Por Pablo Mendelevich |
Ya pasaron casi mil amaneceres desde aquel martes en el que asumieron los Fernández. Es probable que casi nadie se acuerde de la frase del alba: “volvimos mejores”. Luego de prestar juramento la fórmula compareció en Plaza de Mayo ante sus entusiastas militancias. Cristina Kirchner miró al presidente que ella había formateado y le dijo: “Sé que usted tiene la fuerza y la convicción para cambiar esta realidad tan fea que están viviendo los argentinos”.
Al flamante jefe de Estado también le dio esa tarde por dejar sentado que el asunto de las convicciones no le era indiferente. “Por la locura de la Argentina o por la locura nuestra –explicó a la plaza-, alguna vez nos distanciamos y alguna vez nos reencontramos. Y nos reencontramos sabiendo que no había diferencias sustanciales entre nosotros y que nos distanciamos por formas o modos”.
Acto seguido Alberto Fernández expuso su reconocida tesis sobre los porqués del atraso argentino, pensamiento que empequeñece a Ingenieros, Scalabrini Ortiz, Alejandro Korn, José Luis Romero, Sebreli y Discépolo. En resumen: cuando el peronismo se divide gana la antipatria, el país se va al demonio y hay que volver a empezar. Dicho con sus palabras (y su sintaxis): la distancia entre ellos dos, Alberto y Cristina, “favoreció para que este espacio se divida y para que con esa división vuelvan a ganar los mismos que siempre ponen obstáculos para que la Argentina crezca y se desarrolle”.
Sobre esa plataforma conceptual arrancó el gobierno fernandecino, autopercibido promisorio, al que hoy todavía le faltan 16 meses para decir misión cumplida, aunque no es seguro que se vayan a usar esas palabras exactas y ni siquiera es seguro que el 10 de diciembre del año próximo alguien quiera decir algo.
El tema de las convicciones ha sido central en el discurso público. Cuando se lo evoca no tarda en venir a la mente la frase más épica de Néstor Kirchner: “Puedo asegurar de corazón que no vine a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada”.
La convicción es algo que el luchador de bien no abandona. Un verbo poco lustroso -claudicar- está listo por si alguien lo hace. Hasta tuvimos un diario que se llamó así, Convicción, el diario “del extremo centro” que no era “ni marxista ni fascista ni peronista ni populista”, decía, cosa que no le impidió ser honrado con alguna pluma más tarde kirchnerista. Era el diario de Massera.
No cualquiera sostiene las convicciones de un lustro a otro sin hacer retoques. Tampoco es necesario pertenecer al peronismo, club de proverbial laxitud que no en vano se llama movimiento, para migrar con cara de póker, por ejemplo del “neoliberalismo” al “progresismo” o vicerversa. El general Juan Carlos Onganía, cabe citarlo, era en 1962-63 el victorioso jefe de los azules, los militares que sacaron los tanques -y esa vez los usaron- para defender la salida democrática contra los “gorilas” colorados. El mismo Onganía en 1966 derrocó a Illia. Sus pares lo destituyeron en 1970 ni bien anunció que pensaba quedarse “veinte o treinta años” para poder completar la “Revolución Argentina”.
También se puede recordar a Joe Baxter, militante nazi en su temprana juventud, quien arrancó en Tacuara, organización de la que se escindió con un sector peronista, luego estuvo peleando contra Estados Unidos en Vietnam, donde lo condecoró Ho Chi Minh, durante una escala en Montevideo se hizo tupamaro, y en París, tras el Mayo Francés, pegó onda con Mario Roberto Santucho y terminó en el ERP. En realidad lo que puso fin a sus vaivenes fue el famoso accidente aéreo de Orly de 1973. Perón llegó a conocerlo gracias a que Baxter también se hizo un rato para pasar por Puerta de Hierro. Se cuenta que el General dijo: “es un muchacho fantástico, parece capaz de hacer él solo la revolución”.
La volatilidad ideológica no es algo nuevo sino un fenómeno propio de la política que en ciertos individuos se expande hasta las fronteras del pudor y las atraviesa. Eduardo Lorenzo, más conocido como Borocotó, quien estuvo con Domingo Cavallo y fue compañero de fórmula del comisario Patti, en 2005, inmediatamente después de ser elegido diputado nacional por el Pro, fue a la Casa Rosada a tomar un café con leche con el presidente Kirchner. Cuando salió seguía siendo diputado, pero del Frente para la Victoria. Cambiar de idea algunas veces no lleva demasiado tiempo.
La novedad ahora consiste en que la Argentina está gobernada por un triunvirato de tres políticos -así son los triunviratos- cuyos anclajes ideológicos personales son tan firmes como las sombrillas de Playa Grande cuando llega la sudestada. Una cosa es un presidente pragmático como Perón, encantador de masas, hacedor infatigable, maestro de la retórica, inventor del populismo autoritario que abrazaba a la vez ambos extremos del espectro político (bueno, ese truco no siempre le salió bien)… Y otra cosa son tres dirigentes que fatigaron al público hablando de sus respectivos principios y que de pronto necesitan ejercitar el pragmatismo para poder colar un ajuste inexorable sin haber adaptado para la ocasión el relato que traían. El problema mayor es que, como comparten el poder -quién sabe con qué cuotapartes reales- encima de todo necesitan sincronizarse entre sí. El resultado es que lograron aumentar la productividad, pero no de la economía sino de desconcierto.
Por cierto que hay matices entre los tres. Cristina Kirchner le ha hecho creer a mucha gente que ella tiene convicciones inamovibles, que está más aferrada a su dogma que un monje tibetano. Pero su dogma no tiene nombre ni papeles. Extrañamente ella carece de un plan conocido. Su pertinaz batalla contra la quita de los subsidios, causa que le permite distraerse de la guerra personal que libra contra la Justicia que la juzga, no parece alcanzar a constituir un programa alternativo. Sus seguidores en general están convencidos de que el antimperialismo intermitente, la simpatía por Rusia, China, Cuba y Venezuela, por la causa de la nacionalización de Vicentín y otras estampas anticapitalistas, apalancadas por las diatribas contra los medios hegemónicos y los empresarios poderosos, constituyen un ideario radicalizado. Cierto o no, ella debe satisfacer a sus representados que creen que eso es. Ahora hay que explicarles que apoya el ajuste porque, como bien dijo Andrés Larroque, sin ajuste no hay economía y sin economía no hay país. Larroque no lo dijo exactamente así, lo suyo fue “sin Cristina no hay peronismo y sin peronismo no hay país”; se refería a la suerte judicial de Cristina, pero la estructura del razonamiento es parecida.
Del socio Fernández se conoce mucho mejor el estilo que las ideas. Las ideas han llegado a depender de la hora del día, porque el cambio, junto con la contradicción y la vacilación, están en su esencia. Por lo menos el estilo, basado en esos tres pilares, es inconfundible.
La tercera pata, el “superministro” de Economía cuyas huestes festejaron antes de empezar por si después tenían aún menos motivos que ahora para hacerlo, es una caricatura del político de convicciones lábiles, rasgo tan potenciado en él que ensombrece la labilidad de los otros socios.
Los tres, felizmente, llegaron a un acuerdo. Alguna clase de pacto. Por eso Massa desembarcó en el Ministerio de Economía. Pero de lo pactado nada se sabe. Nada se informó. ¿La razón? Hacerlo habría obligado a que cada socio del Frente de todos (que en realidad tiene 18 partidos, pero sólo tres pinchan y cortan) expusiera su pensamiento y su solución, cosa que ninguno quiere hacer de a uno, mucho menos todos juntos.
© La Nación
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