domingo, 28 de agosto de 2022

Una épica de utilería para evadir una realidad insoportable

 Por Jorge Fernández Díaz

Un ilustrador francés, sesentón y desencantado, resentido con su mujer y perplejo frente a este mundo cruzado por las nuevas tecnologías, recibe un extraño regalo: su hijo lo anota para un “viaje en el tiempo”, original servicio que brinda una compañía dirigida por un inefable realizador cinematográfico para clientes de alta gama. Esa peculiar empresa utiliza técnicas teatrales para reconstruir con exactitud momentos especiales de la historia y falsas veladas con personajes célebres.

En base a una investigación, una meticulosa construcción de escenarios, alquiler de ropajes de época y la acción de actores y extras con guion ensayado pero abierto a improvisaciones, le cumple los sueños a gente que quiere pasar un fin de año con Hemingway o cenar en el palacio de María Antonieta. El ilustrador desdeña primero esa invitación, pero después entra en el juego y pide volver al día más relevante de su vida: hace cuarenta años conoció en el café “La Belle Époque” a su gran amor. La película, que se estrenó en Cannes, tenía dos estrellas maduras e irresistibles: Daniel Auteuil y Fanny Ardant, aunque la idea original era tal vez superior a su agridulce resultado. Pensé en ella muchas veces durante estos días turbulentos, cuando muchos simpatizantes kirchneristas que no vivieron el 17 de octubre de 1945, pero le rezan cada noche, se muestran realmente excitados con viajar en el tiempo y actuar por fin en una reconstrucción ficticia montada para la ocasión. Y para la impunidad de Cristina Kirchner. Recordemos, dicho sea de paso, que la primera vez se trató de una movilización popular –más modesta de lo que se contó luego– contra una dictadura fascista cuyo principal ideólogo había sido el propio Perón, y que esta vez se trata de una parodia violenta para salvar a un grupo venal y alzarse contra el estado de derecho. Todo esto, sin ánimo de arruinarle el sueño a nadie.

Aunque resulta de candente actualidad, este procedimiento mental de restauración apócrifa se viene repitiendo desde hace décadas: el relato es épico y se incentiva como liturgia; a eso hay que añadir la mala conciencia (yo no hice nada entonces y ahora me arrepiento) y lo que Sabina definió con un verso antológico: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás sucedió”. Es así como para quienes no habían tenido la oportunidad de luchar contra el sistemático mecanismo de la desaparición de personas, Maldonado fue “su desaparecido”. Y lo sigue siendo hoy, contra toda evidencia científica; hay gente que exhibe en su oficina o en sus coches una calcomanía: “¿Dónde está Santiago Maldonado?” Es ya una pregunta retórica, pero permanece como denuncia activa y como souvenir de orgullo personal, porque la campaña no se trataba del artesano que se ahogó en el río huyendo de Gendarmería, sino de la chance que el caso les brindó a muchos de protagonizar una “resistencia heroica”, aunque sin consecuencias y de mentirita; por lo tanto, no me molestes con los 55 peritos ni con las pruebas del expediente, dejame gozar de ese ritual ilusorio. Algo similar sucede con la antigua patrona de Jujuy, aunque con algún agregado inquietante: le permite a la progresía argenta jugar a la defensa de los “pueblos originarios” y al rescate de los “presos políticos”. Ella se defiende con una psicopatía exitosa: no la persiguen por corrupta ni por violenta, sino por mujer y por “negra” (sic). Nadie ve a Hebe de Bonafini como “blanca” y a Milagro Sala como “negra” –para este articulista no tienen color; sí una ideología en común: las dos son fascistas de izquierda–. Pero se nota que para los simpatizantes sí existen esas tonalidades de la piel, lo que devela en realidad un racismo propio, reprimido y proyectado y les permite ejercer un paternalismo paradójicamente xenófobo. Las pruebas y los lapidarios testimonios de venalidades y violencias de género que hay en los juzgados no hacen mella en la conciencia de los “soñadores”, porque una vez más: no se trata del destino de la líder de la Tupac Amaru, sino de la identidad y los deseos narcisistas de quienes pretenden ejercer sin riesgos un papel de superioridad moral. Este viaje en el tiempo, que el relato nacional y popular propone, regocija a los muchachos de La Cámpora, que en una sola semana llamaron al embajador norteamericano “el nuevo Braden” y celebraron haber pasado de la gris mediocridad del cuarto gobierno kirchnerista a esta nueva y vibrante 125. Que significó entonces, visto con perspectiva histórica, un aglutinante ideológico, pero también una hecatombe política. Es la misma operación que ejecutaron para revivir la “resistencia peronista” frente a la administración de Cambiemos, gobierno constitucional que era caracterizado como una nueva Revolución Libertadora y, a la vez, como una continuidad de la dictadura de Videla. Los “pibes para la liberación” juegan a ser herederos de la “juventud maravillosa” y por eso admiten que la Orga de nuestra era constituye un homenaje a la Orga de la metralleta. La fábrica de universos recreados permite no ver en Venezuela o en Cuba el autoritarismo y la miseria, sino los entrañables paraísos declamados alguna vez en el bar La Paz y nunca realizados en el terreno de lo real, puesto que esos modelos criminales fracasaron de manera lastimosa. Ya sabemos que cuando la derecha se hace totalitaria conforma una dictadura repudiable. En cambio, cuando la izquierda instala ese mismo régimen autoritario no es una dictadura sino una revolución, y a esta se la romantiza a tal punto que se la visita, se le canta y se la defiende, y se le permite calladamente que fusile, encarcele, torture y censure sin problemas. En el colmo de los viajes en el tiempo y los juegos de rol de la política, hasta los militantes de la arquitecta egipcia pueden participar durante estos días de rara euforia en “cabildos abiertos” (sic), repartir escarapelas en las plazas de la república y sacarse selfies para recordar alguna vez esta batalla “patriótica” librada por la fortuna de un súbito terrateniente llamado Lázaro Báez.

Habrá que admitir que la literatura oral peronista es muy eficaz para el refugio y el anatema; como parque de diversiones, pero también como escudo protector y como espada estigmatizante. Para que la verdad, compañeros, no tenga necesariamente que ser la realidad; premisa tan agotadora y anacrónica, con perdón del caudillo. Observamos estos días varias de estas operaciones semánticas de negación, fuga y disfraz, y una sublevación de hecho contra el Poder Judicial, no por un fallo sino por el simple alegato de dos fiscales. Qué miedo les habrán entrado a la arquitecta egipcia y a su batallón de abogados al recibir durante nueve días esa prolija acusación; qué homenaje implícito a la investigación de Luciani y Mola hay debajo de toda esta histeria organizada. La monarca de la calle Juncal, que tiene coronita, no trepida en arrastrar a todo el justicialismo para salvar el pellejo puesto que su proyecto siempre ha sido unipersonal, apenas dinástico: primero la jefa, luego el hijo, después el Movimiento y por último la patria, que atraviesa coincidentemente por un desfiladero de superinflación y pobreza galopante, con ajuste puro y duro (le vuelven a decir “sintonía fina”), peligro de una megadevaluación, malhumor generalizado y quiebre latente de la paz social. Queda así confirmado que en esta Argentina detonada los únicos privilegiados no son los niños sino los peronistas, y que cuando alguien roza su matriz de corrupción, se cae el sistema. Intentarán revivir con este antagonismo severo y este proceso brutal de intimidación pública, las epopeyas militantes de algún pasado elegido. Pero será siempre una simulación de cartón piedra, porque la belle époque del kirchnerismo acabó hace rato.

© La Nación

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