Por Roberto García |
Caso cerrado: ya el último lunes estaba concluido el posible misterio del fallido atentado a la Vicepresidente de la Nación. Pronto pasará a juicio según la instrucción de la jueza María Eugenia Capuchetti. Nuevo espectáculo para la tele y la morbosidad de una audiencia incrédula, según las encuestas, sobre la naturaleza del episodio, si ha sido veraz el intento o si se trató de un deliberado montaje. Como se sabe, aunque se moje, hay gente que no cree en la lluvia. Pero no hacen falta toneladas de pruebas para determinar la participación protagónica de Fernando Sabag Montiel. Conclusión obvia para el trámite de la Justicia.
Falta, claro, establecer el grado de responsabilidad de su novia, su colaboración en el operativo. También eventuales ramificaciones que suelen vincularse a este tipo de episodios, cabos sueltos que pueden alimentar sospechas en una imaginación colectiva con tendencia a fantasear con siniestros complots. Aunque cierta lógica acompaña: no es habitual el atrevimiento asesino contra una figura política de la envergadura de Cristina Fernández de Kirchner.
Aunque muchos cercanos le atribuían a Cristina una suerte de comprensible alteración luego de descubrir el frustrado magnicidio en su contra, estuvo serena y amable —según algún testigo— con la jueza que fue a tomarle declaración. En cambio, se mostró menos cordial con Carlos Rívolo, tal vez porque preside la asociación de fiscales y, en ese ejercicio, respaldó las actuaciones de sus colegas Luciani y Mola que pidieron una pena de doce años para la Vicepresidente en la causa de corrupción en Vialidad. Esa desconfianza se reflejó después: un favorito de ella, nadador en aguas de los servicios de inteligencia, el diputado Rodolfo Tailhade planteo que Rívolo no podía seguir con la causa ya que pertenece a la mafia de Comodoro Py.
Si se mantiene el malestar del círculo áulico de la viuda, lo más probable es que aparezcan recuerdos de actuaciones del fiscal en el pasado, cuestionamientos de afectados, sus notas en el colegio primario y hasta su carrera futbolística como un amateur patadura número 4 en diversas canchas. Como los fiscales Mola y Luciani, en off side judicial por haberse puesto pantalones cortos. Hoy, en el mundo K, esas investigaciones deportivas son esenciales para revelar y denunciar ciertas conductas. Un hallazgo: ni las purgas de Stalin o el nazismo utilizó esos argumentos.
Ni un comentario mereció del oficialismo la chapucería del resguardo a la Vicepresidente, salvo la segura notificación de que están para abandonar el cargo un par de comisarios. Aprobado: alguien tiene que pagar. Si bien se le imputa al retirado comisario Carbone, un militante de las prestaciones físicas que acompaña a Cristina desde hace más de una década, la deserción justo el día del atentado —dicen que había ido al kinesiólogo—, y la falla de su equipo en la protección de la dama que ni siquiera advirtió que el agresor había apuntado con la pistola y, al parecer, solo lo persiguieron voluntarios de La Cámpora hasta que luego lo detuvo la policía de Horacio Rodríguez Larreta.
Será difícil que la Vice se desprenda de Carbone y, por otra parte, tampoco la Policía Federal de Aníbal Fernández lo puede despedir o castigar: está retirado de la institución, su jefatura como protector de la viuda se lo otorgó ella misma. Extraña esa vulnerabilidad institucional para cuidar a la número dos del gobierno, como también ese capricho de la mujer por eliminar las cámaras que apuntaban a su domicilio por presunta violación a la intimidad. Por no hablar de otro desliz gravísimo: aceptar una guardia de corps civil, guardaespaldas cristinistas que se anestesiaron a la hora de dar la vida por su conductora.
Cuesta entender tamaña distancia con la administración de la Ciudad cuando, en felices nupcias, la jefatura del Gobierno porteño y sus colegas de la Casa Rosada, entablaron un dialogo acuerdista y, en apariencia secreto, para disminuir la presión callejera que los simpatizantes de Cristina practicaban —además de otras humillaciones fisiológicas— en las inmediaciones de su departamento en Uruguay y Juncal. Fue en el acuerdo por la instalación y retiro momentáneo de las vallas previas al propósito criminal, negociación que hizo arder la cúpula de la coalición opositora, gente de Macri y del radicalismo, traicionados según ellos por ciertas concesiones que el intendente le entrega a los Fernández. Mejor no imaginar la rabia de figuras como Patricia Bullrich ante esa transacción.
Cristina no habló al respecto, se desentiende, solo se sabe que venía indignada con Alberto Fernández sumando reproches y escandalizada por las críticas de ciertos medios a su persona. Quiere sanciones, inteligencia para castigarlos, cuestión que ella no supo hacer cuando estuvo en la Casa Rosada. Le molesta que objetaran su rebelión contra la Justicia, magistrados y Corte Suprema, se ofende por el odio que inspiraban esas críticas y hasta se quejó con el Presidente por haber participado en los beneficios que, antes de finalizar su mandato, Néstor Kirchner le concedió al Grupo Clarín. Una vuelta al pasado lejano, astilla en el corazón. Hasta vertió sospechas sobre ese entramado en la discusión y Alberto, que era un solicito defensor del emporio, juró que entonces él no tuvo nada que ver con ese entendimiento y ni siquiera tocó un papel de ese presunto beneficio. No se pusieron de acuerdo, por supuesto, solo trascendió que en la violenta crisis ella le advirtió que dejara de propiciar “eso de tu reelección”. No piensa apoyarlo para el 2023. Otro frentazo para el mandatario.
Diversas connotaciones políticas ofreció el atentado y curiosidades por un exceso de atención o negligencias que provocaron disturbios. El caso del teléfono y la pérdida de la memoria del aparato, la violación del sobre que lo contenía, fue uno de los conflictos entre áreas del gobierno, debate por ejemplo entre el Ministerio de Seguridad y la PSA sobre quién abrió el sobre que contenía el celular, la posible injerencia de algún cómplice para eliminar pruebas y restar culpas. En rigor, la responsabilidad de la cadena de custodia del teléfono le corresponde a la jueza quien, para evitar complicaciones con los elementos capturados al agresor —un temor basado en que quizás ella tenía reservas sobre mezclar evidencia con otro juzgado que subroga— le recomendó a una funcionaria de su confianza la anotación exclusiva, personal y única de esos materiales.
Fue en ese proceso de cuidado extremo en que se abrió el sobre, inevitable para conocer su contenido. Después las imprecaciones, suspicacias y una última realidad: poco servía la memoria del celular. Aun así persistirán las dudas en un episodio que para la Justicia ya está resuelto y solo queda pendiente la convocatoria a un juicio para los implicados. En apariencia, lo que pudo ser un acontecimiento funesto y con derivaciones inimaginables avanza hacia su final, no da para más.
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