Por Carlos Ares (*) |
¿Cuándo fue que dejamos de vernos, de oírnos, de hablar? De reconocernos como personas dispuestas a escuchar, comprender, aceptar, admitir errores, sobrellevar malestares, de bancarse al fin las propias mierdas sin vaciarlas en mochilas ajenas, que a su vez cargan con las suyas. Cabe sí, resoplar frente a lo que pasa. Reclamar, protestar, carajear. Avivar los fuegos internos, las pasiones necesarias para mantenerse calientes, de pie frente a lo que sucede.
Es casi una obligación responder como se pueda, como se debe, ante las mentiras alevosas, la impunidad descarada, la hipocresía manifiesta, los brotes temibles de fascismo, el autoritarismo remanente, crónico, que reaparece, persiste, boquea, amenaza, azota desde mediados del siglo pasado.Hasta ahí. Dispersar la poca energía que nos queda en discutir dogmas casi religiosos, eslóganes rutinarios, verdades vencidas, consignas repetidas, con los que no se hacen responsables de nada, se perciben mártires, pronto van a pasar a la resistencia, o al olvido, no suma, resta, divide. Solo multiplica el tiempo perdido. El movimiento centrífugo del Koh-i-noor en el que vivimos, en el que nos han metido, tiende a dejar secos los cerebros, en piel y huesos. los cuerpos vacíos de sentimientos.
La mueca de lo que soñamos ser, el tango que nos dice, indica la frustración en las caras. Desesperados, necesitados de contención, compasión, de un sostén, un brazo que se haga sentir confiable, de unas voces docentes, decentes, que nos guíen, caminamos desorientados, a golpes de bastón blanco, cegados por la bronca, el dolor, la impotencia, buscando una salida, un bondi que nos deje cerca de casa, del hogar en reparación.
Fuimos mejores, nos sabemos mejores que esto. Algo debe quedar de lo que nos enseñaron, de lo que esperaban, deseaban nuestros viejos. Un resto, un motivo, los hijos, un último aliento, una razón que nos mueva a intentarlo otra vez, a tratar de recrear esa esperada vida en común. Más justa, más digna, más serena. El bastón golpea las puertas de los tribunales ¿Si no están las obras, donde está la guita con la que se pagaron? El eco recuerda el desgarro de los que hace veinte años daban martillazos a las cortinas de acero que protegían a los bancos. La estafa permanente. El saqueo continuo.
Por una vez que la Justicia habla, los imputados no escuchan. Una vez probados los hechos, declarados “culpables o inocentes”, decidida la condena o la absolución, en una de esas podríamos pasar página, seguir, acordar otro nunca más, dejar atrás, echar lastre por la borda, navegar días más tranquilos. Pero, andá saber si aún con sentencia firme, los sordos le darían bola a los jueces ciegos que cerraron los ojos cuando la hacían, pero ahora no pueden dejar de verla. “A los ciegos no le gustan los sordos/y un corazón no se endurece porque sí”, canta el Indio.
A los sordos no les hacen ruido los carritos cartoneros. No les alteran el sueño, ni la conciencia, los golpes secos de los contenedores cuando dejan caer las tapas después de revolver la basura. No oyen como remuerde el hambre, los pedidos de socorro, los gritos de los que caen en un abismo del que ya no podrán salir. Los intérpretes les traducen los discursos para ellos con señas. Dedos en v. Puños cerrados. Dedito que niega. Nadie, nunca, se la llevó. No es aumento de tarifas, no es ajuste, es redistribución de subsidios, las jubilaciones no pierden contra la inflación.
Se ve cómo revolearon bolsos con millones de dólares. Cómo la contaban. Se oye declarar a los cómplices detenidos. Presentan pruebas documentales, testimonios, mensajes copiados de los teléfonos móviles. El asombro ante las cosas que hicieron, hacen, prometieron, dijeron, dicen todavía a diario deja a millones mudos, sin palabras. ¿Cómo levantarse, erguirse, tomar aire, recuperar la voluntad de seguir, después de ver, escuchar, comprender, que se ha sido robado, humillado, denigrado durante tantos años?
El peor sordo es el que no quiere oír. Ojos que no ven, corazón que no siente. Puede ser, pero dudo de que ahora quien calla otorga. No siempre. A veces no queda otra. Hasta que un día los mudos hablan. Y ahí te quiero ver, sordo.
(*) Periodista
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