Por Marcos Novaro |
En la visita del ministro de Economía a Estados Unidos, se habló de muchas cosas, menos de la que más le preocupa a la sociedad argentina: la inflación.
Es que, a sus revisiones, el FMI las viene enfocando en dos asuntos, la acumulación de reservas, que en gran medida el mismo Fondo viene nutriendo, y el ajuste del gasto, que consiste, por ahora, en recortes a la educación, la salud y, principalmente, los subsidios a las tarifas, y que en el mejor de los casos podrían permitir que estos dejen de crecer, no que disminuyan.
Por las dos vías, la política oficial se asegura que la inflación siga alta por el resto del mandato. Porque el recorte de subsidios supone subas de costos hasta ahora casi por completo ausentes para las familias y las empresas. Porque para financiar el déficit se recurre a más y más deuda de corto plazo en pesos, a tasas de interés crecientes, que alimentan la inercia inflacionaria. Y porque el Central solo pudo aumentar la liquidación de exportaciones comprando dólares mucho más caros de lo que los vende, es decir, aumentando a la vez su pasivo y la emisión de moneda, y generando una mayor incertidumbre respecto a lo que va a suceder con el tipo de cambio en el futuro.
Un ajuste con resultado incierto
No es de sorprender entonces que el índice de precios de agosto, el primer mes puro de Massa, haya estado apenas un poco por debajo del de julio, el mes del descontrol total que siguió a la salida apresurada de Martín Guzmán del ministerio. Conclusión: Massa está administrando un ajuste apenas un poco menos caótico que el que su predecesor le legó. Menos mal que lo intenta, porque de otro modo estaríamos mucho peor; pero el resultado final sigue siendo bastante incierto.
Y todo esto, agreguemos para complicar aún más las cosas, en un año no electoral, y por tanto en que no se exacerban las presiones por el gasto. ¿Qué nos espera entonces para 2023?
Hasta ahora el principal mérito de Massa frente a Guzmán, además del aumento de la deuda y la tranquilidad relativa del dólar paralelo, es que el gasto está un poco menos fuera de control.
Con Guzmán, las erogaciones del Estado central venían creciendo 14 puntos por encima de la inflación, dando estímulo franco y entusiasta a la fuga del peso y la escalada inflacionaria. Así que el déficit proyectado pintaba por encima del 4% para fin de año, una catástrofe para una economía que estaba ya entonces estancándose.
Ahora Massa promete cumplir el compromiso del 1,9% de déficit, y el Fondo y el gobierno norteamericano se lo agradecen. ¿Esa reducción alcanza para frenar la inercia inflacionaria? No, porque como dijimos recién, ese recorte se gestiona en medio de otros muchos desequilibrios, de una generalizada desconfianza y con un Banco Central en quiebra. Los amigos de Massa en Estados Unidos lo saben. Y por eso ni le preguntaron siquiera por las perspectivas de inflación: prefieren que no los camelee.
A los camelos, el ministro los reserva para nosotros
En ese sentido, no se distingue de su predecesor, sigue a pie juntillas su mala costumbre: Guzmán prometió en 2021 una inflación del 29%, y fue del 51; en 2022 prometió 33% y va camino a ser el triple; ahora Massa promete reducirla a la mitad en un año electoral en que el partido gobernante se jugará no solo la presidencia y su futuro a nivel nacional, sino sus resortes de poder permanentes, esto es, las provincias y municipios de todo el país que nunca dejó de administrar; es lógico pensar que el ministro está haciendo fintas, simulando un rigor fiscal que, para una gestión tan desarticulada como la del Frente de Todos, sería insostenible aún si tuviera más chance de salir airoso de la elección.
¿Es que no sabe que está exagerando la nota con el fiscalismo, y Cristina Kirchner va a tener que hacerlo desistir, o lo que hoy parece una provechosa, aunque potencialmente conflictiva división del trabajo entre ambos, uno administra responsablemente, la otra polariza, va camino a una convergencia en que los dos harán, de común acuerdo, distribucionismo insostenible, pero electoralmente imprescindible?
Pronto lo sabremos, porque las campañas en las provincias que adelantaron sus elecciones comienzan dentro de pocos meses. Para Massa, aún más que para Cristina Kirchner, allí está la base a la que no puede fallarle: le tiene que facilitar las cosas con obras, aumentos de sueldos y pagos al día como sea. Y lo hará seguramente en la convicción que comparte con esos jefes territoriales de que la inflación resultante puede que sea un yunque en el cuello para el oficialismo nacional, pero sus candidatos distritales y locales tienen más chances de que se les disculpe: problemas que se gestan en Buenos Aires, y que solo a la Ciudad le correspondería arreglar. Con suerte, el único que pague por estos cuatro años de frustraciones será Alberto Fernández, que ya no cuenta para nadie.
Cuando los norteamericanos que hoy le sonríen al ministro hagan las cuentas y se hagan una idea del muerto que les van a dejar, seguro será tarde para poner el grito en el cielo. Pero también algunos deben imaginárselo y prefieran no preguntar.
© TN
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