Por Laura Di Marco
“Yo tengo fe que todo cambiará. Yo tengo fe que siempre brillará la luz de la esperanza no se apagará jamás”. La música de Palito Ortega, ahora compañero de fórmula presidencial de Eduardo Duhalde, suena en un tren bizarro que cruza de Ushuaia a La Quiaca: es el tren de la Esperanza y la Victoria. Es plena campaña electoral.
Un joven ambicioso, pero ignoto, picotea la cabeza del caudillo bonaerense aprovechando las horas muertas de la travesía. “Yo quiero ganar Tigre”, le susurra al oído. Duhalde lo mira entre intrigado y divertido. Con un caudillo eterno, como Ricardo Ubieto, Tigre siempre había sido imposible para el peronismo. “Primero juntame a todas las cabezas del PJ y después hablamos”.Es finales de 1998 y el joven ambicioso tiene 26 años. Se llama Sergio Massa. En el clima cultural y político del menemismo tardío tiene dos íntimos amigos: el menemista Diego Santilli y Horacio Rodríguez Larreta, integrante del Ministerio de Desarrollo Social, que entonces ocupaba Palito Ortega. Malena Galmarini que, a los 20 años, había sido asesora de Carlos Menem, empieza una relación personal con Bárbara Diez, la mujer de Larreta: una wedding planner que les terminó armando el casamiento. Al grupo de jóvenes, que comparten salidas lujosas, restaurantes caros y discotecas, hay que sumarle a Emilio Monzó, por entonces en pareja con la exsenadora María Laura Leguizamón. Hay otro protagonista más de este rompecabezas. Un operador de bajo perfil, que le lleva más de una década al grupo de amigos: se trata de un dirigente del siempre perdidoso PJ porteño, que a fines de los 90 empieza a acercarse a un lejano matrimonio santacruceño. Se llama Alberto Fernández.
Varios años más tarde, Leguizamón se casaría con Marcelo Figueiras, dueño del laboratorio Richmond, que, en plena pandemia, ganó notoriedad cuando prometió fabricar en el país la vacuna Sputnik V. Ya entonces, el operador del PJ se había convertido en presidente. Poder, relaciones y negocios: la familia peronista nunca defrauda.
El joven Massa había militado en lo que hoy Cristina y Máximo, sus actuales padrinos en su anhelada llegada al poder, llamarían la “derecha neoliberal”, la Ucedé de Alsogaray, absorbida por el riojano. A sus 19 años, tenía un jefe político, Carlos Maslatón, hoy dirigente de La Libertad Avanza, el partido de Javier Milei (con quien está enfrentado). Analista de mercados financieros, Maslatón augura que estamos en una situación similar a la de Menem, en 1990, después de la hiperinflación. “A mí me da que la economía va a ir para arriba”. Massa escuchó el augurio, se frotó las manos, y lo llamó para tomar un café en su nuevo despacho. ¿Qué pensará Cristina, ahora devenida su coach?
A fines de los 90, el joven Massa tiene otro amigo de la misma generación: Cristian Ritondo, entonces segundo en el área de Seguridad, junto con Miguel Ángel Toma. Unos años más tarde, la relación con Duhalde, construida en aquel tren remoto, finalmente rendiría sus frutos. Con apenas 30 años, en 2002, Massa recibe una de las cajas más grandes de la política: la Anses. Pasan los años, llegamos a 2015. Ritondo es ahora el ladero más fiel de la gobernadora María Eugenia Vidal. Los amigos, Massa y Ritondo, siguen compartiendo información y expertise. Ritondo vivía y vive en Tigre. Massa jamás criticó la política de seguridad de su amigo. Un hilo rojo conecta al menemismo con el kirchnerismo y con sectores de la oposición.
Al combo hay que agregarle a Gerardo Morales, de otra familia, pero igualmente cercano. En 2015, en la famosa cumbre radical de Gualeguaychú, el jujeño optó por una alianza en favor del tigrense, en detrimento de Macri. Cuando esta semana le preguntaron por el nuevo rol de su amigo, Morales contestó: “No soy sergiólogo, pero tengo una amistad y no voy a hablar mal de él”.
Especialista en increíbles trucos, el propio Massa se encargó de instalar, a través de sus múltiples operadores mediáticos, que la economía había mejorado por su llegada. “Estoy contento porque, si hacen el ajuste fiscal que la Argentina necesita, se beneficia el país. Y si no lo hacen, se caen todos juntos”, reflexiona un exfuncionario de Cambiemos, muy cercano a Macri.
Tiene lógica que a los “halcones” de Juntos les estén sonando todas las alarmas con la llegada de Massa al poder. Macri desconfía históricamente del vínculo entre el tigrense (“Ventajita”) y Larreta. Está convencido de que Massa influye sobre el jefe porteño, por ejemplo, a la hora de negociar leyes en el Congreso. Rápida de reflejos, Patricia Bullrich fue la primera en marcar distancia. “Massa no es confiable”. El viejo Cambiemos lo sufrió en carne propia.
En 2019, Massa estuvo a punto de integrar Cambiemos. Poliamoroso flexible –al parecer, le daba igual un modelo de país que otro– coqueteaba al mismo tiempo con María Eugenia Vidal y Máximo Kirchner. Y en sus ratos libres, con Margarita Stolbizer. A mediados de aquel año, en plena crisis recesiva, Macri se convenció de que debía incorporar a Massa a su esquema de poder, si quería tener chances electorales.
Una de las fórmulas que habían imaginado era la boleta de Massa presidente, junto al peronismo federal de Roberto Lavagna y Urtubey. Aquella oferta aparecería junto con la boleta de María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires. Así, Vidal sería la candidata a gobernadora de ambos, Macri y Massa y, lo más importante, el peronismo quedaba dividido electoralmente.
Macri lo llamó a su entonces vicejefe de gabinete, Mario Quintana, muy cercano a Carrió, y le encargó la tarea de convencer a su socia. Lilita siempre detestó a Massa. Pero, en el medio, sucedió lo inesperado. O lo esperado, según se mire. Massa desapareció durante 48 horas de todos los chats cambiemitas. Macri empezó a temer una traición. No se equivocó: a los dos días, Massa reapareció blanqueando su romance político con Máximo Kirchner, con quien se venía reuniendo, en secreto, desde hacía tres años. Es extraño que, con semejante biografía, el nuevo ministro de Economía asuma con la misión de producir confianza en los mercados. “No confían en él; hacen negocios, que es muy distinto”, aclara un empresario, que conoce el paño.
El fruto de ese vínculo se vio claramente esta semana, en el Congreso, en ese largo abrazo entre el hijo de Cristina y el actual ministro, durante la ceremonia de renuncia como presidente de la Cámara de Diputados. La trama vuelve más entendible el reciente tuit animado de Carrió: “Llegó el diablito”.
“La derecha te va a usar y después te va a tirar”, dictaminó frente a Massa el gurú Máximo Kirchner la primera vez que se vieron cara a cara, después del “vamos a barrer a los ñoquis de La Cámpora”, leitmotiv de la campaña massista de 2015. No era fácil remontarla. Empezaron a reunirse secretamente en el primer semestre de 2016, en la quinta de Wado de Pedro, en Mercedes. Massa fue haciendo su trabajo sobre Máximo hasta que, a fines de 2019, el hijo logra ablandar a la madre. La reconciliación con el viejo traidor –así lo llamaba ella– fue en su oficina del Senado. “Máximo es más importante para mí de lo que te podés imaginar”, le confesó el tigrense a un intendente del conurbano.
Los intendentes del PJ coinciden: afirman que el kirchnerismo “formateó” con su cultura a Massa, durante los últimos años y que Cristina es su coach ideológica. Que acumulan muchas horas de charla política. Es todo una incógnita cómo podría funcionar el maridaje entre los sectores del establishment, que se entusiasman con este neomenemismo K, y el cristinismo setentista. ¿Alcanzará con el espanto?
Moria Casán, la flamante suegra de Massa, aporta lo suyo al combo: un toque de glamour, déjà vu de los malditos 90. Y sin embargo, existe la realidad. Todo es operable para Massa, menos la realidad. Y la realidad económica argentina es desesperante, si no se hace lo que hay que hacer.
© La Nación
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