sábado, 13 de agosto de 2022

Del compromiso en literatura

 Por Guillermo Piro

Cuando en 1996 los primeros automóviles se embotellaban en la Autopista del Sur, Luisa Valenzuela publicó su primer libro: Hay que sonreír. Hoy, después de 55 años, espacio durante el cual la autora presentó libro tras libro y sacudió parejos horizontes, me dispongo a festejar la lectura de otra novela de una escritora “injustamente no reconocida lo suficiente en su país natal”, como si alguna vez hubiese valido la pena apostar a los reconocidos, o como si reconocidos y no reconocidos no tuviesen la obligación de correr siempre por lo mejor.

No pretendo insinuar que debemos honrar a una olvidada; siempre contó con amigos que no se cansaron de señalarla: Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Susan Sontag. Cortázar llegó a decir: “Los mejores escritores argentinos trabajan la búsqueda y muchas veces el hallazgo de un difícil equilibrio del que siempre ha surgido la gran literatura. Luisa Valenzuela me parece un acabado ejemplo de lo que afirmo”. Yo agregaría que además a esos grandes escritores es posible consumirlos en la cocina, como Los viajes de Gulliver, El viaje subterráneo de Niels Klim o el Robinson Crusoe. No sé por qué son libros que dan ganas de salir de paseo con ellos.

¿A dónde va Luisa Valenzuela? La figura de la protagonista de La travesía (novela publicada en 2001, pero que releí hace unos días) no se puede separar de su creadora. Si Valenzuela logró algo, fue confirmarse en el papel de esa antropóloga, exaltada mitológicamente. En el mito griego, Glauco, el hijo de Sísifo, obtiene la inmortalidad bebiendo de una fuente mágica, pero como nadie cree en su transformación, se arroja al mar y se convierte en un dios marino que vaga en medio de las olas.

Valenzuela se burla del mito de Glauco: a su personaje solo parece faltarle un sí determinante para saltar al mar de la divinidad con la misma agilidad con que se salta un charco. La travesía se lee como un canto de cisne, lo que basta para justificar que se le preste atención. La obra está llena de la resignación agridulce que sugiere el título. El elemento autobiográfico parece haber crecido hasta el extremo de que se lo puede considerar la apología pro vita sua de la autora.

A la protagonista el pasado no la condena, sino que la lleva a emprender un viaje, finalizado el cual habrá sido capaz de averiguar quién era esa muchacha que accedió al pedido perverso de un marido secreto (se trata de unas cartas procaces escritas en su juventud, que traicionan su propio deseo). Cualquier intento de ofrecer una visión generalizadora sería infructuoso. La travesía parece funcionar como un gancho del que cuelgan los típicos productos de la narrativa de Luisa Valenzuela: la exploración de las llamadas zonas oscuras, el erotismo, el retrato de la Argentina.

Lo que Valenzuela parece querer contemplar es el problema de las relaciones del novelista con su vida y quienes lo rodean. Por esta misma razón, una novela puede ser cualquier cosa, empezando por una aventura psicológica hasta llegar a algo que puede parecer un tratado filosófico o social. Ruego que no se me tilde de megalomanía ni del deseo de convencer a los presentes de que esta novela de Luisa Valenzuela constituye el ideal, y que todo lo demás son puras tonterías. Pero soy partidario de cierto compromiso moral en literatura o, si se quiere, de cierta obligación social, de cierto deseo de enseñar las pequeñas virtudes a la gente mezquina que no quiere contemplar los problemas y tratar de encontrarles una solución.

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