El 14 de julio de 1948, un estudiante italiano disparó tres tiros contra Palmiro Togliatti, secretario del Partido Comunista Italiano. Lo movía el odio. La guerra aún fresca, la guerra civil aún latente, Italia era un polvorín. Los militantes salieron a las calles, la insurrección parecía imparable. Desde la cama del hospital, sin embargo, Togliatti les ordenó retirarse: todos a casa. No era cuestión de “amor”, había crecido bajo Stalin. Era un estadista, quería probar la lealtad comunista al nuevo orden constitucional.
¡Qué diferencia con la reacción peronista al intento de atentado contra Cristina Kirchner! Aquí también el atacante estaba imbuido de odio. Pero no es por “amor” que el peronismo lo aprovechó para exprimir del crimen hasta la última gota. Fue para sacar ventaja política, deslegitimar a la oposición, atacar al Poder Judicial, rehacer su maquillaje. Hay dirigentes y dirigentes.
Los que “odian”, se sabe, son siempre los demás: la paja en el ojo ajeno destaca siempre más que la viga en el nuestro. “La extrema derecha en América Latina es antidemocrática”, venía de declarar un dirigente peronista. Quiere “proscribir” a Cristina Kirchner como proscribió a Juan Perón, como pretende proscribir a los líderes “populares”. Es una conspiración orquestada por Estados Unidos y el gran capital, los medios concentrados y los “poderes fuertes”. En su momento lo sugirió el Papa, lo dicen el Granma y Telesur. Proteger a Cristina es un deber patriótico. Detener el proceso, garantizar su impunidad, es “defender la democracia”. Este es el argumento para alzarse contra la Constitución. ¿No será “un discurso de odio”?
Como relato sabe a rancio, inútil debatirlo: es imposible contradecir un artículo de fe. ¿Quién no ha invocado tarde o temprano la gran conspiración? De norte a sur, de derecha a izquierda, de arriba a abajo. Se vé que funciona, que cada generación se la cree, que la fantasía latita. ¿Por qué comentarlo, entonces? Simple: por descargo de conciencia, limpieza lexical, rigor moral, respeto a los hechos. Porque lo que a primera vista suena trivial, esconde mucha malicia y maldad, manipulación y mistificación. Mucho odio.
Malicia y maldad. La primera es una “inclinación consciente a hacer el mal”. El malicioso es un malvado. El enemigo de la democracia, según el relato, es la “ultraderecha”. ¡Vaya descubrimiento! Los “extremos” son tales por eso, por negar el “consenso general”, la “democracia”, por ejemplo. Pero no por obvio es inocente. Pretende demonizar así a quien pide justicia para la corrupción kirchnerista: es un “extremista”, “odia”. ¿Un “subversivo”? Parece magia, pero el truco se ve: hace pasar por moderado al que pide impunidad y por fanático el que invoca la ley. El buey, decimos acá, lo trata de cornudo al asno.
Pero no un “extremista” cualquiera: un “extremista de derecha”. Lo cual, en boca peronista, hace sonrojar: ¡con su álbum familiar! Suena infantil de tan maniqueo: ¿dónde termina lo “normal” y comienza lo “extremo”? ¿Quién lo decide? No importa: el esquema sirve a subirse al pedestal del “amor”. No hay peor estigma que la “extrema derecha”. Acusado de inmoralidad, el peronismo nos da así clase de moralidad.
No satisfecho, el relato manipula y mistifíca. Colocándonos a los demonios a la “extrema derecha”, se acomoda con aureola a la “izquierda”. Eso le confiere levadura moral. No “extrema”, su “izquierda” es democrática, de traje y corbata. Tan democrática que no tolera que nadie más sea democrático. ¿Quién, hoy en día, no se llama a sí mismo demócrata?, bromeaba Mussolini. Eso es. Desde ese acogedor living, casi como si fuera su hábitat natural, nos explica el bien y el mal, nos enseña cómo gira el mundo. Genial. O chanta.
Sin embargo un peronista que imparte clases de “democracia”, es probable que esté manejando sin licencia. Al policía que le pida carnet, le podrá contar de su jefe. De cuando celebraba los gobiernos militares. O de la familia “democrática” que lo acogió en el exilio: Stroessner, Pérez Jiménez, Franco. Podría leerle las “veinte verdades”, oda republicana. El Perón de 1955 era “democrático”, nos cuentan pintando de rosa el pasado. Si esa es su idea de democracia, se entiende que se acompañen a los Ortega y Maduro. Ellos sí que “aman”. Esa es la “izquierda” à la peronista: bastante de “derecha”.
Superada la manipulación, llegamos así a la invención. Quedémonos con los hechos. Y preguntémonos: ¿realmente la eterna Sinarquía está tramando “golpes judiciales” contra los “gobiernos populares”? ¿De verdad la “extrema” derecha latinoamericana es tan antidemocrática y tan democrática la “izquierda”? Respecto a la primera pregunta: las conspiraciones exsisten. Y hay varios fascistoides por ahí. El más fascista es, con ventaja, Bolsonaro. Pero el régimen brasileño no es fascista. Por eso su Corte anuló la condena a Lula. Si había un conspirador, era muy malo: el tiro le salió por la culata, Lula lidera las encuestas. ¿Debemos deducir que en el tren de los perseguidos hay sitio para todos? También para Cristina, ¿quién da codazos para subirse? No somos memos. Muchos jefes de gobierno han sido procesados o condenados en los ultimos años, en Europa y en América, de “derecha” y de “izquierda”. Unos cuantos “neoliberales” entre ellos. ¿Todas víctimas? En protesta, Alan García se pegó un tiro, Berlusconi acusó a los “jueces comunistas”; los devotos de la Kirchner, a la “ultraderecha”. Pónganse de acuerdo.
La otra pregunta: ¿es la “izquierda” más democrática que la “derecha”? Depende: las hay democráticas, y otras que no. La clave es que ambas lo sean y se reconozcan tales. En los últimos tiempos, ha habido muchas transiciones pacíficas de derecha a izquierda: México, Perú, Chile, Colombia, Honduras. Una sana alternancia. Ojalá se conserve la bidireccionalidad. Por ser tan poco “democrática”, la derecha ha sido mejor perdedora de lo que se temía. El camino inverso, de izquierda a derecha, ha sido más turbulento: en la Argentina, en Ecuador. En cambio, Cuba, Nicaragua, Venezuela no están dispuestas a perder: una vez tomado el poder, es para siempre. Bolivia tampoco: Morales jugó primero con la Constitución y luego con las urnas. Son “democráticos”? ¿Son “extremos”?
La verdad es que no se trata de “derechas” e “izquierdas”, categorías simplonas. Es cuestión de creer o pensar, decía Schopenhauer. El peronismo antepone la ideología a los hechos, la fe a la razón, la tribu a la ley, la fidelidad a la responsabilidad. Nacido mesiánico, no logró secularizarse y convertirse en partido republicano. Su defensa de lo indefendible, su pretensión de ser un “santuario” ajeno a la ley, nos dice que no cambiará, que no piensa cambiar. Pero aunque se esfuerce por revivir su liturgia, como vimos en estos días, sus fieles se reducirán cada vez más, como los de toda Iglesia.
(*) Ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia, Italia
© La Nación
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