Por Nicolás Lucca
Si hay algo que aún me resulta revolucionario de la línea de historia de X-Files es la dicotomía sobre cuál es la conspiración: si el gobierno oculta que existan ovnis o si es el mismo gobierno el que promueve la creencia de que sí existen ovnis para que el común de la gente hable sobre ese tema y no sobre cualquier otro. Pero todos afirman que hay una conspiración para manipular la opinión pública. Todos dan por sentado que la opinión pública es maleable. Al final, el resultado es siempre el mismo: quienes creen, seguirán creyendo y quienes no, no lo harán nunca. El resto es marcar la agenda para que la población se entretenga en una discusión.
Y si hablamos de entretener, nada hace pasar el tiempo más velozmente que estar ocupados. La relatividad del paso del tiempo es notoria. Cinco minutos en un banco sin celular puede parecer un calvario eterno, mientras que tres horas de videojuegos pasan volando. ¿Recordás cuánto paso desde que Alberto Fernández deseó que el fiscal Luciani no se suicidara? No ocurrió un par de años atrás, sino hace tan solo diez días.
Del descargo de Cristina por YouTube solo pasaron once días. Del pedido de condena de Luciani, por ende, solo doce. La última embestida de Cristina y Alberto contra la Corte Suprema se dio hace tan solo 45 días y nos suena con eco, como si hubiera ocurrido en otro siglo.
Hace 62 días el ministro de Economía se llamaba Martín Guzmán. Hace 40 días se llamaba Silvina Batakis. ¿Recordás a Batakis? ¿Recordás que Scioli fue ministro? 39 días atrás Alberto Fernández dijo que había conversado con Kristalina Georgieva y fue desmentido por el propio FMI.
Hace tan solo veinte días Santiago Cafiero confundió la bandera de Dinamarca con la de Suiza. Sólo veinte días. Eso, que ya olvidamos, nos hizo recordar que pasaron seis meses desde que fue bochado por su inglés leído con desprendimiento de retina ante autoridades internacionales. Seis meses, un siglo, da igual. Imaginemos la sensación de recordar que Santiago aún era Jefe de Gabinete hace un año.
Sesenta días atrás, el Presidente de la Asociación Salvemos a Cristina, Alberto Fernández, dijo que el problema de la Argentina es que “la economía crece mucho”. Un día después se fue hasta Jujuy, visitó a Milagro Sala por haber sido internada y dijo que es una perseguida política. ¿Pasaron hace diez años? No, hace diez años Alberto era menos cristinista que trabajar un feriado. Y hace diez días se debatía la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires.
La velocidad a la que el gobierno marca la agenda es digna de estudio psiquiátrico. No hay forma de pensar en el día a día y ya casi no registramos que hace dos años estábamos encerrados, hace un año se conocía la foto de la partuza de Olivos y hace tan solo unos días el jefe de la bancada oficialista en el Senado culpaba a la causa vialidad de la falta de paz social.
Históricamente la agenda siempre fue marcada por los medios de comunicación. Hoy todos los medios corren detrás de la boludez del día. Así, en solo una mañana, pueden cambiar tres veces el título sobre qué pasará con la ley contra los discursos de odio. O ley anti fake news. O ley de la Sarasa.
Nadie registra que no hay chances de que ninguna ley propuesta por el kirchnerismo pueda ser aprobada con la actual composición de las cámaras legislativas. El oficialismo sí lo registra, por eso no tiene problemas en proponer que desembarquemos en Saturno en 2023. Nosotros discutiremos, ellos estarán en otra mientras nosotros discutimos. En una burbuja.
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Durante demasiado tiempo he vivido equivocado respecto de las burbujas informativas. Me explico: siempre creí que el que no estaba informado vivía en una burbuja. Pero la realidad me ha demostrado una verdad dolorosa. Y es que somos tan, pero tan pocos los informados que participamos en conversaciones sobre la actualidad política que, evidentemente, la burbuja somos nosotros.
Números, malditos números y su manía de no saber mentir. A lo largo de todo el fin de semana del loquito de la pistola en la cabeza de Cristina, la empresa Taquión monitoreó en tiempo real el comportamiento de Twitter. 3 millones de personas hablaron del tema. Si lo comparamos con poblaciones, es la totalidad de la Ciudad Aún Autónoma de Buenos Aires. O menos del 8% de la población total del país. O menos del 7%, vaya uno a saber si ni siquiera pudieron organizar un Censo.
De ese nicho de 3 millones, Twitter se llevó 2.6 millones repartidos en partes iguales entre los que apoyaban a Cristina y quienes desconfían de la veracidad del asunto o putearon por el feriado.
Por mi parte, me tomé la molestia de tomar nota en mi Rivadavia sobre las Tendencias. ¿Por qué? Porque siempre me sorprendió que, mientras todo mi TL daba la sensación de que un tema era el único existente, en las tendencias aparecía un coreano que no conozco o algo por el estilo.
El viernes, de las 30 tendencias principales al cierre del día, 29 tenían que ver con el hecho ocurrido la noche anterior. El sábado, movilización mediante, la primera tendencia fue la Plaza de Mayo. ¿La segunda? El director técnico de Gimnasia de La Plata. Y no, no dijo nada sobre Cristina. El resto fueron 27 Tendencias sobre treinta. El domingo volvió el fútbol y se llevó a cabo el tributo a Taylor Hawkins: 17 tendencias sobre 30 no hablaron de Cristina ni del atentado. Para el lunes no hubo una sola tendencia que alcanzara el Top 30 y hablara sobre el hecho o sobre Cristina. Incluso una hora de La Voz Argentina alcanzó para sepultar en el olvido 48 horas de “El odio no es información”.
Por un lado podemos reconocer que somos el nicho dentro del nicho de un nicho mucho más chiquito. Un inception de nichitos en el que creemos que el mundo entero opina como nosotros y ni siquiera registramos que la inmensa mayoría de las personas con las que interactuamos trivialmente por la calle está en otra.
Vivo relativamente cerca de un boliche. El viernes del feriado de reflexión por la democracia, reventó de chicos que se acercaron a reflexionar a la pista.
Hay personas que creen que es un síntoma de los tiempos y sienten nostalgia por cuando los diarios tenían una tirada de uno o dos millones de ejemplares. Ni el cinco por ciento del país en el año 2000, último pico histórico de ventas. Un punto de rating son unas 110 mil personas. Durante la noche del atentado, C5N alcanzó los siete puntos. LN, TN y A24 acumularon el mismo número juntos. 1.4 millones de personas. El lunes ya volvieron todos al sano promedio de no llegar al medio millón de televidentes. Un montón para la tele. Demasiado poco como para suponer que estamos todos pendientes de lo mismo.
La otra cara de la misma moneda explica por qué el gobierno entró en este avión supersónico de la agenda cambiante. Históricamente anticuados en su relación con los medios –regularon la radio y la tele en 2009 y seguimos el debate por redes sociales– todavía creen que hay que dominar la hegemonía de medios que nunca fueron hegemónicos sobre el pensamiento popular por razones numéricas que no pienso volver a repetir. Debe resultar desesperante cotejar las encuestas y ver que todo se diluye ante el fracaso fenomenal de la gestión económica. O sea: la misma medición de Taquión en la que se mostró al país paralizado por el atentado la noche del jueves es la misma que cuenta que, así y todo, Cristina y Alberto son los políticos con peor imagen negativa y positiva de todo el país. ¿Qué pasó? No sé: controlemos la información.
Es curioso cómo funciona el asunto y no quiero dejarlo pasar: el control del discurso social. Esto de tirar la piedra y después decir “se escapó, no está en nuestros planes, fue un chistecito” no es inocente: es para generar el debate y crear un nuevo caballito de carga de la militancia. En este caso, pelear por la regulación de las fake news bajo el loable paraguas de impedir los discursos de odio.
Quienes pululamos por las redes sabemos de la existencia de un ser intenso como la gravedad de un agujero negro, que hace años que no sabe, no quiere, no puede, no le sale hablar de otra cosa que no sea de la “Ley Anti Fake News”. Mauro Brissio, el sujeto en cuestión, no logra explicar una simple arista: si una fake news es su deseo o la realidad.
O sea: durante meses contamos con la información oficial sobre la rutina de la Quinta de Olivos hasta que finalmente se supo que era un quilombo en plena cuarentena. ¿Fue una fake news o la información posterior desmintió la anterior? ¿La ciencia nos mintió adrede durante años al decir que no había agua en Marte y ahora debemos juzgarlos o tan solo la acumulación de pruebas hizo que se cambie el paradigma de lo que creíamos como real hasta no hace mucho tiempo? ¿Es o se hace?
El asunto es tan fascista que no sobrevive al interrogante de quién define qué es una fake news ni qué es un discurso de odio. ¿Lo va a decidir un organismo del Estado? Porque si nos dedicamos solo a creer que una noticia falsa es, casualmente, una noticia que resultó falsa, no sé qué deberíamos hacer con cada denuncia de loufer, con el tarambana que aseguró que utilizarían la plata de los intereses de las Leliqs para pagar el aumento a los jubilados, que no devaluarían, o que nos pidieron el Perito Moreno de garantía por las vacunas.
¿Es una fake news prometer una ley anti fake news y que la den de baja al par de horas? ¿Acaso no enseñan que ya existen mecanismos de defensa ante un agravio o tan solo se hacen los boludos para hacer crecer al enano fascista que llevan dentro quienes proponen controlar el pensamiento ajeno? La pregunta se responde sola.
Debe ser devastador para el ego saber que el tema planteado el martes 6 de septiembre no le importó a nadie, absolutamente a nadie por fuera de los que consumen esas noticias. Es algo que quienes trabajamos en medios y hemos tenido la gestión de audiencias entre nuestras funciones –por ejemplo, fui editor de la redacción web de Perfil durante unos años– aprendimos a sobrellevar sobre una premisa: lo que a la gente le interesa, lo que a nosotros nos interesa, lo que debe publicarse. El equilibrio entre las tres cosas explica que tengamos una declaración en culo al lado de una investigación y debajo de un cronograma de vencimiento de impuestos.
Es duro el sopapo de escribir algo y que no impacte. Todavía me pasa. Estuve en un centro de refugiados en Polonia, conviví con niños ucranianos huérfanos y mujeres desplazadas durante días. Mi crónica midió la mitad que cualquier otra nota. ¿Me voy a enojar por eso? ¿Voy a patalear y decir que la gente no me prestó atención porque estaba pendiente de fake news? No, para algo pagué terapia tantos años.
Y mejor no olvidar la superposición de tareas o la creencia de que se descubrió la pólvora. Si yo digo que el impulsor de la ley es un pedante, un infantil con rasgos paranoides, psicopáticos y delirios de grandeza, el destinatario puede demandarme por calumnias e injurias, si es que se sintió ofendido. Habrá dejado de ser delito pero aún existe como resarcimiento. De hacerlo, yo tengo una chance de defensa. Por ejemplo, responder que “no configurarán delito de injurias los calificativos lesivos del honor cuando guardasen relación con un asunto de interés público”. No es un resabio de la dictadura, es una ley impulsada y sancionada por el gobierno de Cristina en 2009.
Cualquier otra opción para regular las expresiones por fuera del sistema republicano de gobierno, es sinónimo de tribunal de inquisición, supresión de garantías constitucionales y supresión de derechos humanos consagrados hace siglos. Colocar al culpable a disposición del Poder Ejecutivo Nacional para que decida si dijo algo que contradice el mandato divino de Presidencia es algo, como decirlo sin que se ofendan… un poco fascistoide.
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A modo de corolario:
Durante 70 años estuvo prohibido en Alemania un libro escrito por un tal Adolf Hitler. Pero caducaron los derechos de propiedad intelectual en manos de las autoridades de Baviera. Y así el Instituto de Historia Contemporánea de Munich se hizo cargo de su reedición. Se tomaron su tiempo para analizarlo fríamente y se publicó un mamotreto gigante con 3.700 anotaciones de pie de página en las cuales desmienten, señalan, remarcan y comentan las consecuencias de cada una de las afirmaciones del líder Nazi. Sacaron de la prohibición un libro clave de la historia para convertirlo en un objeto de estudio académico.
Y también ocurrió algo extraño: en muchos países nunca estuvo prohibida su publicación. De hecho, no deberíamos caminar mucho si quisiéramos adquirir uno en Buenos Aires. Nos encontraríamos con diversas traducciones pero, como no sabemos alemán y el libro estaba prohibido en Alemania, andá a chequear si eran correctas. Y a que no saben qué pasó con la reedición del original: efectivamente las distintas traducciones tenían faltantes groseros y añadidos aún peores para suavizar la brutalidad.
De pronto podemos dilucidar que buena parte de la formación de Hitler estaba nutrida por el racismo científico justificado por personajes como Immanuel Kant, G.H.Friedrich Hegel o Arthur Schopenhauer y que fueran maximizados por el turro de Joseph Arthur de Gobineau, inventor del término “raza aria”. Si mantenemos los mismos criterios de cancelaciones deberíamos prescindir de todos los aportes que hicieron los más grandes filósofos del siglo XIX por haber hecho comentarios supremacistas en una era revolucionada por El Origen de las Especies.
Entonces ¿qué hizo más por el bien de la humanidad: la prohibición del panfleto antisemita y nacionalista de Hitler que buscaba la cancelación de pueblos enteros o su edición comentada?
Si damos por sentado que toda la oposición es una máquina de odiar –si encuentran una declaración o texto periodístico en el que se convoque al exterminio de algún sector de la sociedad, me chiflan– ¿qué haría más por el bien común? ¿Prohibir lo dicho y que la gente nunca se entere de lo que piensan otros o permitir que todo se sepa?
Es lo de menos. Acá no se discuten discursos de odio ni control de noticias falsas. Acá lo que se discute es que me vas a querer, te guste o no, y si no me amás, no vas a poder decirlo. Así seré amado de todos modos.
Mientras tanto, el siglo XX quedó formalmente clausurado con el fallecimiento de Elizabeth II del Reino Unido e Irlanda del Norte. Clausurado para buena parte del mundo. Nosotros, por ahora, seguimos en la discusión de problemas existentes desde el inicio de la humanidad pero con herramientas que se consideraban válidas hace casi un siglo.
Que atrasen no es nuestro problema. Es de ellos, que prefieren callarnos antes que tener que hablar de la inflación del 95% proyectada.
Que no nos contagien.
© Relato del Presente
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