Por Gustavo González |
El futuro no existe. Mientras no llega es una hipótesis, y cuando llega es presente. Igual, el mayor problema del futuro no es que no exista, sino que llega pronto.
El futuro ni siquiera es lo que era. Fue la utopía que la modernidad soñó, que la posmodernidad olvidó y que la hipermodernidad resucitó con sensación de espanto.
Pero, en tanto hipótesis, el futuro siempre fue un arma. Un arma con la que se construyen escenarios económicos o se dictaminan consecuencias religiosas. También es un arma política que sirve para postular a los salvadores del mañana o castigar a los adversarios del hoy.
Nietzsche hasta desconfiaba del pasado, en donde se supone que sucedieron los hechos (“No hay hechos, solo interpretaciones”), y además sostenía que con la utilización del futuro se dictan las leyes del presente.
Si se puede dudar de la veracidad de lo que ocurrió, cómo tener certezas sobre lo que está por venir.
El futuro como látigo. El debate público argentino no lo aclara, pero cada vez se recurre más al uso político del futuro.
En medio de la incertidumbre económica, cuando Sergio Massa dice que no es un superhombre, lo que está diciendo es que ese podría ser el lugar en que lo encuentre el futuro si resuelve la crisis. Y como si ese futuro fuera real, el diputado radical Rodrigo de Loredo llegó a pedirle en el Congreso “que renuncie a una pretensión de candidatura para 2023”.
Cuando cerca de Alberto Fernández aseguran que se bajó de la reelección, lo que quieren decir es que eso dependerá de cómo le vaya a su nuevo ministro. Cuando Cristina Kirchner deja de quejarse por el ajuste que antes repudiaba, lo hace imaginando que para ella no habrá un futuro peor que el regreso del macrismo al poder.
El futuro político se construye con las ambiciones y expectativas de los dirigentes del presente.
Ningún opositor se atreve a decir que no quiere que a la nueva gestión económica le vaya bien, pero es cierto que, si le fuera muy bien, las posibilidades futuras de cualquiera de ellos disminuirían. En privado, algunos llegan a aceptar que tampoco estaría tan mal que todo explotara. Aseguran que no lo dicen por masoquistas o por una ambición sin límites, sino porque sostienen que es mejor tocar fondo ahora para luego encontrar una salida sólida y perdurable.
Como un látigo sobre los actores del presente, el futuro se usa para castigar sin que haya mayores consecuencias.
Se puede afirmar que habrá hiperinflación, que el gasoducto de Vaca Muerta vendrá con coimas o que el Presidente no terminará su mandato. O se puede pronosticar que los sueldos le ganarán a la inflación, que Cristina será absuelta por la Justicia, o al menos por la historia, y que Macri y sus amigos del campo planean un golpe de mercado definitivo que obligue a convocar a elecciones anticipadas.
Todo parece valer, porque el futuro también es efímero. Cuando llega, ya pasó. Y cuando pasó, solo queda intepretarlo.
El futuro como militancia. En un universo comunicacional en el que se mezclan con naturalidad noticias falsas con verdaderas y en el que una parte del periodismo privilegia la militancia oficialista u opositora por sobre la profesión, no resulta demasiado relevante si lo que se aseguraba que ocurría o iba a ocurrir era equivocado.
Es cierto que en la Argentina siempre está la chance de que cualquier pronóstico, por más disparatado que parezca, de verdad pueda suceder. Pero, en general, cuanto más perfectos son los futuros que se pronostican, menos serios son quienes los comunican.
Y en una sociedad agrietada, es muy difícil que el futuro perfecto de los unos coincida con el futuro perfecto de los otros.
Macri y Cristina opinan lo mismo en ese sentido: están convencidos de que los mañanas que cada uno imagina son irreconciliables con los del otro. No son ellos. Ellos son los exponentes de un sector de la población. Saber a cuántos representan hoy ayudaría a entender cuánto tiempo más falta para salir de la grieta.
Una encuesta conocida esta semana (realizada por las consultoras Grupo de Opinión Pública y Trespuntozero) indica que el 47% de la sociedad está “muy o bastante de acuerdo” con la frase “Debemos jubilar a Cristina y a Macri”. Cuando se los mide en sus respectivos espacios, ambos son los dirigentes con peor imagen. Otra encuesta de M&F señala que al 70% le preocupa la grieta y otro porcentaje similar pide que la dirigencia busque consensos.
El futuro como chance. ¿Existirá ya un caldo de cultivo social para que emerjan de allí exponentes políticos que lo representen?
Como una alternativa al juego de suma cero de la polarización, hace un par de semanas planteábamos aquí la tesis de una “insatisfacción equilibrada”, en la que cada parte acuerde ceder algo de satisfacción absoluta para encontrar puntos de acuerdo. Una síntesis superadora que implicaría una base mínima de satisfacción (y de insatisfacción) para todos.
De la misma forma se podría decir que, ante la imposibilidad de acordar un futuro perfecto pactado por una amplia mayoría, solo queda construir un futuro imperfecto en común.
Admitir la posibilidad de que el futuro del país no es un hecho real sino una hipótesis colectiva serviría para comprender que de lo que se trata entonces es de generar un escenario de convivencia productiva.
Cuando los políticos, economistas y comunicadores proyectan el futuro con la exactitud de lo perfecto, hacen pasar por exactas ciencias que no lo son.
Marx llegó a esbozar un “socialismo científico” capaz de predecir el desarrollo y fin del capitalismo. Hubo clásicos del capitalismo a cuyas teorías también se les concedió el atributo de ley científica (la Ley de Malthus sobre el crecimiento poblacional o la Ley de Say sobre la producción de bienes). Pero el inconveniente siempre fue el mismo: el futuro, cuando llega y se vuelve presente, suele desmentir a todos.
Ese camino hacia la insatisfacción equilibrada o hacia la construcción de un futuro de imperfecciones acordadas es el que acaba de elegir Lula en Brasil. Primero, al mostrarse junto a otro ex presidente como Fernando Henrique Cardoso, referente histórico del establishment de su país; y después, aliándose con su tradicional rival, el liberal Geraldo Alckmin, quien lo acompañará en la fórmula presidencial.
El futuro como fe de erratas. Una variante del mismo intento por encontrar futuros compatibles ante posiciones distintas es el que hace una semana concretó el uruguayo Lacalle Pou. En pos de lograr un acuerdo con el opositor Frente Amplio, se acercó hasta su sede para entregar su proyecto de reforma jubilatoria. El mandatario conversó con las autoridades del FA y a la salida se sacó selfies con los militantes frenteamplistas.
En términos institucionales, y hasta económicos, es menos trascendente que vaya a conseguir un acuerdo que el hecho de demostrar que lo intenta y dialoga.
Salvo para ciertos políticos, economistas y comunicadores, el futuro es impredecible. Apenas una fe de erratas, según Benedetti.
Quizá no sea suficiente dejar de usar energía y creatividad en destruir las propuestas del otro para destinar esos recursos en construir una propuesta superadora ante la sociedad.
Pero seguro que generaría más confianza y certidumbre que cualquier medida económica.
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