Por Pablo Mendelevich |
Consabido profanador de causas nobles, al kirchnerismo le había quedado pendiente la fraternidad. Para eso el sábado desembarcó en una iglesia, nada menos que la Basílica de Luján. Pero como está en fase decadente -populismo sin plata- el tiro le salió por la culata.
Ya había profanado los derechos humanos y la concentración mediática, se había metido con la Feria del Libro, las estadísticas oficiales, la militancia de los presos, los dibujos animados, los aviones, los aeropuertos, el fútbol.
Revolvió los feriados, enchastró el federalismo, ultrajó el idioma, usurpó la historia, se ensañó con los barrios cerrados, entró en los directorios de las empresas, le ofreció clases gratuitas de economía al Primer Mundo, convirtió las relaciones exteriores en una prolongación de los vaivenes domésticos, llevó el Néstornauta a las escuelas, creó su propio grupo político de jueces y fiscales, hizo lo imposible por colonizar la Justicia e instauró, siempre con fondos del Estado, el periodismo militante, una malformación de la prensa política. Todo lo partidizó hasta el hartazgo. Frenesí en el que a la política la expandió como si fuera lava bajo la premisa de que todo es ideológico, desde la ley de gravedad hasta los cumpleaños de quince.
Parecía que ningún rincón de la vida argentina se había salvado de la evangelización k, de las cruzadas moralizadoras, de la pertinaz pulsión a higienizar el sistema capitalista mediante “la liberación”, cualquiera fuese su significado. Pero todavía faltaba algo: la misa. Un acto justo para redimir odiadores.
Es cierto que unos cuantos 25 de mayo los Kirchner vaciaron el Tedeum en la época en que el arzobispo Bergoglio se quejaba del pensamiento único. Pero una cosa es ofenderse y no ir a la iglesia cuando la tradición histórica lo ordena y otra intentar adueñarse de la iglesia sólo para poder concluir que la oposición no reza ni se confiesa, tanto odio estiba.
Tampoco habría que sorprenderse demasiado ni decir esto jamás pasó. La Iglesia tiene experiencia en apropiaciones, complicidades, asociaciones políticas non sanctas, partidizaciones. Como acá se trata del peronismo, basta recordar lo que sucedió en la génesis. En 1946 la Iglesia apoyó la candidatura del coronel Perón en desmedro de la Unión Democrática. Perón no fue un ingrato, instauró la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas, pero en 1954 el líder escaló el conflicto a niveles de enfrentamiento feroz al compás del alineamiento de importantes sectores eclesiásticos con el antiperonismo. Perón canceló la enseñanza religiosa, persiguió al culto católico, expulsó a dos obispos y terminó excomulgado. Desbarajuste que sería reparado a medias en España durante la década del sesenta. Perón consiguió que el Vaticano le levantase la excomunión pero no que en Roma lo recibiera en 1972 el papa Paulo VI (quien sí le dio audiencia a Isabel Perón).
La misa de la fraternidad del sábado pasado no replicó estrictamente aquellos modelos extremos del peronismo procatólico y el peronismo anticatólico, sino que se ciñó a la chapucería kirchnerista en boga, correspondida por el arzobispo Jorge Scheinig quien, enredado en la movida, dijo “metí la pata”. En latín, “mea culpa”. No quedó muy claro cómo tendrían que haber sido las cosas para que el marco de la misa fuera “Más por menos” y no la otra campaña que está en curso, “Cristina víctima, Cristina inocente”, pero la declaración de Scheinig puso en evidencia el disgusto de algunos sectores del Episcopado con el manejo de la situación.
Fraternidad finalmente hubo en la Basílica de Luján. Quedó restringida, enhorabuena, a kirchneristas y albertistas. Conmovedores sus abrazos. Muchos de ellos estaban distanciados por cuestiones ornamentales, por ejemplo, si convenía romper con el FMI o pagarle y seguir sus indicaciones, dilema que no tuvieron tiempo de charlar en 2019 cuando armaron, junto con Massa, el Frente de Todos. Massa no asistió a la misa de la fraternidad pero tuvo una muy buena coartada. Estaba en Washington pidiendo dólares, la acción más sagrada que puede argüir un fiel para no estar.
En cambio los Kirchner, madre e hijo, faltaron sin explicar nada. Su ausencia resultó onerosa. Le quitó todo el sentido al esfuerzo político religioso. ¿Qué seriedad tiene una ceremonia (supuestamente) convocada para revertir el “clima de odio” si quien la pergeña ofrendando grandeza ecuménica no asiste? ¿Cómo se puede creer en la enarbolada causa de la abolición de la grieta si quien más sospechada está de haberla plantado y sostenido se borra?
No sería fácil decir ahora que no fue Cristina Kirchner quien ideó la misa antiodio. Ella no asumió la iniciativa como propia, es cierto, pero cualquiera sabe que Eduardo de Pedro, gestor telefónico, es su principal operador político. Supongamos que el estado anímico de la vicepresidenta no daba esa tarde para andar abrazando opositores, actividad que encima no le agrada para nada, como lo dejó en claro en los funerales de su esposo cuando les negó a los presidentes de partidos de la oposición y a los líderes parlamentarios ajenos al oficialismo el permiso para que le dieran las condolencias en el velatorio de la Casa Rosada (permiso que sí obtuvieron Maradona y Tinelli). ¿No podía ir a la misa por la paz por lo menos su hijo Máximo, líder La Cámpora, quien no se hallaba el sábado, que se sepa, consiguiendo dólares?
Un acierto el de los opositores no asistir en masa a misa, habrían sido usados como fue usada la Basílica de Luján. Digámoslo así: la misa, el sacramento que ordena todo el cristianismo, fue copada el sábado con el propósito de unir al Frente de Todos y dividir a Juntos por el Cambio. ¿Dividirlos cómo? Sólo se trataba de conseguir que fueran unos dirigentes y otros no, objetivo superior al cual el gobierno hizo una modesta contribución, invitó sólo políticos seleccionados.
Para imaginar cuál habría sido el paso siguiente basta ver lo que pasó el lunes, durante el homenaje a Antonio Cafiero en el centenario de su nacimiento. De la larga trayectoria de Cafiero hay muchos hitos memorables. El lunes se recordó que fue el ministro más joven de Perón, pero seguramente no era el momento de acordarse de que, como venía de Acción Católica, cuando el general se peleó con la Iglesia fue a la Casa Rosada y renunció en forma indeclinable. “Primero soy católico, después peronista”, le dijo al general.
Pero lo interesante es que en el acto de homenaje se tuvo por imagen privilegiada la estampa de Cafiero junto al presidente Alfonsín en el balcón de la Casa de Gobierno el día del primer levantamiento carapintada, momento histórico que el kirchnerismo, en su cruzada de apropiación de los derechos humanos, sólo había usado hasta ahora para acusar a Alfonsín de claudicante por haber dicho “la casa está en orden”.
De repente Axel Kicillof nos explica que Cafiero “se puso al lado de Raúl Alfonsín para demostrar que la democracia se defiende siempre, sin especulaciones”. El oportunismo no tiene horario, Alfonsín dejó de ser el entreguista que negoció con Aldo Rico el Punto Final y la Obediencia Debida. La necesidad política parece que hizo justicia con la historia. Efectivamente fue un gesto altruista el de Cafiero en 1987 de respaldar con su presencia a la democracia amenazada por el teniente coronel Rico, un militar en actividad que a cuatro años de la última dictadura levantó a la oficialidad joven contra los juicios por la represión ilegal.
Kicillof quiere sugerirnos que el atentado contra Cristina Kirchner equivale al levantamiento militar de 1987 y que Rodríguez Larreta o Gerardo Morales tendrían que hacer como Cafiero, ponerse al lado de Cristina Kirchner para defender la democracia. Pero hay dos problemas. Uno es que Cristina Kirchner no se apersona, mal puede recibir el apoyo solidario en misa si no va.
Probablemente los opositores deben sentir que no es lo mismo dárselo al Cuervo Larroque. Al decir de Jorge Fernández Díaz, ella se autopercibe como una deidad, un ser superior. Por eso no fue a la misa.
Y el otro problema, más importante, es que Kicillof está entre los kirchneristas que sostienen que Fernando Sabag Montiel y sus cómplices son meros instrumentos de opositores odiadores y de jueces y fiscales que de la mano de los medios hegemónicos inventan casos de corrupción para perseguir a la vicepresidenta, es decir, para atacar a la democracia.
Aun así, con esa dualidad de predicador ecuménico y catador bravío de odiadores, Kicillof no se lleva el trofeo al más fogoso kirchnerista por la paz. Hay que reservárselo a Larroque, quien el lunes declaró: “tenemos que analizar por qué llegamos hasta aquí, estos sectores violentos que abogan por la supresión del otro es nuevo en la historia argentina”. El ministro de Desarrollo bonaerense nació en el año 1977, de modo que no tiene conocimiento vivencial de los setenta. Lo extraño es que haya llegado a ministro sin haber leído nunca un libro de historia.
© La Nación
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