Por Arturo Pérez-Reverte |
Las novelas, o al menos las mías, no se escriben en uno o dos años, ni siquiera en más. A menudo tardan una vida en gestarse; y la escritura física, o sea, ponerlas sobre el papel o la pantalla del ordenador, sólo es la parte final de un complicado proceso. En términos generales, según su capacidad narrativa y su talento, un novelista escribe con lo que imagina, con lo que ha leído y con lo que ha vivido. Quien no trabaja con esos materiales, o miente, o no son suyos y debe robarlos a otros.
Un escritor de relatos más o menos extensos –me refiero al profesional, no a quien lo hace de forma casual o esporádica– vive con un mundo complejo de historias que lo acompañan y fraguan mientras crecen y se transforman. Ésa es su seña de identidad. Algunas de tales historias llegan a buen término y acaban por ser escritas con más o menos fortuna. Otras desaparecen, cambian con el tiempo o no llegan a ser escritas jamás y mueren con quien las imaginó.
Acabo de terminar una novela de las que acompañan desde niño, antes incluso de tener intención de escribirlas algún día. Es una historia que trata de un hombre joven, tres mujeres, una revolución y un tesoro. Durante el último año y medio ocupó la mayor parte de mi vida, mi trabajo y mis pensamientos; y sin embargo, es una historia cuya base real, la que acabaría conectando el suceso originario con mi propia vida, empezó hace más de un siglo. Quizá sea útil para alguien que les cuente cómo ocurrió. Tal vez ayude a comprender cómo nacen ciertas historias.
Uno de mis bisabuelos era ingeniero de minas. Con el tiempo trabajó en Linares, donde nació mi abuela, y luego se trasladó a Cartagena para ocuparse de otras explotaciones mineras. Nunca viajó a América, pero sí lo hizo un compañero suyo, íntimo amigo desde que estudiaron juntos en la escuela de ingenieros de minas de Madrid. Al amigo lo destinaron a México para trabajar en el norte del país, y allí estaba cuando estalló el primer episodio de la que sería la larga y sangrienta revolución mexicana. Durante un par de años, el amigo de mi bisabuelo le escribió cartas en las que narraba los sucesos de los que era testigo. Esas cartas, leídas y comentadas después en mi familia, me acostumbraron a palabras como revolución y nombres como Zapata y Pancho Villa. Siempre les presté, desde entonces, atención especial. Cuando mucho más tarde empecé a viajar a México visité lugares, compré libros y hablé con ancianos que habían vivido aquella época. Y así, poco a poco, sin más intención que conocer mejor las historias que mi abuela me contaba, acabé reuniendo abundante material sobre el asunto.
Un día, como siempre ocurre, la novela, o la posibilidad de escribirla, se concretó del modo con que ocurren estas cosas. Vi clara una historia que contar y consideré que era momento adecuado. Y fue ahí donde la memoria infantil, lo leído y la vida vivida, o la mirada que esa vida dejó al novelista que ahora soy, se mezclaron de modo conveniente. Había un elemento que vertebraba el relato: el proceso de iniciación, el descubrimiento asombroso de la extraña geometría del caos y la violencia. Un peligroso recorrido, en plena revolución mexicana y en contacto con quienes la hicieron, que lleva a un joven ingeniero, cuya formación es más técnica que cultural o literaria, a intuir primero, y confirmar después, las reglas implacables que rigen el cosmos, la naturaleza, la vida y la muerte. La guerra, en fin. El horror, el amor, la lealtad, la condición humana en lo mejor y lo peor, como aprendizaje. Como fría escuela de lucidez.
En todo eso, como el novelista que soy, hice trampas. Metí en la baraja cartas que conocía bien. No es una historia por completo real ni por completo imaginada, pero hay algo que la recorre por debajo, de principio a fin, que extraje de mi propia mirada. Mientras escribía esta aventura, casualmente al principio y luego de modo deliberado utilicé recuerdos personales, parte de mi propia juventud, para dar espesor narrativo al personaje protagonista, el joven cuya inocencia original se transforma en los años revolucionarios hasta convertirlo en alguien diferente al del punto de partida: el ingeniero de minas que el 8 de mayo de 1911 escucha un disparo lejano que cambiará su vida y su mundo para siempre. Es cierto que casi ninguna de mis novelas –excepto tal vez El pintor de batallas y Territorio comanche– es autobiográfica, pues todo, incluso la realidad más concreta, acaba diluyéndose en la ficción literaria, como debe ser. Pero también es cierto que hay novelas más autobiográficas que otras. En este caso, el protagonista de Revolución mira el mundo como a los veinte años lo miraba yo. Y hay lugares de los que nunca se regresa del todo.
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