por esa perspectiva la perciben como una amenaza para sus rivales y no para ellos mismos. Las acusaciones y las versiones de financiamientos cruzados a los libertarios lo corroboran.
Las especulaciones y conjeturas sobre supuestos instigadores, autores intelectuales o financistas de la banda de los copitos que atentó contra la vicepresidenta, sin ninguna corroboración ni indicios ciertos todavía, aparece como una hipérbole de ese estado de sospecha de doble vía. El hecho de que nadie aparezca como beneficiario del plan demencial de los marginales Fernando Sabag Moniel, Brenda Uliarte y sus compinches mantiene las incógnitas, así como el intenso cruce de imputaciones (por ahora infundadas) entre los sectores más extremos de la antinomia kirchnerismo-antikirchnerismo.
Ese es el contexto en el que una dirigencia sometida a sus propias urgencias, sin liderazgo ni autoridad suficientes, se enfrenta a las contradicciones de la sociedad que pretende conducir. Un laberinto al que nadie puede, sabe o quiere encontrarle una salida.
© La Nación
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