Cristina aseguró que no se percató del ataque.
Por Sergio Sinay (*)
Apocos minutos de la medianoche del jueves 1º de septiembre, con su labia tan desafortunada como de costumbre, Alberto Fernández calificó el fallido y confuso atentado contra la vicepresidenta como “lo peor que nos ha sucedido en democracia”. Y por si no le bastara con minimizar de un plumazo las voladuras de la Embajada de Israel y del edificio de AMIA, olvidando a las víctimas mortales y a los deudos aún dolientes y carentes de justicia, el asesinato (así caratulado legalmente) del fiscal Nisman, los muertos de Once, o la desaparición de Julio López, declaró feriado el día siguiente.
La jornada de duelo nacional que no se decretó por ninguna de aquellas víctimas se otorgó en este caso como día festivo para facilitar una manifestación partidaria. No se privó, además, de reiterar el ya desgastado estribillo contra la oposición, los medios y el “discurso del odio” que, con sus palabras, él mismo estaba alentando subliminal y explícitamente.
Mientras esto ocurría, el ministro de Economía seguía alistando (acaso agradecido de que los reflectores apuntaran hacia otro lado) el furibundo ajuste que recién empieza y que ya se llevó puestas buenas partes del presupuesto educativo y de producción, ajuste que, así como antes era palabra maldita para el kirchnerismo, ahora parece ser parte de su dogma. También en ese momento la atención se alejaba del reciente alegato de los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola, que habían desplegado una copiosa y detallada batería de pruebas en el llamado juicio de Vialidad para acusar a la destinataria del fracasado magnicidio de ser la líder de una asociación ilícita dedicada a enriquecerse a costa del Estado (es decir, del bien común).
A partir de ese jueves 1º en la noche, la esquizofrenia argentina se desplegó en toda su magnitud. Por una parte se reprodujeron proclamas tanto sinceras como hipócritas, manipuladoras como atemorizadas, oportunistas como comprometidas, acerca de la necesidad de convivir en paz, de que toda violencia sea repudiada y de la “unión de todos los argentinos”, ese lugar común que pretende negar las profundas diferencias de valores que hacen imposible la coexistencia de corruptos con decentes, de víctimas con victimarios, de intolerantes con reflexivos, aunque sean todos técnica y legalmente argentinos. Por otro lado, se incentivaron las arengas y actitudes virulentas, las proyecciones patológicas del odio propio hacia los “otros”, los “ellos”, las diatribas morales de los “puros” hacia los portadores del mal, sea este lo que fuere. Si para cada tribu de “nosotros” (los que piensan igual, se ven propietarios de la verdad y no admiten ninguna mirada diferente) los propagadores del odio son los “ellos”, las cosas terminan por funcionar en espejo y los fogoneros del odio resultan finalmente todos. Cada uno a su manera, unos más groseros, descarados y violentos, otros aparentemente más civilizados y democráticos, unos con las garras a la vista, otros de guante blanco. En un clima así, un desquiciado con una pistola sin bala en la recámara convierte en acto lo que simbólicamente se viene cocinando desde espacios políticos (gobierno, oficialismo en todas sus versiones, oposición en sus diferentes versiones), sociales, barriales, callejeros, mediáticos y demás escenarios de la vida del país. Y planta un árbol que no deja ver el bosque que es necesario mirar. El espeso bosque de la corrupción, de la búsqueda de impunidad, del desprecio a las instituciones y los mecanismos republicanos, del vaciamiento y la mala praxis permanente de la función presidencial, el de la negación a aceptar y respetar el papel de la Justicia, el de la prepotencia de un fanatismo que degrada cualquier aspiración democrática.
La democracia funciona, decía el austríaco Karl Popper, enorme filósofo político y de las ciencias, cuando las minorías son respetadas. Si el árbol termina por ocultar todo eso, y la oposición continúa con sus vergonzosos chanchullos y sus patéticas rencillas internas, los estragos de la corrupción (hambre, pobreza, educación devastada, desocupación, inseguridad letal, marginación, precario sistema de salud) seguirán allí, provocando víctimas. Porque la corrupción, sí, gatilla, dispara y mata.
(*) Escritor y periodista
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