Por Gustavo González |
El hombre que gatilló sobre la cabeza de Cristina Kirchner es el primer culpable de lo que pasó y la Justicia deberá determinar las verdaderas razones de lo que hizo. Pero más allá de la causa judicial, la pregunta de fondo es cómo se generó el caldo de cultivo para que un hecho así haya sucedido.
El odio siempre es del otro. Desde el oficialismo, ya se escuchó una respuesta inicial: la culpa es de la oposición y de los medios que incitan al odio. Desde la oposición, hubo dirigentes que no repudiaron el ataque o directamente afirmaron que se trató de un montaje del Gobierno.
En lo único que unos y otros coinciden es en que “la culpa la tienen los discursos de odio que ellos fomentan”. “Ellos” son ellos vistos desde los ojos del otro.
Que oficialismo y oposición se acusen mutuamente de generar discursos de odio, al menos revela el reconocimiento mutuo de que esos discursos existen. Solo que los unos ven en los otros lo que los otros ven en los unos.
Los medios que mejor reflejan la polarización también coinciden en que son los periodistas que están enfrente los culpables de derramar tanto odio en la sociedad.
En el documento que se leyó en la marcha del viernes, se acusó –con razón– a los comunicadores que ceden “minutos de aire a los discursos de odio” y se recordaron las manifestaciones en las que se mostraban bolsas mortuorias, ataúdes y guillotinas para insultar a la vicepresidenta.
Faltó agregar que fue la misma conducta repudiable que tuvieron algunos medios oficialistas durante el gobierno de Cristina, cuando insultaban a los opositores de entonces y celebraban las marchas en las que se escupían las fotos de los que pensaban distinto.
La ausencia de autocrítica es coherente con la incapacidad para detectar la viga en el propio ojo: no existe nada de lo que debamos arrepentirnos porque la culpa de lo que pasa siempre será del otro.
Mal + Mal. Entre los sectores sociales más agrietados se reproduce el mismo relato.
Un ejemplo es un ex amigo del atacante, a quien describió como una persona turbada, marginal, guiado por la intención de asesinar a Cristina Kirchner. Sin embargo, después dio su propia opinión: “Lamentablemente no ensayó antes… Por ahí significaría menos impuestos.”
Lo turbio que ve en su ex amigo, no puede verlo en él.
Hay quienes creen que ven cosas infernales a través de la ventana. Pero no es una ventana. Es un espejo.
Las personas que marcharon sobre Recoleta parecían similares, pero por la “ventana” de unos se veía al Mal encarnado en Cristina y por la de los otros, el Mal era Macri.
En la columna de la semana pasada escribí sobre las pasiones políticas y la riesgosa mimetización entre representantes y representados. Es lógico que los dirigentes se parezcan a lo que representan, pero se supone que su trabajo es aportarle algún grado de racionalidad a la pasión.
No es lo que viene ocurriendo en los últimos años, en los cuales los líderes de la grieta le suman su pasión a la pasión que viene de abajo. La reciclan y realimentan con un mix de insultos parecidos: chorro/a, corrupto/a, gato, yegua; y acusaciones cruzadas de aplicar modelos económicos que solo persiguen el beneficio propio y la destrucción del país.
La otredad como infierno. Lejos de funcionar como un filtro racional de la pasión, días antes del ataque del jueves, desde la oposición se llegó a pedir la pena de muerte para Cristina y, desde el oficialismo, se amenazaba con una rebelión popular si la Justicia la llegara a condenar.
La temeridad de los unos y los otros lo que encierra es el temor de unos y otros. Sartre creía que el infierno es la mirada del otro; y Hegel, que uno es cuando es pensado por el otro. Entender, ponerse en el lugar del otro, no es fácil. La otredad es un debate complejo de la filosofía.
Hace un año, en el reportaje con Jorge Fontevecchia, Richard Bernstein (filósofo del falibilismo, la creencia de que cualquier afirmación moral o política está sujeta a corrección y crítica), desarrollaba ideas que son las que intentamos transmitir desde esta editorial sobre la otredad y la idea de pluralismo comprometido:
* “El pluralismo comprometido implica mucho más que la tolerancia pasiva de lo que nos resulta extraño y diferente. Requiere un esfuerzo serio para alcanzar una comprensión mutua.”
* “Es estar dispuestos a escuchar al otro sin negar o intentar suprimir la otredad del otro. Implica estar en constante vigilia ante la tentación de rechazar lo que los otros dicen y de pensar que podemos traducir fácilmente lo extraño a nuestros propios vocabularios familiares.”
Ceder odio, no sentido crítico. La Argentina atraviesa un momento de transición entre la era de la polarización y la era de la conciliación.
Después del delirante ataque a Cristina, es más fácil entender que el odio de unos frente al odio de los otros, no puede dar nada muy distinto a lo que acaba de pasar. Tal vez sí, algo peor.
Ceder odio no es perder sentido crítico frente al oficialismo y la oposición. Ceder odio es ganar sentido crítico para hacer el esfuerzo de analizar lo que el otro dice sin el prejuicio apasionado de que lo dice para dañar.
Los dirigentes políticos, los líderes de opinión, los periodistas, tenemos alguna responsabilidad en el desmanejo de las pasiones que ganó a sectores de la sociedad. La violencia verbal y gestual que derrama desde una parte de la clase política y de los medios, no es inocua. Los gritos e insultos que bajan desde tribunas y micrófonos se pueden transformar en hechos materiales aún más graves que el del jueves.
De la misma forma, pero en sentido contrario, es posible aprovechar la conmoción de lo que ocurrió como un punto de inflexión entre la grieta y la transgrieta.
Que la mayoría de los partidos se sumara al repudio generalizado es el primer paso. El siguiente debería ser el reconocimiento de que hubo responsabilidades compartidas que llevaron al alto nivel de agresividad que tuvo el discurso público en la última década. Un shock de madurez que nos permita reconocer la existencia del otro, sin satanizarlo ni temerle.
Pasar de los futuros perfectos del imaginario sectorial, a un futuro imperfecto, pero realizable que sintetice las aspiraciones de una mayoría ampliada. La búsqueda de insatisfacciones equilibradas acordadas, que acoten las satisfacciones pretendidas de cada sector.
No es una utopía. Ante situaciones límites como la que hoy conmueve al país, suelen dejarse de lado los dogmatismos y se debilitan los prejuicios. Casi como un instinto natural por la preservación.
Fue lo que pasó en el segundo trimestre de 2020, cuando una pandemia desconocida amenazaba al planeta. Los dirigentes cerraron filas detrás del objetivo común de la supervivencia. Y la mayoría de la sociedad entendió y celebró el esfuerzo de sus representantes por escucharse y encontrar medidas de consenso.
Ahora hay otra oportunidad, quizá definitiva, para comprender que la crisis de la última década estuvo marcada por una grieta que, no solo paraliza la economía, sino que es el caldo de cultivo para la violencia.
Es cierto que las causas por corrupción en trámite y la carrera electoral pueden dificultar los acuerdos. Pero el precipicio siempre es la peor opción. Para todos.
Un compromiso político de no agresión entre los principales líderes, moderando sus formas y sus voces y descomprimiendo la pasión de sus bases, mostraría a una dirigencia consciente de lo que está en juego.
Retomando a Bernstein: “Ha llegado el momento de sanar las heridas de las batallas ideológicas, de reconocer cuán miope y estéril resulta pensar en términos de la división.”
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