Por Arturo Pérez-Reverte |
El médico era un viejo amigo y no le anduvo con paños calientes. Te quedan seis meses, dijo. Sé que no enciendes un cigarrillo desde hace veinticinco años y que has procurado llevar una existencia sana, pero te ha tocado. De todas formas, quien no se consuela es porque no quiere: la tuya no ha sido una mala vida, cumpliste los setenta, tus hijos se ganan la vida y a tu perrita Penélope tuviste que sacrificarla por vieja hace diez meses. No dejas nada detrás, así que puedes liar el petate sin dramatismos. Ordena tus asuntos y tómalo con calma. Los cuidados paliativos ayudan mucho.
Decidió, en efecto, tomárselo con calma. Regaló libros a los amigos más queridos, llevó flores a la tumba de su mujer, pasó un fin de semana con sus hijos, nueras y nietos. De lo otro no dijo nada a nadie. En cuanto al futuro inmediato, hizo averiguaciones. Conservaba contactos de su antiguo trabajo, así que fue fácil reunir información: lugar, día, hora y circunstancias. En determinados ambientes, ciertas cosas eran secretos a voces. Por fin obtuvo los detalles necesarios. Sonreía al anotarlo y planearlo todo: una sonrisa de lobo cansado, dispuesto a morder no por hambre, sino por placer. Por darse el gusto. Durante esos días comprendió muchas cosas, incluida la verdadera libertad, que es la de quien nada espera. Un recuerdo escolar acabó por llevarlo a la vieja Eneida que conservaba desde que la tradujo de jovencito. Abrió el libro y allí estaba el párrafo subrayado cincuenta y cinco años atrás: Una salus victis nullam sperare salutem. La única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna. Arrancó la página y se la metió en un bolsillo.
El día señalado, temprano, fue a la armería y compró cuatro cajas de cartuchos de postas del calibre 12. De vuelta a casa estuvo aceitando las dos escopetas y cambiándoles el cargador convencional por otro más largo –no era cazador y odiaba matar animales, pero vivía en un chalet de las afueras y siempre le pareció oportuno tomar precauciones–. Cuando estuvieron listas, cargó las escopetas, que eran una Remington y una Mossberg, ambas de corredera: seis cartuchos en cada cargador y uno en las recámaras. Después sacó del armario, envuelta en trapos aceitados, la pistola Astra del 9 largo que su padre había usado en la Guerra Civil, con el cargador largo de 16 balas, a las que añadió una en la recámara. Lo metió todo en una bolsa, hizo una comida ligera y durmió dos horas y media de siesta.
Condujo al anochecer hasta el lugar señalado, que era un almacén casi en ruinas en una barriada marginal. Detuvo el coche, apagó las luces y aguardó con un termo de café. La información era exacta y los vio llegar poco a poco. Casi todos eran hombres, y sólo dos o tres mujeres. Varios tenían aspecto peligroso y se había informado bien sobre ellos: posiblemente alguno fuera armado. Aguardó en la oscuridad hasta que consideró llegado el momento, y entonces se metió la pistola en el cinturón, se colgó una escopeta al hombro, empuñó la otra después de quitarle el seguro a las tres armas y con paso tranquilo se dirigió al almacén.
Disparó primero a los que estaban de guardia en la puerta. Un sólo taponazo de postas a bocajarro los reventó a los dos. Cruzó el umbral y vio, en el interior, a una treintena de personas en torno al círculo de arena donde dos perros se mataban a dentelladas entre gritos de entusiasmo e intercambio de apuestas por parte de los espectadores. Había una mujer con un manojo de billetes arrugados en alto, animando el espectáculo. Le disparó primero a ella y a los que estaban cerca –el desparrame de la andanada de postas resultó devastador–, y luego, accionando la corredera, disparó los otros cuatro cartuchos a mansalva, moviendo el arma en semicírculo. Tiró la escopeta vacía, se descolgó la otra y repitió la operación sobre los que huían despavoridos: con seis disparos alcanzó a muchos por la espalda, y el último cartucho lo empleó en arrancarle media cabeza a un fulano que había sacado una pistola. Luego dejó caer la segunda y ya inútil escopeta, empuñó la Astra y se paseó por la escabechina rematando a los heridos que gemían y se arrastraban en charcos de sangre. También, entristecido, tuvo que sacrificar a los dos perros, que habían sido alcanzados en el tiroteo. Con una última mirada hizo balance: dieciséis muertos no era una mala cifra. Se habría dado por satisfecho con menos.
Salió a respirar el aire de la noche. Nunca en su vida se había sentido tan aliviado, tan bien. Tan en orden con la vida y la muerte. Estuvo un momento inmóvil ante la puerta del almacén, disfrutando de la sensación. Al cabo sacó un paquete de tabaco, encendió un cigarrillo, el primero en veinticinco años, y aspiró el humo con deleite mientras escuchaba acercarse las sirenas de la policía.
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