Por Marcos Novaro |
Dos son los argumentos que sostienen la hipótesis kirchnerista de que el viento que sople en Brasil dentro de unos días va a hinchar las alicaídas velas de su proyecto y darle chances de recuperar la mayoría hace tiempo perdida.
El primero sostiene más o menos lo siguiente: Lula fue preso por corrupción, la sociedad brasileña pareció soltarle la mano, pero al poco tiempo se reveló que se habían cometido al menos algunas desprolijidades en el juicio en su contra, así que fue liberado y reivindicado por muchos de sus antiguos votantes como un perseguido; ahora vuelve al poder mientras que todos los que impulsaron las investigaciones por corrupción han caído en el olvido, o ataron sus destinos al de Bolsonaro.
Moraleja: si pasó en Brasil puede pasar en la Argentina. Los juicios por corrupción son acá también una moda pasajera y están plagados de irregularidades, alcanza con aguantar el chubasco de las acusaciones, porque la opinión hoy crítica del kirchnerismo, pues lo señala como un proyecto profundamente contaminado de corrupción, no va a tardar en cambiar de orientación, y a los acusados les conviene insistir en que están siendo arteramente perseguidos en esencia por hacer lo mismo que el resto del mundo con el dinero público, pero más todavía por hacer lo que los demás no hacen, redistribuir ingresos a favor de las clases subalternas.
Lula, un “ejemplo de honestidad”
El déficit principal que conspira contra la credibilidad de este argumento es la forzada analogía entre los juicios seguidos contra Lula y los que involucran a Cristina Kirchner, su familia y entenados. Lula fue preso por un departamento que usufructuó durante algunos veranos, pero no estaba a su nombre. Que se sepa, no aprovechó su paso por el poder para convertirse en un hotelero multimillonario, ni en un gran empresario inmobiliario, ni tiene a sus familiares y colaboradores escondiendo indisimuladamente cientos de millones en distintas partes del mundo.
La corrupción en Brasil fue y sigue siendo mucho más grave que el departamento que le fue cedido a Lula por algunos de sus amigos financistas. Y floreció de mil maneras durante sus administraciones. Pero si se profundiza un poco en la comparación planteada por el kirchnerismo entre esas experiencias de gobierno y las que este protagonizó, la conclusión más razonable sería más bien la contraria a la que él pretende instalar: se puede terminar concluyendo que el líder del PT es casi un dechado de honestidad. Y lo más gracioso del caso es que eso es lo que piensa el propio Lula.
Por algo se abstuvo de firmar la declaración pública con las que nuestro actual gobierno involucró a otros líderes populistas y de izquierda de la región, en defensa de Cristina Kirchner y contra las decisiones del Poder Judicial de nuestro país, una penosa manifestación de diplomacia ideológica y antirrepublicana. Firmaron unos cuantos, pero el aspirante a volver al palacio del Planalto se abstuvo. No fuera a ser que, en medio de la campaña electoral, algún periodista encontrara motivos para homologar su situación con la de nuestra exitosísima abogada.
El segundo argumento del kirchnerismo para entusiasmarse con lo que está sucediendo con Lula es electoral, y habla de un “renacer de las izquierdas latinoamericanas”, cuyos mojones iniciales habrían sido el regreso al poder del MAS en Bolivia, las victorias de Castillo en Perú, Boric en Chile y Petro en Colombia. Seguidilla que sería pronto completada en Brasil. Si esto último se confirmara, el clima regional sería muy favorable para un coletazo también en la Argentina, de la mano de Cristina Kirchner.
Sin embargo, este argumento ignora la razón principal de esa ola de victorias “progresistas”: las fuerzas que las protagonizaron no estaban en el gobierno cuando estalló la pandemia y la actividad económica se derrumbó en toda la región. Todas las fuerzas hoy vencedoras tienen algo más importante en común que las difusas similitudes ideológicas que el kirchnerismo destaca: fueron oposición en el momento en que eso resultó más rentable, lo contrario de lo que le sucedió a Cristina Kirchner y sus seguidores, por más que se esmeren en disimularlo, afirmando que fue Alberto Fernández el que gobernó todo este tiempo, y a ellos no les dio ni bolilla.
El equívoco en que naufragan estas comparaciones forzadas que pretende instalar el kirchnerismo es revelador de un problema aún más grave que su aspiración a ser disculpado de los rendimientos a todas luces decepcionantes de la gestión del Frente de Todos, y de las investigaciones judiciales en su contra. Y es que él supone que esos rendimientos no importan y estas acusaciones aún menos, lo que importa es la ideología, la fe que los anima a insistir y seguir haciendo lo mismo. Y es esa fe lo que deberían votar los ciudadanos, no lo que resulte de sus decisiones de gobierno.
Esta deformación ideológica no es nueva, era un vicio bien conocido ya tiempo atrás, pero se ha vuelto cada vez más intenso y gravitante en un grupo político al que casi todo lo que encaró le salió mal en los últimos diez o quince años, los millones malversados les salen por las orejas, e igual se niega a hacer la mínima autocrítica.
Y es esta, además, la diferencia fundamental que separa a Lula de Cristina Kirchner. El líder del PT está volviendo al poder, o al menos tiene chances de conseguirlo, acompañado en la fórmula presidencial por Geraldo Alckmin, una de las figuras más destacadas del Partido de la Socialdemocracia Brasileña, que representa, en la fraseología kirchnerista, la más consumada “derecha neoliberal”.
Y para aumentar sus posibilidades de triunfo, Lula ha insinuado que es posible que Alckmin sea su ministro de Economía, reconoció asimismo que en sus gobiernos hubo corrupción, y se acercó a la tercera fuerza en las encuestas, el Partido Democrático Laborista de Ciro Gomes, también candidato a presidente cuatro años atrás y muy crítico de sus gestiones y del petismo.
Cristina Kirchner el único antecedente comparable que tendría para mostrar es haber elegido de vice en 2007 a Julio Cobos, lo que concibió como un gesto casi decorativo, y tan así fue que apenas Cobos se resistió a sus dictados lo tachó de traidor y lo condenó al ostracismo. Desde entonces, la jefa aprendió, y ya no comparte el poder con nadie fuera de su comunidad de fe, a menos que esté segura de que sean tan pusilánimes que jamás la desafiarán. Mucho menos dialoga, negocia o coopera con gente que piense claramente distinto que ella: tan convencida está de ser la única representante legítima del pueblo, aunque el 80% de la gente que conforma ese pueblo se niegue a apoyarla o a creerle una palabra de lo que diga.
© TN
0 comments :
Publicar un comentario